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– Qué lindo -fue el comentario final de Sin Cruz-. Con lo que yo te pase no vas a ir desarmado esta noche. Anotá.

Cruzó Libertador y entró en el laberinto de calles estrechas y arboladas con la certeza de que acabaría equivocándose de casa, tratando de explicar en la seccional más cercana su presencia en el jardín de la embajada de un país nórdico.

En una esquina que se abría a tres posibilidades, un hombre le explicó que la calle Castex era la que transitaba, que se había pasado una cuadra del lugar donde quería llegar. Giró en redondo.

La noche se apuraba allí, en ese pedazo de Buenos Aires que no se podía ilustrar con música de tango; no contaminado de comercios ni kioscos ni colectivos; un barrio con años bacanes sin descascarar la piedra, sin podar los árboles, sin huellas de la historia en las pintadas callejeras. La noche caía natural ahí, sin oposición, como en la estancia. Y la casa tenía algo de eso.

Se acercó despacio y estacionó entre un Mercedes negro y un Peugeot blanco levemente manchado de barro. La prestigiosa verja remataba en dos globos de luz del tamaño exacto para no desaparecer entre las enredaderas que los acosaban.

Desde el jardín, el frente de piedra irregular que alternaba con la madera oscura no tenía aspecto definido. Era una casa de dos plantas pero existía una zona imprecisa en la que se abrían pequeñas ventanas enrejadas, posibles entrepisos. Había árboles altos y rumorosos.

Apretó el timbre y esperó un momento. Hubo un levísimo sonido metálico, un roce, y sintió que lo observaban por la mirilla.

– ¿Qué desea? -la voz era de mujer.

– El doctor Huergo me espera. Dígale que está el fiscal Etchenaik.

El ojo desocupó la ranura y el veterano aprovechó para constatar la dureza del revólver en el hueco de la axila. Casi inmediatamente la puerta se abrió dejando semioculta a una mujer con uniforme de mucama que lo hizo pasar y en seguida desapareció. Se quedó solo en una habitación mal iluminada, cargada de muebles, cuadros, objetos de arte. La luz apenas llegaba a los rincones.

– Por aquí.

La mujer habló casi a su lado, con brusquedad. No la había oído entrar. Entre banquetas y vitrinas arrimadas a la pared, el pasillo por el que lo condujo era un sendero estrecho y zigzagueante. Al fin la mucama abrió una puerta, lo dejó pasar.

Estaba en una salita de tres por tres, sin ventanas, con un acondicionador de aire sutil, inexistente, y con dos sillones, una mesita y un escritorio antiguo de ésos de tapa corrediza y un montón de cajoncitos inútiles. Mariano Huergo estaba sentado en uno de los sillones, lo miraba a través del humo que salía de una pipa curva y llena de dibujos.

– Buenas noches, Etchenaik.

85. El avión rosa

Con las manos en los bolsillos, junto a la puerta, Etchenaik permaneció de pie, tomándose tiempo.

– Adelante, siéntese… -condescendió el abogado.

El veterano fue y se sentó en el borde del sillón libre. No dijo una palabra. Lo miraba.

– Diga todo lo que tenga que decir, rápido -se encrespó el otro.

Don Mariano había perdido algo de su rigidez, pero no obstante el pañuelo al cuello y el saco sport de hilo azul, sus ademanes tenían la soltura de un soldadito de plomo. Ahora chupaba fuerte de la pipa, le exigía algo que ella no podía darle.

Etchenaik encendió un cigarrillo, se acodó en sus rodillas y tardó todavía algunos segundos más en comenzar.

– Le vine a decir que no se preocupe por mí -dijo lentamente-. Cuando llamé esta tarde pensaba otra cosa, estaba amargado por esa maniobra boluda del cheque -la pipa tembló suavemente y el humo azulado dejó de ser una columna armoniosa para convertirse en una torpe nube que desdibujó la cara del abogado.

– En ese momento tenía ganas de joder, de escarbar en este asunto.

– Acabe de una vez.

