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– Está loco. Está loco y es un estúpido.

La mano de Etchenaik apretó y la obligó a levantarse.

– Vamos, rápido que estoy apurado.

Se la llevó a la rastra hasta un bañito que había visto junto a la oficina de la secretaria nuevita. Prendió la luz y la sentó en el inodoro.

– Usted se queda acá -dijo desde la puerta-. Buen fin de semana.

Cerró e hizo girar la llave. Se la guardó.

Mientras bajaba los primeros escalones comenzó a escuchar los gritos, las puteadas, los golpes en el picaporte y los puñetazos a la puerta. No hizo caso. Fue juntando los billetes sin alisarlos, abultando los bolsillos del saco. Le dio una patada a la cartera que fue a parar al pie de la escalera y después la recogió. Desde la puerta de calle comprobó que los ruidos no llegaban hasta ahí. Miró el reloj: eran las seis y media.

Mientras manejaba dispersó los papeles sobre el asiento. Los hojeaba en los semáforos.

Tenía que apurarse. Mucho. Y enhebró el puente, se comió iodo el trayecto por Montes de Oca de un saque, dobló por Martín García, metió el auto en el baldío enfrente del Argerich. Cazó el sobre y entró a los saltos al hospital.

Tony estaba con las piernas cruzadas recostado en la cama, leyendo la quinta. Estaba allí, vestido de traje en medio de la sala poblada de enfermos instalados con radios a transistores, visitas tardías, mate y revistas El Tony. El gallego parecía alguien a quien hubieran dado de alta y sólo estuviera esperando un llamado o un gesto para partir.

Apenas bajó el diario cuando Etchenaik se le puso al lado.

– ¿Y el Negro?

– Está bien. Solamente perdió mucha sangre. Se lo llevaron hace un rato para curarlo. El puntazo le resbaló por las costillas.

Volvió a levantar el diario y no lo bajó durante el resto del diálogo. Su voz salía de atrás del papel como desde un oráculo.

– ¿Y vos qué haces?

– Le cuido las cosas para que no lo afanen.

Etchenaik se sentó en la cama y Tony le restregó el diario al volver una página.

– Gallego… Ahora está todo claro.

118. Las trenzas y el corazón

El gallego no pareció muy entusiasmado.

– ¿No oíste? -insistió el veterano.

– No te doy más pelota. Me importa tres carajos lo que hayas aclarado.

Ya no era el galleguito entusiasmado, el mozo perdedor que se embalaba en la aventura para romper de una vez por todas con la monotonía de sus años del Ramos. Etchenaik sintió que habían ido demasiado lejos.

– Hasta la joda esa con los del fletero, la cosa venía bien. Ahora, no va más. Te van a reventar.

El veterano no dijo nada. Fijó su atención en la silla donde estaba la ropa de Sayago. La camiseta tenía un oscuro coágulo pegado. Un reloj, los documentos y un pañuelo sucio se apoyaban en el pantalón arrugado y la camisa sin alma.

– Está casi todo claro, gallego. Y los voy a reventar. Tengo pruebas. Berardi los tenía agarrados de las bolas a la ex mujer y al primo: Nancy fue a recoger documentos de COFADE, una empresa en la que estaban metidos los Huergo con negociados de importación y exportación y que les duele. Cuando yo le mencioné el asunto, don Mariano se cagó todo… Del mismo modo, cuando se separó de su mujer, Berardi les siguió sacando guita extorsionándolos con lo que sabía. ¿Me seguís?

El gallego no seguía a nadie. Estaba probablemente detrás del diario que se desplegaba ante Etchenaik.

– Hasta que ellos se pudrieron y buscaron la forma de apretarlo a él, no sé muy bien cómo. Aparentemente, Nancy sabía en qué andaba Vicentito y el padre no. Así que fue una carrera a ver quién se apoderaba del pibe. Pero cuando Berardi les gana de mano, todo cambia y se hace la paz, no sé en qué condiciones.

