Fretes no lo dejó continuar.
– Me trajo él. Yo no sé quién es usted ni qué pasa. A veces el doctor nos encarga trabajos chicos y los hacemos, pero no tenemos nada que ver.
– «¿Tenemos?»
– Yo y mi hermano.
Recién entonces Etchenaik recordó al otro petiso, el desembarrado en Corrientes y Riobamba.
– ¿Qué tenía que hacer hoy tu hermano, Fretes? -y ya adivinaba la respuesta, la temía.
– No sé… Creo que asustar a una mina. Nada que ver con usted.
Etchenaik casi saltó por encima del escritorio, lo arrastró en su impulso.
– ¿Qué mina, hijo de puta? ¿Qué mina?
Se tiró sobre él, lo arrojó al piso y lo puso boca abajo.
– Quieto, carajo, que tengo apuro.
Abrió el cajón del escritorio, sacó unos pedazos de cable añadido y poniendo la rodilla en la espalda del prisionero lo obligó con la mano a doblar la cabeza. Le hizo girar la corbata, se la sacó y con ella misma lo amordazó. Después le ató los brazos atrás con el cable.
– Vamos a buscar a tu hermano, Fretes… -dijo-. Si seré boludo de no darme cuenta antes.
El petiso forcejeaba sin convicción, entorpecía los trámites finales. Más que defenderse, se vengaba sutilmente. Etchenaik le dio un piñón detrás de la oreja para convencerlo de que debía colaborar y lo enderezó de dos tirones.
– Vamos para allá -dijo-. Y espero que no haya pasado nada porque te juro que los amasijo a los dos.
En ese momento oyó el ruido del picaporte a sus espaldas; después, la puerta que se cerraba.
– Suelte el arma, Etchenaik. Le estamos apuntando.
Cuando giró se sorprendió. El que le apuntaba no era petiso ni estaba trajeado ni llevaba una contundente corbata de colores. Al contrario. La media que le cubría la cara hacía juego con la remera marrón. El fusil FAL que tenía en la mano no hacía juego con nada.
– No… No jodan ché -dijo Etchenaik-. Tengo que hacer, viejo, no me vengan ahora con el replay de lo del otro día. No…
Pero no había nada que hacer.
89. Demasiados fierros
La luz del techo, demasiado baja, dividía la habitación en dos mitades superpuestas. El que había hablado caminó dos pasos y se colocó en medio del círculo iluminado. Etchenaik y su compañero habían quedado seccionados por el límite de la sombra. Las manos caídas a los costados del cuerpo del veterano entraban en la luz; el revólver, colgado de su índice, brillaba.
– Suéltelo y camine -dijo el de la media en la cabeza con voz bien modulada y prolija.
Etchenaik descubrió dos pares de pies más en la semipenumbra de la puerta.
– No entiendo -dijo-. Por qué otra vez yo… Estamos en otra historieta, ahora.
– Queremos conocer mejor al tío de Vicentito, al tío del campo. Sabemos que no viajó a Santa Rosa.
El del FAL hizo un gesto con el arma.
– Vamos, tire el revólver y acérquese. ¿Quién es ése que está ahí?
El veterano hamacó el arma en la punta del índice y la arrojó al pecho del que estaba frente a él mientras tiraba el manotazo para agarrar el caño del fusil.
Como la vez anterior, no tuvo suerte. No llegó a tiempo. El de la media levantó el caño con una puteada y lo descargó vigorosamente contra su hombro.
– ¡Quieto, imbécil! -gritó.
Sintió el dolor y se fue de costado, tambaleándose. En el entrevero los dos de la puerta se le abalanzaron y uno lo retuvo por el cuello mientras el otro lo palpaba de apuro. Hubo un ruido de puerta a sus espaldas, empujones y la carrera por el pasillo, los gritos.
– ¡Déjalo, no le tirés! -ordenó el que lo acogotaba.
Comprendió que Fretes había aprovechado la oportunidad, escapaba como podía escaleras abajo, entorpecido por el miedo, la oscuridad, los escalones trabucadores y el cable añadido que le retenía los brazos.
