Hubo un temblor entre los candidatos, pero el pibe estaba enojado en serio, se le afinaban los labios, creía que era injusto, tenía tal vez los malos y los buenos cambiados.
En eso volvió la nena con una mujer de la mano.
– Buenas noches, señora -dijo el veterano-. No se asuste.
No se asustó.
Cuando Etchenaik avanzó hacia los hombres con el revólver enarbolado como una cachiporra, tampoco se asustó.
Cuando le puso el caño bajo la nariz al del pijama, tampoco. La nena se rió de la situación y la madre le tiró un sopapo que no llegó a destino.
– Éste es -dijo el veterano.
Levantó el caño, apretó y se lo metió casi dentro de la nariz, obligándolo a mirar el techo.
– Llegó tu hora -dijo apretando los dientes.
Los ojos desesperados del otro bizqueaban mirando el revólver mientras la cabeza se le torcía.
El dedo de Etchenaik apretó el gatillo y simultáneamente el de pijama dio un alarido infernal y se tiró al suelo agarrándose desesperado un pie. Etchenaik le había clavado un terrible tacazo en los dedos desnudos.
La nena se volvió a reír pero esta vez fue silenciada por otro sopapo, ahora exacto.
– Por un rato no se va a poder poner los zapatos, turrito -comentó Tony entre los gritos del caído.
La mujer se había agachado junto al tipo y puteaba bajito y continuado, como si rezara. El muchacho tenía los labios todavía más finitos; tieso, lleno de rabia y desconcierto.
– Guardalo -dijo Etchenaik señalándolo.
El gallego abrió una puerta lateral, espió, volvió a la habitación, agarró al pibe de un brazo y lo metió adentro. Cerró con llave.
– Ya vengo -dijo Etchenaik y salió por la puerta del fondo hacia el interior de la casa.
Volvió en seguida.
– No vale la pena -dijo junto al gallego-. No hay nada para llevarse de acá.
– El tío se despertó -dijo una voz finita. La nena tenía las manos llenas de tierra.
Tony agarró una plancha que había sobre la mesa y salió a dormirlo otra vez. Etchenaik lo paró agarrándolo del brazo.
– Mejor traelo. Acá no hay nada que hacer ni que recuperar; vamos a hacer un viajecito, mejor. Una changa nocturna…
Al rato estaban los tres en la cabina del fletero más grande, un rastrojero destartalado al que le andaba una sola luz. Fretes grande, el Peter Lorre que había huido atado de su oficina, con una pilcha excesiva, enchastrada de tierra, iba al volante; el gallego Tony en el medio y Etchenaik apretado contra la otra ventanilla. Al Fatiga -así le decían al menor de los Fretes, el rompedor de sillones- lo cargaron atrás.
– ¿Cómo quedó aquél? -preguntó Etchenaik.
– Tiene el pie hecho una sandía. Lo até a la rueda de auxilio, por si acaso -dijo el gallego.
– Bueno, mejor… ¿Pero qué hace ahora?
El conductor había equivocado otra vez el camino. El revólver de Etchenaik lo intimidaba.
– Vamos, cruce Libertador y tome Castex.
Hubo ruidos extraños provenientes de la caja del rastrojero. Al Fatiga, la incertidumbre le apretaba la nariz contra el vidrio. A Fretes grande, la certeza de lo que se venía le hacía gotear sangre infantil de la suya, le daba un aire despavorido y pavote.
106. Mueble por mueble
Cuando entraron definitivamente por Castex, Fretes miró de reojo, quiso confirmar.
– Sí, ahora derecho hasta lo de Huergo -dijo Etchenaik como leyendo en sus ojos-. Estaciona pasando un poco.
Los nervios lo hicieron frenar con demasiada brusquedad al petiso y el Fatiga se desparramó por la caja, tardó algo más en reaparecer contra el vidrio. Un gesto del veterano con el revólver lo hizo esconderse rápido.
