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– Ahí empezó la cosa. Me pegó demasiado.

– A llorar a la iglesia. Vos la ligaste arriba del ring y con guantes. Hay otros que no tienen esa suerte.

Sayago fue recogiendo todo con cuidado, doblando los pliegues que marcaban el papel una vez más. Cuando terminó, su rostro había recuperado la expresión habitual.

– Bueno, flaco… Agarrá la mosca y hacete humo.

– Hay temas que te molestan.

– Hay tipos boludos -replicó Sayago dando un paso al frente-. No se dan cuenta cuando les están perdonando la vida.

El veterano agarró la guita lentamente, la contó, husmeó el aire como un lebrel.

– Es cierto, la verdad está en el interior. Uno cruza el Riachuelo, sale de la Capital y ya se respira un aire diferente. No hay corrupción y suciedad en el aire, la gente es más simple y hospitalaria. En fin…

– Aire, viejo -interrumpió el Negro amagando una guardia abierta y baja-. Aire o te empato los ojos.

Pero Etchenaik no tenía ganas de pelear. Se le habían ido de golpe.

97. Gancho al hígado

Miró detenidamente al Negro corno si fuera la primera vez. Estiró la mano hacia adelante para tocarlo mientras el otro no entendía nada.

– ¿Qué haces, qué te pasa?

– Pelo corto… -dijo Etchenaik como si delirara.

– ¿Qué te pasa, flaco?

– Date vuelta, Negro… tranquilo que no te voy a tocar el…

– ¿Qué te pasa, lechuzón? ¿Querés que te haga un desfile de modelos? -dijo Sayago tironeándose las mangas.

– Date vuelta y anda para allá, dale…

El Negro, sorprendido, lo hizo como quien le da los gustos a un pibe, un loco, un condenado a muerte.

– Qué boludo fui… -dijo Etchenaik, derrotado.

Se fue levantando, despacio, el gesto inexpresivo.

– Qué boludo fui… -repitió caminando hacia la puerta. Sayago lo dejó pasar, lo siguió a un paso.

– Lo que usted diga, maestro -concluyó el pesado con un humor estúpido, innecesario.

Bajaron haciendo sonar los tacos contra la madera. Cuando llegaron a la puerta de calle, Sayago se hizo a un lado pero no demasiado. Lo suficiente. Al pasar Etchenaik junto a él, flexionó violentamente el brazo y le clavó un tremendo gancho al hígado, como si supiera o se acordara al menos de esas sutilezas de Sandy Saddler. Etchenaik se dobló y una mano cariñosa y firme lo empujó por las nalgas, le hizo cruzar la vereda y clavarse como un ariete contra la puerta del auto estacionado con un tipo adentro.

– No te pasés de vivo, veterano. Si sos pura parada… Berardi te jodió y vos no te diste cuenta, otario.

Sayago le hablaba sobrador pero sin burla. Sin ensañamiento le pisaba los dedos, así, junto a él, paternal se diría.

– No te metás más con los que tienen mosca, gilito.

Le pateó el tobillo casi con desprecio, como quien empuja un pucho para que caiga del cordón a la calle y subió al auto.

Etchenaik estaba sentado en el suelo, apoyado en la puerta del Peugeot blanco -qué otro iba a ser- y cuando arrancó tuvo que manotear para no caer. Estaba terriblemente aturdido pero la imagen que tuvo al volver la cabeza fue exactamente la que había visto Tony en Tucumán y Talcahuano: Peugeot con chapa de la provincia que se va con dos hombres de pelo corto, uno de bigote y otro más joven.

Se hubiera quedado allí esperando que alguien lo rematara como a un caballo herido si no hubiera sido por la voz y una mano.

– ¿Lo ayudo, señor? ¿Se siente mal?

La viejita tenía cabellos blancos recogidos. Lo miraba, le tocaba el brazo, no hubiera podido levantarlo jamás.

– No es nada -dijo sin intentar moverse.