– Recién, en el auto -prosiguió imperturbable, casi confidencial- pensaba qué juego yo en todo esto. ¿Vale la pena que me gane la enemistad de cierta gente sólo por unos sucios pesos? Me contesté que no.

Metió la mano en el bolsillo, sacó el cheque y manipuló con él sobre la mesita mientras hablaba.

– Pero tampoco es justo, pensaba yo, que porque uno cumple su tarea profesional con esmero haya quien intente joderle la vida… Por eso he decidido cortar por lo sano.

Etchenaik se irguió, caminó dos pasos hasta el escritorio y se dio vuelta. Había hecho un simpático avioncito de papel color rosa y con él apuntaba al estático doctor Huergo.

– Tome su mosca voladora, don Mariano -dijo, y el avioncito en suave parábola atravesó la habitación y fue a estrellarse en el hombro del abogado, que no se movió.

– No quiero complicaciones -prosiguió Etchenaik-. A mí me gustan los asuntos simples, claritos; cuando sé qué debo hacer y para quién estoy jugando. Pero en este caso, no. Hay demasiados intereses en juego y tengo miedo de quedarme en el medio. Además…

Se detuvo teatralmente y esperó para seguir, como quien tira piedras en el agua quieta y las mira hundirse lentamente.

– Estoy preocupado en serio por el chico.

– ¿Qué quiere decir?

– Esta tarde, después de que su prima se fue, estuve a punto de encontrarlo.

– ¿Y qué pasó? -el doctor Huergo llevó la mano a la pipa.

– Me lo robaron, llegaron antes que yo.

– ¿Quiénes?

Etchenaik, arrastró un cierto cansancio, acaso fingido.

– No sé. Y ahora ya no me interesa. Lo que lamentaría es que al pibe le pasara algo.

Don Mariano se puso de pie.

– ¿Dónde estaba?

– Tucumán y Talcahuano, una cúpula -Etchenaik buscó los ojos del abogado, pero ahí no había nada-. Y hablo porque el asunto ya no me interesa… Esto mismo se lo diré a Berardi. Reviéntense entre ustedes.

Huergo lo miró un instante en suspenso, como si sintiera descender un hueso atascado en su garganta.

– ¿Es todo lo que vino a decir?

– Sí.

– Entonces, váyase.

Etchenaik cruzó frente al otro y se instaló en el sillón. Sacó un nuevo cigarrillo, cruzó las piernas.

– ¿Tiene fuego?

– Váyase.

– Don Mariano -dijo guardando el cigarrillo-. Todavía tenemos que hablar de plata.

Afuera sonaron las sirenas de los autos policiales atravesando la noche.

86. Trapos sucios

El pulgar de Etchenaik señaló por encima de su hombro el barullo de las sirenas, la calle en general, Buenos Aires, el país. Dejó que ese gesto hablara vagamente por él.

– Fíjese cómo están las cosas, abogado. No hay tranquilidad ni estabilidad en ninguna parte. La gente no tiene plata; yo también tengo que velar por mi negocio… ¿Quién me paga los dos días de laburo?

– Usted es una porquería.

– COFADE -dijo Etchenaik como quien enciende una mecha.

El humo de la pipa se alteró por segunda vez en la noche. La línea de la mandíbula se dibujó neta y rígida.

– COFADE, Río Cuarto, 1969… -la mecha encendida corría por el piso, chisporroteaba-. ¿Sigo? No es que me interese el asunto pero me he puesto al tanto de un montón de asuntos esta tarde.

– Cuídese -don Mariano echó mano al bolsillo, sacó la billetera y la entreabrió-. ¿Cuánto quiere?

– De ahí, no.

– ¿De dónde?

– Quiero otro igual al avioncito, en blanco. Si quiere le hago también un recibo, en blanco por supuesto, para que después le pase la cuenta a Nancy, a su prima.

El otro no dijo nada. Sacó la chequera, firmó uno, le puso la fecha y lo dejó sobre la mesita. Se levantó y abrió la puerta.