Y la señora de Huergo, con la cara borroneada de lágrimas y la corbata que le atravesaba la cara como un subrayado, se arrodilló junto a su uniformada.
Fretes no sabía para dónde mirar.
– Vamos, petiso -dijo Etchenaik-. Ayúdalo al doctor con ese sillón.
Abrió la puerta de calle de par en par.
– Vamos, cuidado con los bordes. Vamos.
El gallego había metido el fletero de culata casi hasta la puerta y entre Fretes y el doctor Huergo subieron, primero uno y luego el otro sillón.
– Ahora, la vitrina -pidió Etchenaik con cortesía-. Las señoras creo que ya han terminado.
Cuando el armatoste estuvo arriba Fretes puso la traba sin que nadie se lo indicara.
Etchenaik reunió a sus prisioneros en el centro del living, los hizo sentar en el suelo y les ató cuidadosamente las manos a las patas de la mesa. Afuera, Tony maniobraba para salir, el petiso le hacía indicaciones desde el medio de la cañe.
– La sacó barata, don Mariano -dijo el veterano-. Unos mangos es siempre más liviano que un balazo o un escándalo por lo que usted sabe. Tómelo como una venganza… barata. Como sería arruinarle el jardín o dejarlo en calzoncillos en la calle. Y no me la siga porque va a perder -hizo una reverencia-. Mis respetos, señora.
Apagó la luz y cerró la puerta. Tony y Fretes lo esperaban con el motor en marcha.
– ¿Adónde vamos? -preguntó el gallego cuando estuvieron los tres apretujados en la cabina y el Fatiga semidormido en un sillón, atrás.
– Ahora a casa, que es tarde.
Salieron despacio, como sobrando, y nadie los interceptó.
Dejaron a Fretes en la puerta de su casa y al Fatiga sentado en la vereda.
– Fretes -dijo Etchenaik-. Pase mañana a buscar este cachivache. Ese turro sabe dónde es.
El gallego aceleró y los dejaron allí, como en el final de una película. Anduvieron media cuadra y se detuvieron junto al Plymouth.
– ¿Y ahora? -preguntó Tony.
Etchenaik sonrió.
– Por hoy se acabó. Vos llévate el auto que yo me quedo en lo de Alicia; llámame mañana.
El gallego se bajó y dio la vuelta.
– Espera un cachito.
– ¿Qué vas a hacer?
Hubo un silencio. Al momento Tony volvió con una mesita y dos cuadros.
– ¿Y eso?
– Para la vieja -dijo el gallego sonriendo-. La del mate no da más.
Los metió dentro del Plymouth y cerró las puertas con un golpe triunfal.
108. Jabs en sueños
Los pantalones se le caían y constantemente tenía que bajar los brazos para levantárselos. En esos momentos aprovechaba Sayago para meterle el jab de zurda y la combinación con el golpe abierto de derecha.
Pero ahora consiguió agacharse y esquivar. Oía la exclamación de todo el Luna cada vez que pasaban las piñas sobre su cabeza. Ahora armaba la guardia pero sentía cómo se le deslizaban los pantalones, bajaba inconscientemente los brazos, Sayago tiraba el jab y el derechazo que ahora era duro, abajo, en el costado. Sentía, en medio del fragor, la voz de Veiga y el ruido infernal de las populares que ya lo veían en el suelo, los golpes en las costillas caían ahora regulares. Incesantes. Agitó la cabeza, bajó los brazos, abrió los ojos.
– Abuelo -dijo Marcelo a su lado-. Abuelo, ¿qué pasa? Estás soñando.
– ¿Qué hacés? -dijo sin clara noción de qué podía estar haciendo su nieto allí, en el ring. Sacudió la cabeza.
– Hola -dijo Marcelo metiéndose en calzoncillos debajo de la colcha que Alicia le había tirado encima ahí, en el sillón del living-. Estabas soñando. Movías la cabeza, te agarrabas el cinturón.
Etchenaik frunció la cara para despejarse. Estiró la mano y volteó a Marcelo sobre su cuerpo tendido. Lo abrazó fuerte por el cuello, lo besó entre el pelo y la frente.