– ¿Quiere que llame a alguien? ¿Se puede levantar?

– No -dijo Etchenaik-. Sí, sí, puedo -y se paraba, sentía que alguien tenía una tenaza apretada a la altura de su ombligo y no había caso, no soltaba.

Hubo consejos y recomendaciones. Cuando caminó hasta el Plymouth había más de diez personas a su alrededor sin contar los niños.

Al llegar a Pavón se apeó en un bar y pidió un café, un vaso de agua, una aspirina. Después, ya repuesto, una ginebra. Cuando se bajó de la banqueta arrimada al mostrador, con las últimas pitadas del Particulares y la tarde a media agua, descubrió que ya no había ninguna razón aceptable pero tampoco ninguna excusa que le impidiera darse una vuelta por Adrogué.

Frente a la estación de Lanús había control policial. Lo pararon. A la altura de Lomas le revisaron el baúl. Tuvo que creer que el auto viejo y su pinta de chacado lo convertían en un sospechoso nato.

En Adrogué, las casas eran todas parecidas. Cambiaba la forma del jardín o el tamaño de la entrada para el auto pero hasta las calles, que tenían nombres insólitos de doctores, maestras pueblerinas o bomberos caídos en el cumplimiento del deber, eran en cierto modo intercambiables.

Eso hasta que encontró la casa. Y ésa era diferente.

98. Gruñidos en un billar

Miró por encima del cerco de ligustro y dos perros descomunales y un viejo disfrazado de jardinero clásico le indicaron que estaba en la casa más grande de la cuadra, que el número correspondía al del papelito arrugado en su bolsillo. El chalet de dos plantas construido al final del billar se prolongaba lógica y naturalmente en un cobertizo desbordado por un auto demasiado largo para este tiempo o para cualquier otro.

Etchenaik intentó hacerse oír por encima de los ladridos y el ruido de la cortadora de césped.

– ¡La señorita Cora! -gritó.

El viejo levantó la mirada y al apretar el botón silenció con toda naturalidad la cortadora y los perros.

– ¿Qué quiere? -preguntó perdiendo aire entre los dientes salteados.

– ¿La señorita Cora Paz Leston vive acá?

– Pues creo que no… Yo vengo aquí una vez a la semana y a veces la he visto, pero creo que vivir, no vive. Ella está en la capital ahora.

– Es una lástima.

Etchenaik vio acercarse a una mujer alta de pantalones oscuros y remera muy presionada que acababa de dejar un sillón de mimbre y avanzaba por el césped como por una pasarela. Llevaba un libro en la mano cruzado elegantemente sobre el pecho y el parque era tan largo que llegó envejecida.

– ¿Qué pasa, Ramón?

– Busca a la señorita Cora -dijo el jardinero.

Etchenaik fue observado con desdén y detenimiento, es decir con atención desatenta o sea como un animal raro pero repulsivo.

– Buenas tardes, señor…

– Santero.

– Señor Santero… ¿Para qué quiere a Cora?

– Vengo a cobrar. Es un crédito que tiene la señorita Paz Leston en la librería Fausto. Tres cuotas que han quedado pendientes.

Abrió el portafolios que traía en la mano y hurgó en el interior. Había una revista La Semana que mentía sobre Graciela Alfano, papeles varios, un terrón de azúcar, dos boletas de Prode, un ejemplar de Miss Lonelyhearts de Nathanael West, una selección de las mejores partidas de Tigran Petrosian…

– Sí. Tres cuotas, poca plata…

– Lo siento pero debe haber algún error. Ella no vive más acá, hace años que no vive -dijo la dama acariciando el hocico de una de las amenazantes bestias.

Etchenaik miró a Ramón pero el jardinero, arrodillado, trataba de exterminar una obstinada caravana de hormigas al pie de un elegante pino de pedigree.

– Es un problema -dijo mirando al suelo.

Nadie dijo nada. Los bóxers gruñían bajito.