– ¿Usted no sabe dónde podría ubicarla? El garante también es difícil de localizar. No es mucho dinero, pero…
– No sé señor. No tengo la menor idea de cuál puede ser el domicilio actual de la señorita.
Pasaron algunos segundos. Etchenaik hizo un gesto que no significaba nada. Los bóxers gruñeron otra vez.
– Buenas tardes -dijo la señora del libro encuadernado en tela y reinició la larga marcha.
El obsesivo Ramón perseguía ahora a las hormigas gateando, pegado a la pared lateral. Cuando reaparecieron las dobles filas de dientes de los perros, Etchenaik comenzó a caminar hacia la esquina.
Abrió la puerta del Plymouth, tiró el portafolios en el asiento trasero y se tiró él.
Se miró en el espejito retrovisor. Se puteó sin esperanzas. La tarde de Adrogué estaba serena, lisita ya camino del atardecer. Algún imbécil había podado los árboles hasta la amputación y ahora revoleaban los muñones contra un cielo límpido, casi sin aire de tan puro.
Ya ponía la llave de contacto cuando la vio. Una rubia de vaqueros, piernas firmes y melena recortada cruzó la bocacalle con la valija en la mano, se quedó inmóvil cuando escuchó la voz, su voz:
– ¡Cora!
99. La muchacha de la valija
El veterano había sacado la cabeza por la ventanilla y ahora repetía, asomado, con el pómulo dolorido por el golpe contra el borde del vidrio.
– Cora.
Ella miró para ambos lados y se acercó con la valija un poco ladeada hacia adentro, tapándole la rodilla derecha. Etchenaik bajó del auto.
– Vengo de tu casa.
– No sé quién es -dijo ella ya casi de perfil, replegándose hacia la esquina.
– Sí, sabés.
– No.
Cora giró para irse y la mano de Etchenaik se alargó justo hasta la punta de la melena rubia.
– Siempre supe que eras pelirroja. Bah… desde un peine que encontré.
Tenía la peluca en la mano y Cora era otra mujer.
– ¿Por qué me largaron esa noche? ¿Vos sos la que da las instrucciones? ¿Qué es de la vida del Llanero Solitario?
Cora dio dos pasos hacia atrás. Etchenaik la siguió y estiró el brazo para agarrarle la muñeca. La retuvo sin apretar. Ella forcejeó un poco y se quedó quieta.
– ¿Para qué vino?
Etchenaik la soltó y se apoyó en el pilar de una casa.
– Tenía un rato libre. Fui a avisarle a un cliente de Avellaneda que el trabajo que me encomendó no me interesa más. Pero eso no importa… ¿Vos te estás mudando?
– ¿Qué quiere?.
– Anoche me decían: «No se agite antes de pensar, botón». ¿Te contaron eso? ¿Te contaron cómo los sacamos cagando a tus encapuchados?
Tenía la peluca en la mano y la revoleaba como un llavero alrededor del índice. Cuando sintió que ella se relajaba apenas le dio un manotón y se quedó con la valija. Cora se le tiró encima pero el veterano la detuvo con un gesto de cabeza.
– Los vecinos Cora. Los vecinos en la puerta.
En la esquina había dos cabezas asomadas y ruido de ventanas en la vereda de enfrente.
– Vení -dijo Etchenaik caminando hacia el auto-. Parecemos dos novios discutiendo en la calle.
Abrió la puerta y tiró la valija liviana por encima del asiento delantero. Metió la peluca en la guantera.
– ¿Venís?
Ella vaciló un momento y luego se inclinó hacia la ventanilla.
– ¿Por qué hace esto?
– Ahora pregunto yo, nena -la miró a los ojos-. No te asustés.
– No -dijo ella.
Y subió.
Cruzaron las vías y llegaron a la avenida Espora. El semáforo los detuvo.
– ¿Adónde vamos? -dijo ella.
– Donde podamos charlar un poco -Etchenaik miró el reloj-. Tengo tiempo.
– Sigamos, mejor.
