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Entró, en el espejo encontró una cara que le recordaba vagamente a la suya. Tenía un ojo casi enteramente cerrado por el hematoma que le crecía hacia la sien; de la comisura bajaba un hilo de sangre pegada y seca.

Apoyó la frente en el espejo y cerró los ojos. Luego orinó profusamente, se lavó la cara con el agua fría y escasa que goteaba de la canilla y pudo comprobar por la estrecha ventanita que era de noche. Se secó con su pañuelo. Descubrió un peine grande y desdentado; lo agarró y casi insensiblemente se lo llevó a la cabeza. Se detuvo: entrelazados a los dientes habían quedado varios largos cabellos rojos. Los sacó y sintió entre las yemas de los dedos la textura áspera, el grosor excesivo.

Los golpes contra la puerta lo sobresaltaron.

– Vamos, salga rápido, Etchenique.

– Mi última voluntad es cagar.

– Salga, no perdamos tiempo.

– Esto lleva tiempo, amigo…

– Salga o lo reviento -gritaron pateándole la puerta otra vez.

Salió, estaban todos allí como en una reunión de familia. El de la media castaña, el Pato, el de la bolsita, alguno más.

– Tengo hambre -dijo.

El Pato Donald salió sin decir una palabra y volvió con un sándwich de salame y queso con pan bastante duro y un vaso de vino. Durante ese rato Etchenaik sintió que lo observaban como si estuvieran en una sala de espera. Pero no sabía qué era lo que estaban esperando de él.

– También hay café, si quiere.

– Bueno -dijo Etchenaik masticando sentado en la cama, pensando cuánto duraría tanta hospitalidad.

Duró poco.

– Venga, Etchenique -y lo arrastraron con persuasiva firmeza hasta la silla-. No hagamos más teatro: cuenta todo, prolijo y completito. Sin cancherear, que no le da el cuero. Queremos saber qué hacía metido entre la gente del turco Kasparian, por qué la cana no lo tocó la noche del asesinato de Chola, qué tiene que ver Marcial Díaz con todo esto y con usted y… qué busca, en el fondo. Si es cana, agárrese.

– Me extraña que no sepan olfatear la cana. Alguna vez tuve olor a tira pero me bañé seguido durante los últimos veinte años. Pero eso no hay forma de comprobarlo… De lo demás, no les voy a contar nada porque cualquiera que haya leído novelas policiales sabe que los detectives privados jamás deschavamos a nuestros clientes. Así que no voy a decir para quién trabajo. En cuanto a la piba que les preocupa, nos ayudó contra los de la droga, y ellos la mataron cuando nos separamos, al huir. No sé nada de ella. Marcial Díaz era un… -vaciló, al final se calló.

– Mire esto. Es el «Clarín» de hoy domingo.

Y le pusieron delante de los ojos un recuadrito de la página de Espectáculos firmada por Jorge Göttling: «Otra pérdida para el tango: murió Marcial Díaz».

58. Sanos consejos

La nota tanguera -un recuadrito con una foto vieja de Marcial en la época de Rotundo, el micrófono cuadrado y grandote como en el balcón de Perón, el nombre de la radio en las alitas- estaba al pie de página. El periodista, el alemán Göttling, un tanguero que Etchenaik conocía bien porque no laburaba de viuda y tenía el paladar abierto y sensible, hacía una repasadita amistosa por la trayectoria de Marciaclass="underline" Tanturi, Rotundo, Maderna, la etapa de solista y lo que llamaba «el temprano retiro, llevado por un pudoroso concepto de lo que debía ser su imagen».

Los enmascarados eran un auditorio mudo y atento que lo miraba leer, esperaba sus reacciones como si fuera una rana sacudida por la corriente. Sin embargo Etchenaik no se conmovía por una muerte que había visto embarrada y encadenada, reventada de dos balazos íntimos. Sólo se sentía libre y hecho por unas cortitas frases que iniciaban la crónica, cumplían con una promesa de honor: «Se informó que en un accidente de tránsito ocurrido el miércoles pasado en horas de la madrugada falleció Marcial Díaz. La demora en su identificación se debió a la ausencia de documentos en poder del occiso, que vivía solo desde hacía unos años. Los restos serán velados…»

El veterano bajó el diario y tenía otra cara que la que sin duda esperaban de él.

