La mirada habrá sido excesiva o deschavadora porque la piba hizo un gesto de impaciencia.
– ¿Y Sayago? ¿Tampoco está Sayago? -dijo el veterano como si recordara.
– Me han informado que está con licencia desde ayer.
– Con licencia…
– ¿Cómo dice?
– Nada -Etchenaik recién soltaba el picaporte-. ¿Vos sos nuevita, no?
Hubo un levísimo gesto afirmativo.
– ¿Y abajo? ¿Tampoco laburan abajo?
– Franco por desinfección hasta el lunes.
– Medio raro todo…
– No sé señor… ¿Cómo es su nombre?
– Etchenaik.
La secretaria volvió al escritorio y anotó en la agenda con letra que el veterano supuso prolija. Hasta miró el reloj en el momento de escribir.
– ¿Y vos qué esperas para cerrar todo y piantarte?
– Mi horario termina a las seis.
Etchenaik avanzó un paso y la chica levantó la mirada totalmente espantada.
– Por favor, si no necesita nada más, retírese. Le ruego…
– No te asustes. No soy el sátiro de la metalurgia.
La cara de la chica no mejoró.
– Yo no sé nada, señor Etchenaik. Soy nueva.
– Claro que no. Nada sobre nada.
El veterano ya se iba y volvió.
– ¿Tiene que venir alguien?
– No sé. A las seis cierro y me voy.
– Me imagino: ni un minuto antes; una garantía. Chau.
Al cerrar la puerta Etchenaik creyó oír el ruido que hicieron esas hermosas nalgas distendidas al fin, al caer a plomo sobre el asiento. Al rato volvió a oír el tecleo.
Pero el veterano tenía sus planes. En principio, quedarse.
116. Modales de señora
Etchenaik llegó al pie de la escalera y miró su reloj: las cinco y veinticinco. Abrió la puerta de calle y volvió a cerrarla sin salir. Buscó con la mirada un lugar y descubrió el hueco de k escalera. Sacó el pañuelo, sacudió el polvo del piso y se sentó apoyando la espalda en la pared. Por los vidrios esmerilados entraba una luz gris, arratonada.
Cuando oyó el ruido de la puerta apagó el cigarrillo y se quedó inmóvil. Miró el reloj: seis menos diez.
Alguien entró. Reconoció inmediatamente el perfume, el cuidado al poner los pies sobre los peldaños de madera. Los pasos golpearon acompasados sobre su cabeza y en seguida le llegaron los rumores de una conversación. Luego alguien apretó el interruptor y la escalera se iluminó. Alcanzó a ver las piernas finas que se perdían en la pollera tableada y cortita, la vio salir con la satisfacción del deber cumplido: seis y cinco. Diez minutos después las puertas se cerraron arriba y también se apagó la luz de la escalera. Cuando sintió que los pasos estaban exactamente sobre su cabeza, se mostró.
– Buenas tardes, señora -dijo.
Detenida así, el brazo en el pasamanos y a la luz tenue del atardecer que apenas la dibujaba, Justina Huergo de Berardi era la versión avejentada de Zully Moreno descendiendo pausadamente a encontrarse con el medio perfil de Carlos Thompson, impecable en su frac junto al teléfono blanco.
– ¿Qué hace acá? ¿Qué quiere?
– Eso que lleva en la mano, doña Justina.
Las palabras retrajeron a la señora de Berardi un escalón más arriba, los brazos contra el pecho apretando la cartera de cocodrilo y el sobre voluminoso.
– Basta, no se meta en lo que no le importa -la mujer metió la mano en la cartera-. Váyase. ¿No le alcanza con el dinero que recibió?
Etchenaik empezó a subir los primeros escalones.
– Me olvidé de ir a cobrar… Ahora quiero ese sobre. Quiero ver lo que tiene adentro.
– ¡Váyase! ¡Tome! -y sacó un puñado de billetes y los arrojó hacia adelante-. Agarre eso y váyase.
Etchenaik siguió subiendo, los ojos fijos en las manos de la mujer.
