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– ¿Y para qué es? -y apoyó las manos en la cintura.

– Él sabe -dijo Etchenaik subiendo los escalones necesarios para poner su nariz contra la nariz del otro-. Dígale que es urgente.

– Espere acá.

Cuando Sayago caminó hacia la puerta que estaba a sus espaldas, Etchenaik pudo percibir la cojera leve, que no daba, sin embargo, imagen de deterioro o debilidad sino que agregaba un detalle inexplicablemente temible.

Sayago no reapareció. Fue el mismo Berardi el que asomó una sonrisa desde la puerta de su oficina.

– Etchenaik, es una suerte que haya llegado en este momento -dijo familiarmente-. ¿Cómo anduvo eso?

Se acercó, le apoyó la palma en la cintura acompañando el movimiento.

– ¿Pero qué pasó? -y le señaló vagamente la cara, los magullones y cortes, algo de lo que había recogido en estos días-. Espero que no haya tenido nada que ver con el trabajito ese…

Etchenaik se sintió un boleto viejo encontrado en el fondo de un bolsillo.

95. Orejear la guita

Entraron en la oficina. Se sentaron. Berardi lo observaba sin decir nada. Esperaba. Había una ventana de vidrios grandes y a través de ella se veían las cabriadas que sostenían un techo de cinc. Ruidos metálicos y regulares subían multiplicados por la resonancia.

– Se acabó para mí. No voy a seguir en este asunto -dijo Etchenaik sin disculparse y detuvo la objeción de Berardi con un gesto.

– Anoche tuve suerte -y se señaló la cara-. Pero no estoy seguro de tenerla mañana o esta noche.

El otro levantó las cejas.

– ¿Quién fue?

– No viene al caso. Pero usted no me habló del problema con su mujer y el doctor Huergo. Eso no favorece las cosas.

El hombre gordo ni siquiera pestañeó.

– El mismo día que hablé con usted aparecieron por mi oficina -continuó Etchenaik-. Su mujer y el primo. Querían que les dijera dónde estaba Vicentito pero yo no lo sabía ni lo sé ahora. Me ofrecieron más dinero para que trabajara para ellos, les dije que no y me hicieron una escena con lágrimas y amenazas.

– Me sorprende -interrumpió el empresario-. Me sorprende lo que me cuenta… Pero dígame qué logró averiguar.

Etchenaik se puso de pie, se pasó la mano por la nuca y fue hablando mientras miraba por los ventanales. Contó todo hasta llegar a la escena del Peugeot blanco doblando por Paraná. Allí colocó una decisión drástica e inamovible, producto de la bronca y el desaliento.

– Eso es todo -concluyó con un suspiro, muy viejo o cansado-. Págueme y me voy.

Abajo, en cuatro filas de máquinas se alineaban cuatro filas de hombres. La luz entraba por los ventanales suspendidos en la alta pared de la derecha; los haces de luz recorrían un espacio amplio, varios metros por encima de las cabezas inclinadas y dejaban parches de luz en la pared opuesta.

– Si sabe algo más, dígamelo -insinuó Berardi a su lado-. Plata, hay…

Etchenaik siguió mirando por la ventana.

– Anoche estuve con Mariano Huergo. Le dije la verdad: que no se preocupara por mí, que el asunto no me interesaba. Lo que vino después no tiene importancia para usted, Berardi.

Pero al gordo le interesaba otra cosa, esa sola le interesaba:

– ¿Dónde cree que está, Etchenaik?

– Es probable que lo tenga la policía pero le conviene igual revisar la casa de algunos familiares.

La respuesta pasó a través de los rasgos del empresario como la luz por un cristal, «como el Espíritu Santo por María», pensó Etchenaik.

– Déjese de joder, Berardi -estalló de pronto-. Usted sabe todo. En qué anda su hijo y lo de sus parientes. Lo que me pone nervioso, para no decirlo de otra manera, es no saber de qué juego yo.

El gordo le puso la mano en el hombro.