– Agárrenme a ése, no me lo dejen ir… -se desesperó.
– Tranquilo, botonazo. Tranquilo. Quédate quieto ahora, que el que tiene que contestar algunas preguntas sos vos.
Lo dieron vuelta, lo pusieron en el centro del sillón doble, se instalaron en su escritorio: el de la media sentado, el Pato Donald de pie cerca de la puerta; no estaban ni el Llanero ni la mina del último día de su secuestro anterior. Sintió minuciosamente lo mismo que habría experimentado su prisionero minutos antes. Al pensar en él, recordó al otro enano, a Alicia y Marcelo a su merced.
– Escúchenme, es urgente: dos tipos pueden matar a mi hija, secuestrar a mi nieto, cualquier cosa.
Nadie lo oía. El Pato Donald le alcanzó al de la media un rectángulo rosado que Etchenaik inmediatamente reconoció. El otro levantó la mirada.
– Así que laburabas para ellos nomás, hijo de puta… Te aseguro que hasta el secuestro de Vicente en la cúpula todavía había dudas. Siempre podías ser un chabón que trajera a la cola al resto. Pero estás a sueldo… ¿Qué cifra pensabas poner?
Etchenaik comprendió que no había nada que hablar por ese lado, que estaba todo cruzado, confundido, que se mezclaban personajes de dos historietas, que él era el único que pasaba de una a otra pero sin saberlo. Se sintió repentinamente fastidiado, harto.
– Demasiados fierros para mi gusto -dijo provocador, señalando las armas largas, desmesuradas en ese cuarto chico, esa presa menor y poco deportiva que era él mismo.
– Me tienen repodrido con sus misterios y sus capuchas. No entiendo un carajo pero no quiero que me fajen de nuevo o que le pase algo a mi hija: les digo todo lo que sé.
– Hable, tío -dijo Donald-. Después veremos.
90. Agítese antes de usar
La promesa estaba echada, como la suerte. Etchenaik debía hablar si quería ganar tiempo, perder golpes, avanzar en cierto sentido dentro de esa maraña. Recordaba que en alguna novela de Spillane o de Charles Williams el protagonista, confundido entre bandos e intereses que desconoce, empieza a morder y lamer manos al azar, no apostando ni siquiera a la intuición sino apenas al deseo animal de entender algo, escapar o saber al menos de quién debe defenderse.
– Hablaré -dijo teatralmente.
– Eso. No se agite antes de pensar.
La voz del tercer encapuchado volvió a recordarle aquélla que había oído en el departamento de Boedo y en algún momento del largo fin de semana encanutado: el mejicano. Se prometió secretamente que le reventaría los bigotazos alguna vez; los bigotazos y sus aledaños.
– Vamos… Empecemos por la historia del tío.
Y habló, dijo todo lo que sabía, inclusive tiró hipótesis, aventuró conexiones, mezcló intereses, los involucró a ellos mismos en una teoría que improvisó sobre la marcha pero que tenía la coherencia de lo disparatado y novelesco.
– ¿Por qué te llamó a vos el viejo Berardi?
– Es una buena pregunta.
Lo era. Estaba en la base de la cuestión, como la piedra que sostenía todo aquello, enredo incluido.
– Es lo único que conecta, además de ustedes, el caso de Marcial con este despelote… No entiendo, compañeros o lo que sean. No puedo saber si Berardi estaba al tanto de qué hacía Vicentito o suponía que yo lo sabía antes por conocerlos a ustedes. No lo sé, no me lo pregunté, no me interesa. Yo les repito lo que le dije hace un rato al hijo de puta de Huergo: me borro, arréglense entre ustedes, sean los bandos que sean. Pido una única cosa: proteger a mi hija. No me da para más la solidaridad, que hasta los lazos de sangre. -Se detuvo-. Es una buena frase.
– Vas a tener que venir con nosotros, botón -dijo el Pato con la pistola cerca de su sien.