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Pero el Negro no estaba para metáforas.

– Como era demasiado riesgo para dos tipos solos y se complicaba también si metíamos más gente, lo dejamos. Pero hay cosas que yo me enteré sólo laburando con este guacho todo este tiempo.

– ¿Berardi tiene que ver con la droga?

– No, creo que no. El abogado sí, todavía… Vos sabés como son esas organizaciones. En la medida en que la cosa crece y se ramifica, los que empezaron van subiendo y quedan más lejos del trabajo sucio y riesgoso. El abogado hace años que debe estar en el gran cometeo, las cosas por arriba… Tiene contactos con milicos bolivianos, gente que rajó para acá después del último golpe.

– ¿Y quién es la Tía Pocha?

– ¿Vos cómo sabés de eso? -dijo Sayago realmente asombrado.

– Encontré el nombre escrito en la puerta de un baño -dijo Etchenaik enigmáticamente.

– No se sabe eso, no se sabe el nombre, flaco. Hay varias tías en la organización: la Tía Coca es la responsable mayor en Capital; la Tía Negra, de interior, la Tía Pocha, de provincia de Buenos Aires, sobre todo Gran Buenos Aires y Mar del Plata. Arriba de ellos está El Gran Bolita.

– Sanjurjo.

– Sí.

136. Uñas comidas

Un levísimo estremecimiento de orgullo, equívoca e inútil vanidad, sacudió las entretelas del veterano.

Al Gran Bolita se le había perdido un papelito y decía que Etchenaik lo tenía. ¿Sí señor? No señor. Pues entonces ¿quién lo tiene?

– Así que el Gran Bolita, el capo Fredy Sanjurjo se tuvo que poner el piloto y agarrar la metralleta para ocuparse de este chanta… -reflexionó-. Y al pedo nomás…

– ¿De qué estás hablando?

El veterano explicó una historia de días en minutos; convirtió una madeja enrevesada en un ta-te-ti, juego de niños.

– Yo entiendo todo menos por qué pasan las cosas, los motivos por los que las víboras se muerden -concluyó, inocente y modesto como buen tramposo.

– Mi idea es que la guerra entre Berardi y Justina empieza de salida nomás. Ella no lo quiso nunca y él lo supo inmediatamente. Tal vez se lo planteó de frente: vas a tener guita pero dejame hacer mi vida; y nunca se encamaron. Aunque el negocio le convenía no se lo perdonó nunca, por orgullo de macho; cuando descubrió las cartas y tuvo pruebas de lo de Sanjurjo, la apretó con revelárselo al viejo Huego primero, al pibe después… Eso puede ser -argumentó Sayago.

– ¿Ella fue amante de Sanjurjo después de casada?

– No sé. Lo que sí, que cuando murió el viejo comenzó la guerra total. Se separaron y los dos usaron al pibe para extorsionarse. El abogado se juntó con ella, es aliado natural de Sanjurjo…

– Gracias, Negro.

Etchenaik se puso de pie y miró alrededor. Era como si hubiera estado lejos de allí durante mucho tiempo y regresara de improviso. El viejito de la cama de al lado ya no estaba. Se habría volado y el pelado lo andaría buscando por otras salas o en los pisos altos; los jugadores de truco ahora estaban tomando mate y escuchaban el partido.

– Me voy a ir -dijo mirando su reloj-. ¿Necesitás algo?

Sayago lo miró repentinamente serio.

– ¿A qué hora venís a buscarme mañana?

– Lo antes que pueda. Bien temprano -lo palmeó con cuidado-. Chau y gracias, Negro.

El otro cerró los ojos asintiendo, resignado y sólo. Totalmente jugado, pensó Etchenaik.

Se apartó de la cama, dio unos pasos, pero volvió junto a la mesita de luz y dejó unos billetes junto al revólver.

Llegó temprano al Ibérico. Eran las seis menos diez en el reloj de atrás del mostrador. Se sentó en la mesa del rincón, junto a la ventana de Uruguay.