– Tome, Etchenaik -el ademán volvió a la cartera-. ¡Tome!
El revólver apareció de improviso en su mano, mientras el veterano daba dos saltos hacia ella. Doña Justina trastabilló al querer subir hacia atrás y el disparo fue al techo.
– ¡Pare, imbécil! -dijo Etchenaik cuando estuvo sobre ella, inmovilizándola con el peso de su cuerpo. Le había metido la rodilla entre las piernas y con las dos manos le sujetaba las muñecas. Estaban tendidos sobre el extremo de la escalera, las piernas superpuestas se apoyaban sobre los primeros escalones.
La cartera estaba abierta a un costado y el sobre había volado más allá, por encima de las cabezas.
– Suélteme, hijo de puta -dijo la dama.
– Vieja loca -dijo Etchenaik con odio y le apretó la muñeca un poco más-. Me podría haber matado con ese revolvito de mierda.
A ella se le encendieron los ojos y se tiró para adelante en un mordiscón brutal. Etchenaik llegó a apartar la cara, pero con el movimiento brusco ella zafó la mano izquierda y le clavó las uñas en el cuello. El veterano gritó y la golpeó fuerte con la derecha. Ahora fue ella la que dio un grito y agitó la cabeza llorando histéricamente. La señora dio una tregua y Etchenaik se tocó el cuello ensangrentado sin dejar de apretarle la muñeca.
– Suelte -dijo-. Suelte.
Ella no se resistió más. Le sangraba la nariz y lloraba con los ojos cerrados y vuelta la cabeza. Etchenaik hizo un poco más de presión y el revolvito cayó como un encendedor que se escapara de su mano.
El veterano recogió las piernas hasta quedar arrodillado a ambos lados de su cintura. Al hacerlo, la elegante pollera de seda subió más allá de la mitad de los muslos; comprobó que lo que tenía bajo su cuerpo era todavía una mujer.
Volvió a tocarse el cuello, ahora con un pañuelo y miró las manchitas de sangre. El odio le subió como una ola incontenible.
Estiró la mano y agarró la cartera abierta.
117. El sobre
El veterano metió la mano dentro de la cartera de Nancy con la avidez y el recelo de un ratón que se juega en la trampera. Hasta un escorpión podía haber allí, como en las tumbas de los faraones.
Pero no: una libreta, llaves, cosméticos, dos o tres cartas dirigidas a ella con coloridas estampillas, sin remitente. Etchenaik se detuvo allí: el papel liviano de avión, el franqueo boliviano. De pronto la mujer se agitó convulsivamente para alcanzar el sobre que estaba un metro sobre su cabeza. El manotazo quedó corto.
– Quieta, viejita.
El veterano metió todo otra vez dentro de la cartera, se guardó el revolvito en el bolsillo interno.
– Déjeme, por favor -dijo ella mansa.
– Tome, límpiese.
Etchenaik le puso su propio pañuelo en la mano. Ella se restregó los ojos, la nariz. Al ver la sangre comenzó a llorar fuerte de nuevo. Etchenaik se levantó, pasó sus largas piernas sobre ella y fue a recoger el sobre de papel madera. Lo entreabrió y echó una mirada a los papeles. Sonrió y volvió a mirar a la mujer que seguía allí, sollozante, con los miembros dispersos, la pollera recogida y la nariz sangrante como una vulgar violada de quinta edición.
Etchenaik guardó el sobre doblado en su bolsillo y se acercó a la señora Justina Huergo de Berardi. La agarró del brazo.
– Arriba. Levántese que no tiene nada.
Ella abrió los ojos y lo miró hacia arriba y hacia atrás con firmeza.
– Todavía está a tiempo, Etchenaik. Acepte lo que le ofrezco. Lo que quiera… Diga una cifra.
– Me alcanza con lo que voy a juntar en la escalera, señora -la contempló con sonriente brutalidad-. Los quiero destruir, señora. Y haré lo posible, aunque sea lo último que haga.