Tony se contuvo. No dijo lo que pensaba. Había demasiadas cosas nuevas, mucha tristeza y amargura, un Etchenaik lejano y reconcentrado.
– ¿Cuándo podremos volver a la oficina? -dijo el veterano.
– No sé. Precintaron todo, pusieron un tipo de guardia… «Váyase a dormir al hotel», me dijo el oficial. La joda va a ser cuando vean los orificios de bala, cuenten los agujeros… Eso no lo pudo hacer Fretes solo, por más que nosotros le hubiéramos contestado.
– Cierto. Voy a hablar con Macías por eso. Tal vez se pueda arreglar.
Había mucho por arreglar. Demasiado. De pronto se había armado un desparramo inconcebible y desde hacía pocas horas las oficinas de Etchenaik Investigaciones Privadas funcionaban precariamente en una casita modesta de patio con malvones, en Villa Luro, más apta para un tango que para escenas de una novela negra.
– ¿Cómo está tu vieja, gallego?
– Bien. Mimosa nomás… feliz de que estemos acá. De más está decir que no le conté el tiroteo. Cree que estamos refaccionando la oficina, o me hace creer que cree. ¿Te fijaste que cuando llegamos hoy de madrugada no preguntó nada?
– No es gil la gallega. Y el pendejo salió a ella. Todavía no me contestaste cómo hiciste para aparecer y salvarme con el séptimo de caballería.
Tony sé paró, miró el reloj. Le puso la mano en el hombro.
– Ahora vamos a morfar. Son las doce menos cuarto y a mi vieja no le gusta que la haga esperar cuando hace canelones.
93. Sobremesa
La salsita estaba liviana, sin picante y con el aceite crudo para no patear hígados muy vapuleados ya por los años y los excesos. Sin embargo, el migoso pan del veterano fue y volvió reiteradamente, en cruz y en óvalo, recorriendo la superficie del plato blanco con dibujitos azules.
– ¿Quiere más, Etchenique?
– No, señora. Muy rico todo.
Había un sifón azul y sonoro en el centro de la mesa cubierta por un mantel a cuadritos, una botella de vino Toro tinto, una quesera de plástico, servilletas haciendo juego con el mantel, miguitas y cascaritas de pan, una frutera con tres naranjas, una viejita gallega y petisa que hacía juego con eso y con la casa y con el barrio de Villa Luro.
Doña Alcira Seijas de García trajo el queso y dulce, recogió los platos, ofreció café que sus huéspedes cambiaron por unos amargos dentro de un rato. Cuando los ruidos de platos en la pileta confirmaron a su vieja en la cocina, Tony contó a un Etchenaik enternecido, cómplice, los mimos y celos de su madre, el capricho casi infantil que lo llevó la noche anterior a buscar un remedio homeopático al centro, a las doce de la noche.
– Si no hubiera sido por eso no habría llegado a tiempo. Vi luz al pasar y quise saber qué hacías, si estabas con alguien… ¿Vos crees en esas cosas?
– ¿Qué cosas?
– Esas casualidades o como sea. Te salvó mi vieja.
– Me salvaste vos, gallego.
Estaban en el patio de los malvones y la parra, en los sillones de esterilla, el cigarrillo humeando. El silencio era real y no sólo la falta de palabras cuando se callaban.
Pero en un momento dado Etchenaik volvió a reflotar todo, casi convulsivamente, otra vez. Iba y volvía hablando como un oleaje que no progresara, no hiciera mella en una costa indiferente.
– ¿Quién crees que tiene al pibe? -lo paró Tony.
– No sé. Pueden ser los Huergo, por el auto, aunque no está confirmada la chapa. Puede ser la cana, como dicen seguramente los de la pesada; o lo temen, mejor. Lo que no creo es en la extorsión. No puedo tragarme tampoco las lágrimas de Nancy Reagan.
– Largá todo. Lo llamás a Berardi y a cobrar.
– Es lo que pienso hacer. Después me voy a encargar de ajustar algunas cuentas.
– Te entiendo. No estoy de acuerdo.
– Voy a hablar por teléfono con él. No hay por qué esperar al viernes.
El aparato estaba en el living, sobre las guías de tres años atrás, sobre una carpetita al crochet. Mientras discaba, Etchenaik miraba a través de los vidrios del patio. Prácticamente no tuvo que esperar.
– El señor Berardi, por favor.
– Lo siento, pero el señor ya se retiró.
– Es importante, tengo que verlo ahora.
– Debe estar en la fábrica.
Etchenaik imaginó a la secretaria de mirada bovina junto al conmutador, la voz tan cansada y aburrida como su cara.
– Déme la dirección, por favor, la perdí.
Era cerca de la estación, a tres cuadras de Pavón, sobre una transversal que cambiaba varias veces de nombre y había que tener cuidado de no confundirse.
Colgó y aceptó un mate, un beso de la señora de García que se afligió porque se iba tan temprano.
– Sí, me voy a Avellaneda -le confirmó al gallego que no se había movido del sillón de esterilla-. Pero a la noche me acompañas a desparramarles la cara a un par de hijos de puta.
– Estás loco. Yo cuido la retaguardia -dijo Tony plácidamente, con toda la tarde bajo la parra por delante.
Segunda
94. La mirada de los osos
Al cruzar el puente Pueyrredón, le revisaron el auto. Un oficial de modales corteses e irónicos le dio vuelta al Plymouth como un guante, miró cinco veces la autorización para portar armas que justificaba su revólver, lo dejó ir con un golpecito cargador en el guardabarros trasero que era casi una palmada en el culo.
Por Pavón también había movimiento policial pero la gente andaba con naturalidad. Había pibes subidos a los carros de asalto estacionados mientras los de la guardia de infantería acariciaban distraídamente sus bastones.
Al llegar a la estación dobló a la izquierda en la primera transversal y a las tres cuadras encontró el paredón largo y blanco con dos hileras de alambre de púas. En el extremo del paredón había un edificio también blanco e inexpresivo con tres ventanas altas, rectangulares y un portón por el que salía un camión. En el portón decía Establecimiento Metalúrgico El Triunfo.
En realidad, la fábrica no tenía ese aspecto de monstruo antediluviano echado, con el lomo en escalera y las chimeneas humeantes que recordaba el membrete. Junto al portón había una puerta de vidrio esmerilado con letras negras sobre el gris. Dejó el Plymouth lejos del movimiento de los camiones y entró. Era un ambiente chico con dos sillones metálicos, la mesa de entradas vacía y una escalera empinada a la derecha, con recodo rápido que la volvía casi sobre sí misma.
Subió haciendo ruido en los escalones de madera y a la mitad de camino sintió que alguien había advertido su presencia. Al levantar la cabeza, la primera imagen que tuvo fue la de aquel muñeco descomunal de la propaganda de Michelin: con los pies separados, apoyados en los extremos del último escalón y mirando para abajo con los brazos cruzados sobre el pecho, el Negro Sayago lo miraba con el desprecio y la simplicidad con que deben mirar los osos.
– ¿Qué busca, amigo?
– El señor Berardi -dijo Etchenaik tres escalones más abajo.
Mirándolo bien, el Negro no era tan alto sino que especulaba con la perspectiva y la sorpresa. El veterano estaba ya casi cara a cara con él.
– ¿Y quién es que lo busca?
Como tenía la luz fluorescente a sus espaldas, la voz parecía salir de un bloque indeterminado, formado por el tronco sólido y la cabeza rapada como un astronauta. Sin embargo, nadie podía tener menos cara de astronauta que el Negro Sayago.
– Dígale a Berardi que está Etchenaik.