– Bien -dijo.

– ¿Lo sabía?

– Sí.

– ¿Por qué la cana miente, oculta que lo amasijaron?

– Porque no tenía nada que ver con todo ese asunto: estaba ahí de pedo nomás y la ligó.

– ¿Era amigo suyo?

– Lo vi dos veces. -Se rectificó-. No, tres.

De pronto se decidió y se puso de pie, como si estuviera dando una conferencia de prensa, un reportaje. No era un secuestrado sino el dueño de la situación pese al pómulo reventado, la nariz sangrante.

– Ustedes están equivocados, no entienden nada: Chola y Marcial eran amigos pero evidentemente no estaban ahí metidos entre esa gente por lo mismo. Qué hacía la Benítez ahí, lo saben ustedes. Qué hacía Marcial, lo sé, o creo que lo sé, yo… Y no lo voy a decir. La cuestión es que los descubrieron y los mataron a los dos. A ella casi pude salvarla yo la noche de Caminito, pero no pudo ser. Con Marcial llegué más tarde todavía, pero al menos pude probar que la cama que les habían tendido a los dos era falsa y salvarle el nombre, una cosa que algunos todavía tenemos en cuenta.

El Llanero Solitario estaba recostado en la cama del prisionero, lo miraba pasearse:

– ¿Y la novela cómo sigue? Si se fija en el mismo «Clarín» unas páginas más adelante, Philip, va a ver en las Policiales que con dos o tres detenidos sin importancia han hecho una historieta bárbara los amigos suyos de la cana. Pero de los peces gordos ni se habla. Ni de Kasparian siquiera… Con todo este despelote sólo ha conseguido espantar a los grandes.

– La Tía Pocha.

– Eso es… Y Fredy Sanjurjo. Nos costó un año de laburo arrimarnos tanto para que todo se fuera a la mierda.

Era la segunda vez que le tiraban ese nombre y Etchenaik tampoco esta vez acusó recibo.

– Para mí, la novela sigue: hay mucho por hacer.

Hubo un silencio en que alguno tosió, respiraciones entrecortadas. El veterano sintió que desde la charla con el Llanero todo había cambiado.

– Prepárese, que lo vamos a largar.

Era una voz nueva, femenina. Como a coro, el resto de la gente se abrió y otra mascarita, la dueña de la voz y de un pasamontaña rojo que le dejaba sólo los ojos claros y serenitos expuestos al aire.

– Sabemos todo, Etchenique. Se salvó por no mentir. Ahora, escuche un sano consejo: quédese quieto, no joda ni se meta porque entorpece todo.

Y el Pato Donald se acercó con una bolsa en la mano.

59. Volver

Le pusieron una bolsa de arpillera en la cabeza y alguien le acercó otra de polietileno a la mano.

– Agarre -dijo una voz-. Sus documentos y el revólver. Está descargado.

Lo dejaron solo unos minutos y cuando volvieron lo llevaron de la mano, como a un escolar. Primero caminaron por lugares estrechos, en que tocaba las paredes con ambos hombros. Después subió dos o tres escalones y en seguida estuvo a la intemperie. Le ordenaron tirarse al suelo en un piso de tierra y le sujetaron las muñecas con esposas. Luego caminó unos pasos sobre baldosa acanalada con las pelusas de la bolsa jugueteándole en la nariz.

– Agáchese y entre -le dijeron.

No obstante la advertencia se golpeó la frente contra el borde de una puerta de automóvil. Lo empujaron y quedó acurrucado con las rodillas contra el pecho. El auto se puso en marcha.

Al rato, una voz distinta de todas las que había oído le ordenó levantarse. Le sacaron las esposas, le descubrieron la cabeza.

– Pórtese bien -dijo el que manejaba mientras el otro le apuntaba a la cabeza-. Ahora nos vamos a detener. Se baja por la puerta de la derecha y se tira al suelo. No se mueva hasta que hayamos doblado. Nosotros le estaremos apuntando continuamente, así que no se haga el loco.