Pidió una cerveza, maníes. En las páginas finales de su agenda y con un marcador mocho, escribió nombres, fechas, flechitas, implicaciones. Parecía el plan de una novela de múltiples personajes que se entrecruzaron caprichosamente, actores que realizaban más de un papel, motivaciones que arrastraban décadas de rencor, venganzas ralentadas hasta el sinsentido. Y aunque tenía muchos nombres y fechas y lazos firmes, seguros, sentía que todo era solamente un simulacro.

– Hola.

Había venido caminando seria y tranquila entre las mesas, con la serenidad del que llega tarde y sin apuro porque vino para quedarse. Los vaqueros descoloridos, la remera amarilla, la carterita de larga correa, la cara limpia y el pelo verdadero y suelto.

– Hola -repitió ella parada junto a la mesa-. ¡Qué entretenido!

– Hola, Cora. Sentate.

Se turbó un poco, le miró el pecho suelto. Agarró un maní. Ella dejó la carterita en el respaldo y se sentó en la punta de la silla, las manos apenas metidas en los bolsillos. Sonrió.

– ¿Ya te vas? -dijo Etchenaik mirándola a los ojos.

– No -sonrió otra vez-. Tengo tiempo.

Arrimó un poco la silla y puso las manos sobre la mesa. Tenía un anillito fino, la piel tostada, las uñas comidas.

– Bueno -dijo Etchenaik repentinamente entero-. ¿Qué pasa?

137. Salvavidas

Esa minita que estaba frente a él tenía poder. Tenía vaqueros gastados, remera amarilla, una carterita con direcciones tal vez en clave y secretos, muchos secretos que le daban poder y misterio sobre él.

– Lo llamé en un impulso. Nadie sabe que estoy acá -dijo ella.

– El poder nace del misterio, de la ignorancia y del miedo -dijo Etchenaik.

Dos muchachos entraron por la puerta opuesta, lejana, los miraron largo, dejaron de mirarlos y se sentaron a algunas mesas de distancia. Etchenaik sintió que todo lo que conversaran con Cora, lo que ella dijera y él creyera o no, estaría entre paréntesis, condicionado por las miradas de esos dos, por los reparos, la desconfianza más normal y desgraciada.

– Esos tipos vienen con vos.

– ¿Cuáles?

– Atrás, a tu derecha.

Cora se dio vuelta y devolvió la cara.

– No los conozco. No los traje yo, ni de cola… Sé cuidarme.

– Yo no. ¿Qué es lo que pasa?

Las uñas treparon a la boca despintada, esbozaron una travesura tramposa.

– Le vengo a tirar un salvavidas, Etchenaik. Aunque me verdugueó el otro día en el auto, al final me salvó. Pude zafar gracias a usted. Nobleza obliga, dicen ustedes.

– No viene al caso. Tampoco corresponde el salvavidas. Sé nadar en aguas abiertas, me muevo bien entre corrientes y correntadas de un lado y de otro. El día que necesite un salvavidas no me meto en el agua.

Cora bajó la mirada, sacó cigarrillos de recorrer un largo camino y encendió, con pausa de veterana.

– Conmigo va dulce y con anestesia; la otra no se la garantizo. Son solamente papeles, Etchenaik. Siempre son papeles que cambian de mano y nada más; y Vicente, claro.

– Yo ya no tengo nada. Ni en el bolsillo ni en la cabeza. Los papeles los tiene, desde anoche, la gente de la droga. Y de Vicente, nada.

– Hay algo más -dijo sin oírlo, sin creerle.

– No, que yo sepa.

– Dos motivos para que usted me haga caso. Uno es que al venir a verlo le regalo tres horas, la posibilidad de escapar. Solamente tiene que darme los papeles que faltan. La otra razón es que no le perdonaron lo de Boedo. El Chamaco es importante para nosotros, hubo que levantar todo, movilizar mucha gente por su culpa. Y ésa se arregla con «pum» y a la zanja.

Dijo «pum» como diría «pis», como diría «chau», pensó Etchenaik. Pero no dijo eso ni otra cosa ni se defendió o contraofertó en ese remate de su vida. La miró.

– ¿Cuántos años tenés, Cora?