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Guardó la libreta con cuidado. Estaba tibia, violada. Caminó hacia la salida sin tener claro a dónde iba a ir. Los árboles no le dejaban ver el bosque. ¿Era así el refrán? Pero qué bosque.

– Eh, usted -fue el grito corto.

Etchenaik giró casi como para desenfundar. Un rayo inútil.

– Pague la ginebra -dijo el patrón.

Durmió como pudo en el cercano living de su hija entre recuerdos violentos y objetos hostiles, memoriosos. Sentía la noche como un inmenso cuarto en el que pasaban cosas atroces por los lejanos rincones. Y todo tenía que ver con él.

Antes de las siete empezó a llamarlo a Macías a la Jefatura. Alguien que lo reconoció le dijo que había salido, recién, hacia el Argerich.

Pensó que ya era demasiado.

142. Saltar de la cama

Cuando subió la escalinata y vio a los policías detrás de los cristales de la entrada, tuvo la certeza de que había llegado tarde. En un rincón del hall, hablando con una enfermera, estaba Macías con cara de sueño, el traje amplio, arrugado y sin descanso ni franco. Tenía la pinta de un billarista trasnochado retenido allí desde la madrugada.

– ¿Qué pasa, colorado? -dijo Etchenaik tocándole el brazo-. Te llamé a la Jefatura. Necesito que te ocupes urgente de una piba que levantaron ayer.

El otro echó la cabeza hacia atrás, lo miró por encima de los lentes bajos y angostos.

– Hubo tiros en la sala y hay dos fiambres. ¿Vos qué hacés acá?

– Busco a un amigo.

Macías metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Convidó.

– Mi amigo se llama Sayago -dijo el veterano sin aceptar.

El otro se rió:

– Me imaginaba.

– ¿Lo mataron?

– No. Liquidó a uno y el otro está detenido. Vinieron a amasijarlo. Estaba prevenido y los esperó con el chumbo bajo las sábanas.

– Ahora sí, dame un faso -dijo Etchenaik.

– Inspector -interrumpió un cana a su lado-. El sargento Ferreira pide instrucciones; no se le puede sacar nada al detenido.

– Que espere -dijo el colorado sin mirarlo-. Vos sabes algo, Etchenaik…

– Un muerto es de los que entraron. ¿Y el otro?

– Accidente. Un tipo que estaba dos camas más allá. El susto nomás, por el estruendo. Sufría del cuore.

Etchenaik se acordó del viejito que flotaba de sala en sala.

– Gracias, inspector… -lo palmeó afectuosamente.

Metió la mano en el bolsillo, sacó la cédula mentirosa, la puso frente a los ojos de Macías.

– Ésta es la piba, aunque el nombre es otro. La levantaron del Ibérico ayer a la tarde.

– Bueh… No sé. Esa mano viene complicada.

– Salvala y te regalo lo que quieras.

El veterano lo miró un instante y luego se encaminó hacia adentro. Macías hizo un gesto al vigilante que custodiaba la puerta interna.

– Doria, no me lo deje pasar.

Etchenaik volvió.

– ¿Qué querés?

– Sayago se escapó. Después de los tiros tu amigo saltó de la cama, se puso la gorra, la camisa y salió. Doblado pero salió. Tomó un taxi a punta de revólver y chau.

– Hizo bien. Y ahora me voy yo.

Etchenaik enfiló hacia la puerta de salida.

– Klinger, no me lo deje salir -gritó Macías al custodia.

Regresó con cara de enojado.

– No me jodás más.

– Decime todo lo que sabés.

– ¿Me dejás ir?

– Sí, pero sé bueno -Macías le puso las dos palmas sobre las mejillas, cariñosamente, como palpándole la barba-. Simplificame el asunto, hoy tenía franco y quería irme afuera.

