Se sintió rodeado por más armas que gente, una densidad de violencia excesiva, capaz de desencadenarse en cualquier momento.
– Voy, pero ayúdenme a cazar al otro Fretes. A ustedes les conviene: es un hombre de don Mariano.
– Lo siento mucho -dijo el de la media con el tono del locutor que saca del concurso al participante número cuatro que contesta sobre los fenicios y no sabe dónde quedaba Sidón-. Lamentablemente no nos queda tiempo para otra cosa. Simplifiquemos.
Y en ese momento, precisamente, se cortó la luz.
– ¡Cerrá la puerta, Pato! -gritó el mejicano.
Etchenaik se movió hacia la puerta de la mampara que daba a su cuarto. Había un revólver bajo la almohada. Pero el arma en manos del de la media fue más rápida. Hizo un disparo alto, nervioso, intimidatorio, que reventó sobre la cabeza del veterano y lo paralizó.
– ¿Qué hacés, animal? ¿No ves que es un corte de luz nomás? Si igual no puede escapar -gritó el mejicano.
Etchenaik se jugó la heroica y comenzó a gemir y a retorcerse.
– ¿Qué le pasa a ése, Pato? Si no le pegué…
Los gemidos continuaron en la penumbra, el cuerpo cayó al piso, rodó.
– Guarda que te puede madrugar… Déjalo ahí, no te acerqués, patealo. Patealo y vas a ver…
Etchenaik le manoteó el tobillo al que se acercó y mientras tironeaba sintió el grito en el pasillo:
– ¡No es un corte, hijos de puta!… No es un corte. Están atrapados, señores. Etche, salí que no te van a hacer nada. ¡Salí!
El gallego. Era el gallego providenciaclass="underline"
– ¡Tomen, mierda!
Y disparó.
91. Fogonazos
Hubo treinta segundos de fuegos artificiales. Cinco, siete tiros con sus respectivos fogonazos. El gallego, desde el pasillo, tiraba y no dejaba de hablar, gritaba, negociaba de apuro.
– Déjenlo salir y rajen… ¡En cinco minutos más está la cana acá!
En medio del estruendo, Etchenaik se arrastró hacia la mampara y en seguida se oyó un portazo.
– ¡Guarda con el otro, que se metió en la pieza! -dijo el Pato, que era el más cercano.
Mientras el gallego volvía a disparar a los gritos, los mantenía a raya, el veterano se apoderó del revólver.
– ¡Ahora van a ver, hijos de puta! -dijo enfático, ostentoso.
Un disparo que se clavó sobre su cabeza lo acurrucó junto a la cama.
– Hay que salir ahora, como sea -dijo el de la media.
Etchenaik apeló a su miedo, al sentido común, a una necesaria racionalidad agarrada con alfileres, semi intoxicada por el olor de la pólvora:
– No van a salir los tres, mascarita… Somos menos pero están flanqueados. Y ya hay ruido de cana en la calle. Si intentan pasar, con suerte se salva uno. No les conviene.
– No dejaremos las armas, Etchenaik -moduló casi tembloroso el mejicano-. Al contar cinco vos y yo prendemos los encendedores y nos paramos, con las armas a la vista; vos ahí en la puerta y yo detrás del escritorio. Después, los otros.
– De acuerdo.
– Cuento yo -gritó el gallego muy cercano en la oscuridad.
– Cuente. Despacio.
– Uno, dos, tres, cuatro y… cinco -dijo Tony ansioso, casi veloz.
Hubo dos chasquidos, un resplandor en el suelo cerca del escritorio, otro intento infructuoso tras la mampara, una puteada breve y después de otro chasquido, el resplandor.
Lentamente, las dos llamitas se fueron irguiendo.
– ¡Guarda con lo que hacés, botonazo! -amenazó entre dientes el de la media.
Etchenaik apareció en la puerta del cuartito con el encendedor vacilante y la otra mano armada, separada del cuerpo. El encapuchado estaba tras el escritorio como un cura que lee las Escrituras en el altar con los brazos en cruz.