– Buen día, campeón -dijo. Se apoyó en el codo y miró el reloj. Marcaba las once y cuarto-. Vos no tendrías que estar…
– No fui porque estoy enfermo -dijo Marcelo tapándose como si de pronto todos los microbios lo acosaran. Después lo miró con ojos más brillantes que de costumbre.
– Contame, abuelo. Hace días que no me contás nada…
– ¿Qué querés que te cuente?
– Mamá me dijo: esos tipos que te quisieron fajar, el que vino la otra noche y rompió todo…
Etchenaik lo miró como si recién lo conociera.
– ¿Vos te asustaste?
– Mamá se asustó. Estaba enojada con vos.
– ¿Y vos?
Marcelo sonrió y dijo que sí.
– Porque no me contás nada -explicó-. Pero mamá dice que no quiere que te sigas haciendo el detective.
– Yo no me hago.
Marcelo lo miró con orgullo, con complicidad.
Etchenaik no pudo evitar recordar la madrugada anterior, el tormentoso diálogo al regreso, las discusiones, la recriminación en voz baja para no despertar al nene que no tiene nada que ver pero no tenés derecho a joderle de esta manera la vida a los demás.
– ¿Estás muy enfermo, no? Está muy mal que hayas faltado a la escuela.
– Mamá me dejó -Marcelo se acomodó la colcha sobre el hombro desnudo-. ¿Es cierto que vamos a tener un juego de living nuevo? Contame cómo fue.
Etchenaik se deslizó sobre la espalda, cruzó los brazos por detrás de la nuca, lo miró sonriendo y comenzó un relato que no mentía en los hechos fundamentales pero omitía odios y rencores, disolvía fracasos y desarrollaba aspectos más o menos noveleros que hacían aceptable el presente y abrían un futuro halagüeño que empezaba ya.
– En la puerta, en un fletero, está el living nuevo -terminó.
Marcelo ya estaba parado junto al sillón cuando sonó el timbre.
– Dejá que vaya mamá -lo paró el veterano.
– Salió a hacer las compras.
– Preguntá quién es pero no abras entonces. Ponete el pantalón.
La figurita delgada corrió descalza por el pasillo.
Etchenaik escuchó la voz finita, diligente, que insistía en el quién es y qué quiere.
Volvió en cuatro saltos.
– Te busca a vos. Debe ser el que te cascaba en el sueño, abuelo.
109. Un forro para todo
Pero no era el ominoso Negro Sayago. Era Fretes que venía a buscar su fletero.
– Pase, Fretes -le gritó Etchenaik desde el diván-. Espere un momento que ya voy.
Al rato estaban los tres en la cocina. Etchenaik cebaba mate, Marcelo comía pan con manteca y Fretes, engominado, duro, perplejo, trataba de ordenar sus ideas.
– ¿Cómo es la cosa con Huergo, Fretes? -dijo el veterano alargándole un mate-. Deschávese, hombre, en confianza. El otro vacilaba como ante una propina generosa. -Cuentas viejas -dijo evasivo-. El Fatiga, mi hermano, trabajaba en el campo del tío de don Mariano, en Orán. Un día hubo una gresca por una cholita. Lo lastimaron y el Fatiga mató a uno de una puñalada. Tuvo que disparar. El viejo Huergo lo protegió y don Mariano le salvó las papas en el juzgado. Desde entonces lo tienen agarrado. -Suena a cosa de radionovela.
– Es cierto -enfatizó Fretes-. Es cierto. Y yo no tengo nada que ver… Mi hermano está parando en mi casa porque lo llamó el doctor, se vino hace unos días de allá. Yo, la otra noche, era la primera vez que agarraba un revólver.
– Y es probable que sea la última -dijo Etchenaik y lo miró a los ojos-. Lo de anoche no le debe haber gustado nada a don Mariano y van a tener que hamacarse.
El petiso pareció empezar a hamacarse ya, en el borde de la silla y de la ansiedad.
– No es por mí -aclaró el veterano-. Se lo digo por el trompa, el abogado. Rájese y no se le ponga a tiro. El otro lo miró muy serio y asintió.