– Digamos que yo sospechaba algo, Etchenaik. Y que su meritoria gestión me ha sido útil para verificar algunas hipótesis. Perdone el vocabulario muy específico pero no se me ocurre otra forma.

Cada uno volvió a su asiento y poco quedaba por decir que no fuera puteadas, humillaciones o hipocresías. Etchenaik esperó que el gordo eligiera el camino.

– Le daré el doble de lo convenido -dijo Berardi optando por la hipocresía, el trámite veloz y limpio.

– En efectivo, por favor. Tuve experiencias jodidas con cheques y bancos -dijo el veterano sin agradecer.

– Como quiera.

Vicente Berardi echó mano a una billetera voluminosa con ángulos dorados y entreabrió los pesos como quien palpita una mano de truco. Había mucho para orejear ahí.

– Lo siento -dijo finalmente, mintiendo sin disimular-. No tengo efectivo aquí. Será mejor que lo atienda el señor Sayago.

Con las últimas palabras señaló el ángulo derecho de la habitación. Sentado en un sillón junto a la puerta, y quién sabe desde cuando, estaba el ex boxeador desparramado pero firme como una gota de lacre.

96. El aire del interior

Al verse señalado por su jefe, el Negro Sayago le dedicó a Etchenaik una de sus mejores y únicas sonrisas. El veterano paseó la mirada de uno a otro, se quedó en el empresario. Berardi empezó a armar una rápida retirada.

– Ha sido un placer, Etchenaik. Y discúlpeme. He de salir ya.

Cerró un portafolios que había aparecido imprevistamente entre sus manos con la expresión de alivio de quien acaba de romper con una amante vieja y pedigüeña. Le extendió la mano.

– Lo tendré en cuenta para una nueva oportunidad. Gracias.

Retiró la mano apenas Etchenaik la estrechó y salió por la puerta como si se tirara en paracaídas. Sayago fue tras él.

Cuando se quedó solo, Etchenaik volvió a caminar hasta la ventana. Abrió una de las hojas y el sonido monocorde de las máquinas creció pleno. De pronto se oyó el timbre agudo y largo, y el ritmo del golpeteo fue decreciendo hasta apagarse. Los hombres se apartaron de las máquinas, buscaron los pasillos. Alguien abrió la puerta a sus espaldas.

– Acá está la mosca. Y apúrate que me voy.

Sayago le alcanzaba la guita con el brazo derecho extendido, con el otro le indicaba la salida.

– ¿Vos no laburás abajo? -dijo Etchenaik sin inmutarse-. ¿Hace mucho que subiste la escalera?

– Unos años. Hacía calor allá. Una cuestión de salud.

– Claro, hay que cuidarse -Etchenaik giró y quedaron enfrentados.

– Me dijeron que no te quieren mucho los muchachos.

Sayago no contestó pero ahora fue él quien caminó hasta la ventana.

– Es un laburo de mierda -dijo mirando hacia abajo.

El veterano se paró a centímetros de su mentón partido.

– ¿El tuyo o el de ellos?

– Todo.

Apoyado en el vidrio, con la cabeza hundida, parecía como si se hubiesen desinflado algo los neumáticos de Michelín. Etchenaik lo vio sentido y apuró para arrinconarlo contra las cuerdas.

– Vos tenés el papel más jodido, Negro. Ni arriba ni abajo. Los muchachos te putean y Berardi te usa. El día que no le sirvas más, te raja.

Vio que Sayago se llevaba la mano a la axila por debajo del saco y se replegó hacia el marco de la puerta.

– Mirá.

El Negro sacó unos papeles viejos doblados en cuatro y sostenidos por una gomita. Los desató y desplegó sobre el escritorio con dedos torpes e infantiles. Había recortes de Crítica, toda una hoja de Democracia, un comentario de Fraseara en El Gráfico. En las fotos aparecía un Sayago menos sonriente que perplejo saludando desde la escalerilla del avión o trenzado en un cambio de golpes en el centro del ring.

– Te vi perder con Ansaloni -dijo Etchenaik, hombro con hombro los dos inclinados sobre los papeles.