Etchenaik arrancó una tirita del borde del diario de Macías y habló mientras escribía:

– Éste es el tipo que lo mandó amasijar. Sayago es empleado de él y sabe demasiado de algunos asquerosos asuntos de familia y de guita. Del primer intento lo mandó al hospital; ahora lo vinieron a rematar pero el Negro es duro. Hizo bien en rajar porque lo van a seguir hasta el final.

– Vicente Berardi -deletreó Macías y se quedó mirando el papel.

– Es un industrial de Avellaneda. ¿Me dejás ir?

Macías no lo oía. Abrió Clarín y se puso a buscar algo volviendo las páginas con ruido.

– ¿Qué hacés?

– ¿Es este Berardi? -preguntó el inspector y le puso el diario bajo la nariz, señaló la foto.

143. El nuevo secretario

Eran cinco columnas de la página nueve bajo el título «Designaciones en el área económica». Había un subtítulo: «Trascendieron los nombres de los nuevos funcionarios. Asumen el martes». Seguía un texto corto y a media página una serie de cuatro fotografías. En la última estaba un Berardi algo más joven pero inconfundible: Vicente O. Berardi. Nuevo secretario de Desarrollo Industrial.

Etchenaik plegó el diario. Se le habían ido el apuro, el enojo y la sangre de la cara.

– Sí, es éste. ¡Qué lo parió…!

– ¿Estás seguro?

El veterano asintió.

Macías le quitó el diario de la mano con gesto enérgico y se lo guardó en el bolsillo. Ahora fue él quien lo palmeó.

– Andá y tené cuidado. No le repitás a nadie lo que me dijiste.

– ¿Y vos qué vas a hacer? -con un golpe de cabeza, Etchenaik señaló vagamente todo aquello: los tiros, el muerto, el herido.

– Veremos qué dice el matoncito este que cazamos. Por ahora las pagará él.

– Claro -dijo el veterano y se quedó callado-. ¿Te movés por lo de la piba? Tiene que ver con esto, eh. Aunque sea por eso…

– Si fuera gente nuestra, te la salvo ahora. Pero hay que ver. Demás está decir que no sabes adonde puede haber ido Sayago…

El esbozo de pregunta quedó en el aire. El colorado lo vio atravesar lentamente la puerta de vidrio y después bajar la escalera a los tirones hasta desaparecer.

Cruzó Paseo Colón y bordeó Parque Lezama caminando despacio. Al llegar a Defensa y Brasil compró La Nación en el kiosco y se metió en el salón familiar del Bar Británico. Pidió una ginebra con hielo.

Encontró la noticia en términos similares a los de Clarín. Hasta la foto era la misma. Cerró el diario, y apoyó los codos encima. Estuvo largo rato mirando hacia el parque. En un momento dado la ventana se llenó con un grupo rumoroso de colores. En seguida entraron los sonrientes feligreses de la iglesia ortodoxa que regresaban del culto. Juntaron las mesas, distribuyeron los niños y se adueñaron plácidamente del lugar y sus sillas. Etchenaik se sintió repentinamente molesto por tanta camaradería, solo y agredido por los alegres propietarios del domingo que llegaban absueltos, benevolentes, flamantes de agresiva caridad. Mientras apabullaban al mozo con vastos pedidos, el veterano recogió su diario y su culpa, dejó el dinero junto al vaso que se empinó de pie y huyó ante tanta empalagosa salud espiritual.

Tomó ahí mismo el 24 y volvió a la oficina. Estaba maniobrando con la llave en la puerta del edificio cuando lo chistaron. Se dio vuelta. No vio a nadie.

– Flaco -llamaron muy cerca-. Flaco boludo.

Ahora lo vio. Apenas sobresalía la gorra por encima del asiento delantero de una pickup estacionada cinco metros más allá. Se acercó.

– ¿Qué haces, Negro?

– Te espero -y tenía la cara como movida o descentrada por el dolor-. Me cansé del hospital y, como no llegabas… Me vine yo.

Sayago trató de sonreír. Etchenaik se inclinó hacía la ventanilla.