– Bien, señor.
El rubio caminó cinco metros hasta un escritorio donde un hombre de manos pequeñas y cara de niño gordo y tonto lo escuchó y después miró a Etchenaik. El gordito se levantó y caminó con pasos cortos mientras el veterano se apantallaba levemente con el cheque.
– ¿En qué puedo servirle? -dijo el funcionario con voz extrañamente grave y adulta.
– Inspector Cerqueiro, de investigaciones -dijo Etchenaik repitiendo el gesto evasivo del carnet-. ¿Qué le dice esto?
Dejó el cheque sobre el mostrador y lo hizo girar con un dedo. El otro lo miró sin tocarlo.
– Es muy burdo -dijo después de un momento-. El doctor Huergo ya nos había avisado hoy temprano.
– Lo sé. Por eso estoy acá. ¿Pasaron alguno?
– No. El doctor denunció este solo…
– Está bien. -Etchenaik, con gesto brusco, volvió a guardar el rectángulo rosado-. Creo que ya tenemos al hombre.
Apuntó con el índice al pecho del contador.
– Esté atento; puedo necesitarlo.
– Puede contar conmigo inspector -dijo gravemente el cara de niño.
Y Etchenaik se fue silbando bajito, tapando los violines.
En el bar de la esquina había un teléfono público con tres mujeres enfiladas frente a él. Esperó leyendo la quinta. A la altura de Lindor Covas pudo disponer del aparato. Disco rápidamente y esperó.
– Clarín -dijo una vez neutra del otro lado.
– Con Schwartzman, por favor.
Tuvo que repetir el apellido agregándole los dos nombres y la sección. Así tampoco.
– Le dicen Sin Cruz -precisó.
– Ah.
Hubo ruidos de conexiones, timbres que sonaban opacamente.
– Habla Schwartzman, ¿quién es?
– Etchenique.
– ¿Qué tal hermano?
– Bien. Necesito hablar con vos, hoy.
– Todavía no cobré.
– No es joda… -dijo el veterano-. ¿Conoces algo del Dr. Mariano Huergo?
Hubo unos ruiditos de complicidad, chasquidos de boca de quien se dispone a morder y tiene hambre y la comida es rica.
– Lo suficiente como para escribir su elogio fúnebre o hacerle un escándalo en veinticuatro horas. Es guita en serio esa.
– Es lo que necesito. ¿A qué hora?
– A las siete estaría bien.
– A las siete, entonces.
Tenía tiempo de sobra. Pidió la guía y buscó: Huergo, Mariano
83. El Sin Cruz
Había una lista larga de Huergos en la guía. Los anotó a todos. Las oficinas de don Mariano estaban en Diagonal Norte al quinientos. La que sería su casa particular era por Palermo. Cuando intentó volver al teléfono las señoras se habían multiplicado y decidió que era hora de ir a buscar el auto al taller; el gallego le había asegurado que Garibotto cumpliría su promesa de tenerlo para la tarde. Era cumplidor, Garibotto.
El taller quedaba en Córdoba y Agüero. Hizo el viaje en el 29 y estaba tan abstraído que no prestó atención a los carros de asalto estacionados en Callao o los patrulleros que aturdían por Pueyrredón rumbo a Once.
Garibotto lo saludó desde abajo de un Fiat 128 que tenía más chapas rotas que sanas.
– Puedo esperar un rato. Si quiere voy y vuelvo -dijo Etchenaik.
Recién el otro mostró la cara asomándose por debajo del paragolpes.
– Buenas tardes, ¿cómo le va? -tenía una gorra de color y forma indefinidos y la grasa lo cubría como una película protectora-. Ya estoy con usted. El auto está allá, en el fondo. Listo.
Etchenaik caminó bajo el techo abovedado hasta encontrar el Plymouth profusamente maquillado de color ladrillo. Tenía el capot todavía levantado y había algo de indecente en eso, como la boca desdentada de una mujer vieja, demasiado pintada. Bajó pudorosamente la chapa articulada, se subió y empuñó el volante, la mirada en las manchas que había dejado en el parabrisas la lluvia de días atrás en Chacarita. Se quedó un rato así, pisoteando los pedales como un pibe.