Tony bajó el diario.

– ¿Y vos querés seguir la guerra?

– Sí.

– ¿Qué hiciste?

– Voy a hacer. Voy a armar el quilombo del siglo con las pruebas que tengo y las que voy a conseguir.

El gallego resopló decepcionado.

– Hay tipos como el Negro, que pueden hablar -prosiguió el veterano-. Y saben, por eso se los quieren sacar de encima.

Hubo un nuevo silencio.

– Esta noche apoliyo en la oficina, gallego. Esté como esté. Le voy a avisar a Macías… No quiero comprometer más a nadie.

Etchenaik se levantó y comenzó a caminar hacia la salida. Cuando estaba en la mitad del pasillo, Tony bajó el diario.

– Etche.

– ¿Qué?

– Entendeme. No te voy a acompañar a hacer boludeces. Yo te espero en Villa Luro.

– Está bien. No te pido nada.

Se fue a Clarín, habló con el Sin Cruz Schwartzman, se metió un rato en el archivo y fotocopió hasta la última firmita de los documentos. Antes de irse lo pensó mejor y puso un sobre de papel madera sobre el escritorio del amigo.

– Mejor guárdame esto, Sin Cruz. Tenémelo unos días, por cualquier cosa. Son fotocopias.

– Andá tranquilo.

– Gracias. Préstame el teléfono… Es la última.

Lo llamó a Macías pero el inspector andaba trotando calles.

– Dígale a Macías que habló Etchenaik y que esta noche me vuelvo a casa. Exactamente eso.

El oficial tomó nota, no pidió detalles. Etchenaik supuso quién era.

– ¿Habla una de las guitarras argentinas? -preguntó.

Pero los teléfonos andan muy mal en Buenos Aires y se quedó a solas con un ruido neutro y cargador.

Cuando salió, la noche había caído definitivamente después de un día agitado, como en la canción de Los Beatles.

119. La tormenta que viene

Sintió contra el parabrisas los primeros goterones de la tormenta cuando estacionaba frente a la oficina. Tuvo que moverse con cuidado para evitar que se le mojaran los papeles. Bajo los toldos y en las ochavas, tardías oficinistas compartían paraguas que servían para reírse, cacarear, despedirse a los gritos hasta mañana.

Subió a la claridad manoseada de un ascensor húmedo y quejoso esperando una guardia policial que no apareció. La oficina estaba cerrada pero con la faja judicial rota. Adentro, todo igual excepto las marcas policiales que detallaban, subrayaban las huellas de los balazos que habían reventado en la oscuridad dos noches atrás, hace miles de años.

Etchenaik fue a la ventana, la abrió y dejó que las gotas que picoteaban el balcón salpicaran adentro, puntearan las tablas del piso. Después que aireó todo se puso a trabajar. Curiosamente apurado.

Apagó la luz general y con la simple y mezquina del escritorio estuvo escribiendo a máquina durante media hora. Consultaba los documentos y escribía. Cuando terminó, corrigió las tres carillas, las firmó y metió todo en un sobre. Escribió el destinatario y lo puso como un portarretrato apoyado en el tintero viejo e inútil.

Después abrió el último cajón y sacó seis balas de una cajita cuadrada como quien elige bombones. Puso el revólver sobre el escritorio y completó la carga, tirando las cápsulas vacías al canasto. Abrió el primer cajón y dejó el revólver allí, al alcance de la mano. Y esperó. Casi con certeza de que algo pasaría, esperó largo rato. En un momento dado retomó el sobre, lo rasgó, sacó las hojas y las metió en un sobre nuevo. Agregó el nuevo destinatario, lo guardó en el último cajón.

Estaba con la botella de ginebra en la mano rumbo a la cama cuando sonó el teléfono. Casi corrió a manotear el tubo.

– Hola -dijo.

No le contestaron. Hubo ruidos, roces del otro lado.

– ¿Quién es? -insistió.