El veterano dobló a la derecha y aminoró la velocidad. Separó una mano del volante.
– Te pregunté si te estabas mudando.
– Algo así.
– Si venías a dejar cosas jodidas o comprometedoras, yo no confiaría. Esa mujer lee libros encuadernados en tela… -la miró de reojo y luego volvió al camino-. Alguien así no es de fiar.
– Llevo ropa sucia -dijo ella-. Mi tía me mimó siempre.
Etchenaik se volvió, se pasó la mano por el pelo, por el hígado todavía dolorido. Sonrió tristemente.
– Mejor terminamos el verso. Esto no es un levante.
Y paró el auto.
100. La vencida
Un Plymouth del cuarenta y pico, pintarrajeado con parches color ladrillo y una pareja despareja adentro, detenido bajo los árboles de la avenida Espora en Adrogué. Pongamos atardecer, violines al gusto, finales de febrero.
– Claro que no es un levante -dijo ella-. En ninguno de los dos sentidos, espero.
– Te llevo cuarenta años, nena. En todos los sentidos.
Pero no había tiempo ni ganas ni humor para las gentiles esgrimas. Etchenaik reventaba de soberbia impotencia, sentía que estallaría en cualquier momento y mejor que no fuera ahí.
– Quise parar el auto y el chamuyo. Es idiota hacernos los que no sabemos nada y perder tiempo.
– No hay nada que hablar -dijo ella burlona o resignada-. Deme las cosas que me voy.
Cora se inclinó hacia la guantera y Etchenaik le golpeó los dedos con el canto de la mano izquierda.
– No entendiste nada -dijo y se entreabrió el saco para que viera el revólver-. Lo de las preguntas va en serio. Ahora.
Ella se chupó los dedos doloridos.
– Usted hace literatura -dijo haciéndola ella.
– ¿Qué literatura?
– Policiaclass="underline" los desplantes, el auto, la canchereada. Usted no existe, Etchenique. Para que alguien crea lo que usted hace va a ser necesario que lo escriba. Con la realidad no alcanza. ¿Entiende?
Ella esperaba que el veterano se rayara por el tono explicativo, sobrador, tan de vuelta.
– No he visto nada más literario últimamente que esos pobres pendejos encapuchados con armas que les pesan en las manos.
– Es un problema de elección de vida.
– Cuanto mucho, un problema de modelos -se explayó Etchenaik-. Con tu amigo El Llanero Solitario cambiamos figuritas hace unos días, lástima que el diálogo no fue muy fluido. Pero en el fondo lo más literario es… bah. Lo que vale es lo que uno hace. Y yo tengo mucho que hacer. Me importa tres carajos si vos crees que me escriben los libretos.
Cerró de golpe la guantera, volvió a poner en marcha el auto y aceleró firme y sin bronca.
– ¿Adonde vamos? -dijo ella después de tres cuadras.
– A la mierda.
Quince minutos después, en un deshilachado bar de Lanús cercano a la estación, la conversación avanzaba entrecortada.
Etchenaik parecía haber perdido urgencia, tener todo el tiempo del mundo. Cada tanto volvía a las preguntas básicas, cada tanto Cora miraba el reloj y trataba de negociar la huida. No salían de eso y todo volvía a comenzar.
– O me contestás las dos o tres cosas que te pedí o nos ponemos a hablar de libros. Puedo pasarme horas con eso, de Fantomas a José Giovanni.
– No le voy a decir el lugar donde estuvo la semana pasada.
– Está bien -concedió Etchenaik sin apuro-. ¿Y el gordo?
Ella hizo un gesto de extrañeza.
– El gordo Berardi, el padre… ¿de qué juega, cómo es la mano con ustedes?
Cora se apoyó en el respaldo, puso la mejilla en su mano.
– ¿Trabaja para él?
– Te avisé que no trabajo para nadie ya. Mi tarea de investigador asalariado terminó hace unas horas. Ahora es algo puramente personaclass="underline" quiero devolver trompadas y humillaciones recibidas en los últimos días. Reparación de daños y perjuicios materiales y morales.