En la pequeña claridad se veía ahora al Pato tras el sillón grande, al mejicano pegado al fichero.
– Ahora los demás -dijo el de la media-. Salen y se muestran.
– Cuento yo -parpó Donald.
Los cinco números cayeron ahora pausados mientras había ruidos en el edificio.
Cuando dijo «cinco» el gallego dio un paso lateral, salió de atrás de la puerta con los dos revólveres levantados, a lo Wyat Earp.
– Bueno… -dijo-. Ahora, salgan rápido.
– Un momento -se cruzó Etchenaik cuando los otros tres ya habían dado un paso al frente-. No vayan por ahí. Hay una escalera de servicio al final del pasillo. Desde las ventanas del palier del primero pueden saltar al techo de al lado y rajar. La cana ya debe estar entrando.
Los tres giraron. Las caras cubiertas no decían nada. Había algo que sumaba la ferretería, los ojos solos sin contexto, el gesto decidido. Todo eso no alcanzaba para decir una palabra. No la dijeron. Ni ésa ni otra. Salieron ruidosos hacia el fondo del pasillo, sus últimos ruidos se mezclaron con los primeros del ascensor, y en la escalera general. El gallego fue al pasillo y giró la llave de la luz.
Dos minutos después, la dotación de un patrullero estaba dentro de la oficina.
– ¿Qué pasó acá? -dijo el que entró al final.
– Nos atacaron y nos defendimos -dijo Etchenaik sin mentir.
– ¿Quién?
– Uno perdió un documento y yo le puedo dar una dirección. Tome.
Y la cédula de Oscar Fretes, nacido en San Martín el 18 de octubre de 1938, cambió de mano.
92. Al mazo
– A Alicia no la tocó -decía a la mañana siguiente de una noche sin dormir, muy transitada de sirenas y autos de todos los colores, de hermanos perversos, de abogados con mala leche.
– Por suerte a Alicia no la tocó el hijo de puta, y a Marcelino tampoco -repetía como obsesionado, el pelo todavía húmedo por el baño reciente, algún moretón más.
Estaban en un bar de Rivadavia y Moliere, la mañana pasaba rápida y húmeda por la avenida más larga del mundo pero el tiempo de Etchenaik se había detenido en el momento en que llegó con la cana al departamento de su hija en Sarmiento y Riobamba, no encontró sino huellas del paso de Fretes; la histeria de Alicia, la perplejidad de Marcelito, la destrucción sistemática.
– «Para que aprenda a no meterse en lo que no le importa» decía el hijo de puta y rajaba los sillones con el cortaplumas. Tiró la vitrina, partió las sillas, quemó todo lo que encontró en los cajones. Al final los dejó atados y amordazados y se fue. Cuando llegamos hubo que voltear la puerta.
El gallego mojó la medialuna en el café con leche. Esperó un momento más. No sabía si el chorro compulsivo terminaba allí, si iba a seguir escuchando.
– Saben todo -dijo-. Conviene irse al mazo.
– Sí. Todos mis movimientos -pero Etchenaik no habló de mazos.
Tony trataba de reconstruir los pasos de esa noche rarísima, antes y después de que la casualidad y proverbial intuición ibérica lo llevaran a caer en la noche, inesperado y exacto como un telegrama a deshoras, para salvar a Etchenaik a los balazos.
– ¿Los llevaste a lo de Fretes después?
El veterano dijo que no con la cabeza.
– ¿Por qué?
– Lo voy a arreglar yo solo… O con vos, bah -y sonrió tristemente-. La cana no se tiene que meter en esto. Después y en la Jefatura, tuve que hacer malabarismos para que no me retuvieran. Declaré que no sabía quién me había atacado, que podía ser una venganza personal, que hemos tenido muchos casos entre manos últimamente y que suponía que no eran tipos que obraban por ellos sino mandados. Hasta ahí.
– Y de los de la pesada, ¿qué les dijiste?
– Esos no existen. No los vi nunca.