– Sáquelo, señor Etchenaik -era Garibotto golpeándole el vidrio con las uñas sucias y crecidas.
– Se lo dejo a usted… ¿Me permite usar el teléfono?
– Vaya nomás… Ahí adelante, en la oficina.
En el estrecho cuartito que Garibotto llamaba su oficina, rodeado de vidrios engrasados, Etchenaik disco con la mirada fija en el almanaque en que una chica trataba de demostrar que era lo más natural del mundo estar sentada en pelotas sobre una pila de neumáticos Pirelli.
– Estudio -le informaron.
– Con Huergo, por favor.
– El doctor está ocupado. ¿Quién le habla?
– El fiscal Etchenaik. Es urgente, señorita.
– Un momento.
Se escuchó el teclear de máquinas, los lejanos bocinazos de un semáforo de Diagonal Norte.
– Hola, ¿quién es? -la voz sonó urgente pero emparedada entre el almidón y la corbata.
– Habla Etchenaik.
– Ah, usted… ¿Qué quiere?
– Tenemos que hablar.
– Cambia pronto de opinión.
– Las cosas pasan bastante rápido, últimamente. Hay algunos que se creen muy rápidos, también.
Se hizo una pausa de esas que un hombre demasiado ocupado no puede soportar. Uno demasiado estúpido, tampoco.
– Bueno, ¿qué quiere hablar?
Etchenaik le hizo unos finos bigotitos a la chica de Pirelli y se dedicó a transformar el año del almanaque en un 94 que, pensó, nunca vería.
– ¿Ahí o en su casa? -dijo de golpe.
– En casa… A las nueve y venga solo.
Tuvo la precaución de alejar el tubo para que el golpe no lo aturdiera.
La redacción de Clarín tenía el aspecto moderno y desolado que le daban la luz blanca y los muebles metálicos. David Schwartzman lo divisó desde lejos y se vino sonriendo, alto, avanzando con soltura en mangas de camisa. Los anteojos de vidrio suspendido brillaban al pasar bajo los fluorescentes. Cuando estuvo junto a Etchenaik lo tomó de la cintura y ambos sonrieron como ante una cámara cuando jugaban al básquet en Macabi.
– Hola, Caña… Vení por acá.
– Sin Cruz, ¿tenés eso para mí?
– Huergo, Mariano, abogado… Mirá que es largo, eh.
84. Libertador para allá
David Schwartzman, el Sin Cruz, lo llevó hasta una habitación con paredes de vidrio en un extremo de la redacción, una especie de cabina gigante de teléfonos, un serpentario tal vez, aislado por cortinados verdes.
– Acá podemos hablar tranquilos, Caña.
Etchenaik oía dos o tres veces al año ese sobrenombre en labios de lungos desgarbados y judíos, los mismos que hacía cuarenta años compartían con él vestuarios y saltos en la llave, esas fotos viejas en fila decreciente de los equipos de básquet con jugadores engominados y de bigotitos: Macabi, primera división.
– ¿Qué tal vos? -dijo cuando se sentaron.
– Jodido pero sigo -dijo el otro levantando los anteojos, clavándose el pulgar y el índice en las órbitas mientras arrugaba la cara-. Me pasaron al archivo… No, no me archivaron a mí. Laburo ahí.
Etchenaik sonrió.
– ¿Recibiste mi tarjeta a fin de año?
– «Etchenaik Investigaciones Privadas»… ¿Todavía no te metieron un chumbo, inconsciente?
– Lo estoy buscando. Tal vez el Dr. Huergo…
– Contame.
En cinco minutos le contó dos días, le mencionó los apellidos Berardi, Huergo, Paz Leston, Sayago, le habló de cúpulas y metalurgias, campos y extorsiones. Le dijo todo.