– Ahora así, sin joda, tocás timbre y decís que querés hablar con el doctor Huergo. Que es urgente. Que te vean cómo estás, mejor. La primera boludez o cosa rara que hagás te meto un tiro en la cabeza. Andá.
Etchenaik lo empujó fuera de la cabina pero Fretes no se movía, temblaba en medio de la vereda.
– ¡Andá te digo!
La pierna del veterano recorrió una parábola larga y precisa que terminó en el culo de Fretes.
Recién entonces el petiso caminó hacia la puerta y pudo levantar la mano hasta el timbre.
Desde las sombras, Etchenaik y Tony oyeron el ruido de la puerta, los fragmentos del diálogo con la mucama. La mujer entró.
– Guarda con lo que decía ahora, eh -ronroneó el gallego.
En dos saltos se pegaron a los lados de la puerta protegidos por los lujosos rebordes de piedra.
La expresión de Fretes indicó que algo pasaba. Un golpe de luz y al instante se oyó la voz que Etchenaik conocía muy bien.
– ¿Qué hace usted acá? No le he dicho… ¿Pero qué le pasó?
– Etchenaik. Fue Etchenaik, don Mariano.
– ¿Quién?
– Yo -dijo el veterano metiéndole el revólver en las costillas.
– Yo y él -y señaló con el pulgar al gallego que palmeaba, casi afectuoso, a Fretes.
Etchenaik y el Dr. Huergo caminaban ahora juntos, el arma entre los dos; uno avanzando y el otro hacia atrás, como si bailaran un tango elemental.
El abogado retrocedió hasta encontrar un sillón y quedar sentado.
Etchenaik, sin hablar, lo levantó clásicamente estrujándole las solapas de su elegante robe de chambre verde.
– No diga una sola palabra. No pregunte nada. ¿Quién está en la casa?
– Mi mujer y la mucama -dijo Huergo ya sin la pipa, caída sobre la alfombra impecable.
Etchenaik lo soltó, dejó que se deslizara sobre el sillón.
– Llámelas.
– Acá están -dijo Tony estirando el brazo, haciéndose a un lado en la boca del pasillo.
La mucama tenía una expresión indescifrable. La imagen de su patrona encremada y llena de ruleros, y del circunspecto abogado Huergo mirando al techo de prepo con un revólver en la garganta, la dejó seria y muda. Luego sonrió levemente, después miró al piso.
– Ahora, a laburar -dijo Etchenaik girando sobre sus talones y mirando a su alrededor-. Éste, ése y aquél… ¿Qué te parece?
Acompañaba sus palabras con gestos precisos que señalaban un sillón doble de cuero, otro más chico, una vitrina.
– Algunos cuadritos… -agregó Tony.
– ¿Qué nos llevamos Fretes? Hay que llenar un living.
Fretes no dijo nada.
Etchenaik levantó a Huergo por el cuello, lo puso contra la pared y le sacó el cinturón de la bata.
– Me las va a pagar, loco. Me las va a pagar -repetía el abogado sin resistirse, como si diera por perdida la batalla, se reservara para una futura guerra cruenta y definitiva.
– Cállese y quédese quieto, hijo de puta -dijo Etchenaik sin calentarse-. Y ahora, la jovata.
Hubo un chillido.
107. Misión cumplida
A la mujer se le alborotaron las plumas, se le cayeron los alfileres que le sostenían la compostura.
– ¡Ladrón, degenerado! -gritó y se desparramó después en un chorro de puteadas.
– Callada, vieja -dijo Tony y le cacheteó los ruleros haciéndole revolear la cabeza-. Va a haber que clausurarla.
– Dale, nomás -y Etchenaik le alcanzó una corbata que estaba sobre una silla-. No se puede trabajar si la peonada charla todo el tiempo.
Con cinturones y corbatas los dejaron sueltos pero mudos. Cuando terminaron, Etchenaik dijo:
– Gallego, poné el rastrojero en la puerta y correlo al Fatiga. Ahora, todos a laburar. Usted -y se dirigió a la mucama- hágame el favor de vaciar esa vitrina. Y usted ayude, no vaya a ser que se le rompa algo.