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– Diga lo que quiera y acabemos, precisó ella.

– Eso es: usted sabe que a Vicente lo tiene Berardi y yo puedo saber cómo encontrarlo. Usted, no. Es cierto que no sé qué arregló con él, pero todavía está a tiempo de abrirse de ese acuerdo, salvarse ante el pibe de tanta mugre. Porque yo los voy a reventar, los voy a hacer saltar para arriba. Tal vez en este mismo momento…

– Qué carajo vas a hacer saltar vos, otario.

Etchenaik giró la cabeza y era de pensar que esa voz que golpeaba como escupida no salía de una boca sino del sucio caño del revólver que le apuntaba. El arma estaba en manos de Vicente Berardi padre y a su lado estaba don Mariano Huergo con su infaltable cuello estrecho sonriendo pese a todo.

– Atendeme, pelotudo -dijo el futuro funcionario con los dientes apretados-. Esto termina mal, como corresponde. ¿O tenías alguna boludísima idea de que podía pasar otra cosa?

Nancy sonrió y se incorporó al grupo. Etchenaik sintió que todo el cuerpo se le aflojaba, era un globo desinflado en un rincón del living después de la fiesta.

148. Un sopapo

Ahora estaban los tres frente a él. Berardi se adelantó.

– ¿Qué pensabas, imbécil? ¿Que nos ibas a destruir tirándonos unos contra otros?

Etchenaik recordó con rencor y melancolía una lejanísima Cosecha roja que no volvería a releer.

– Somos gente grande, Etchenaik: las diferencias se solucionan conversando -explicó ella.

– Mejor así -dijo el veterano-. No podía pensar que había diferencias entre ustedes. Es bueno confirmar que son tres víboras parejas.

Nancy lo cruzó con una cachetada larga. Pero no le dio de lleno; los dedos de uñas afiladas pegaron contra la mejilla y la nariz y sintió como si le rastrillaran la cara. Se fue para atrás, tropezó con una silla, cayó sin honor ni gracia sobre la alfombra ajena.

– No perdamos más tiempo -era Berardi el que hablaba-. Queremos saber de dónde sacaste esto y dónde está Sayago. Y ligerito.

Etchenaik se levantó con la mano en la cara marcada.

– Ustedes ya perdieron -dijo-. Yo puedo hablar, les digo lo que quieran, pero Sayago los va a cagar. No tiene nada que perder y va a ir a la cana.

– Va muerto -diagnosticó don Mariano-. Y vos también.

– Yo les digo lo que sé, como siempre: la libreta la tenían los amiguitos de la pesada de Vicente. Ellos sabrán cómo y dónde la consiguieron. Ya deben estar actuando. Ésos no son de quedarse quietos…

El veterano tiraba al azar, voleaba trompadas aparatosas como un peleador sin chance, que aspira al nocaut providencial. Tuvo suerte. Berardi agitó la cabeza, fingió un desaliento teatral para tapar la inquietud sorda, el swing que le había calentado la oreja y las neuronas.

– No seas boludo. Mientras vos te hacías el bonito con ella verificamos que está todo en orden, sin novedad.

– Álamos y Abedules -recitó Etchenaik y esperó el efecto-. A esta altura esos nenes les deben haber escupido el asado, el funcionario va a tener que meterse la Secretaría en el culo y aguantarse una linda extorsión no negociable.

El industrial se acercó con lentitud, le agarró el mechón de pelo delicadamente y pegó un tirón digno de un sioux:

– Basta de inventar, hijo de puta. Decí: ¿De dónde sacaste la libreta? ¿Cómo sabés eso?

– Suélteme y muestro algo -dijo Etchenaik balbuceando por el dolor.

Berardi aflojó lentamente la presión, dio dos pasos atrás. Etchenaik agachó la cabeza y la agitó como para sacarse una idea fija o un mal recuerdo.

– Miren -dijo. Y metió la mano en el bolsillo interior del saco, buscando algo.

Pero no sacó nada y dejó la mano allí. Pasaron segundos y los miraba uno a uno. Berardi siempre le apuntaba a la cabeza.

– Usted no puede tirar -dijo el veterano encarándolo-. Tengo la mano en la culata del revólver y si saco o trato de sacar va a haber tiros. Probablemente la ligue yo, pero igual no le conviene… ¿Cómo explicar un cadáver en el living de su ex mujer? ¿Cómo evitar el escándalo ahora, con los disparos? Además, pierde toda posibilidad de recuperar a Vicente… Si yo saco el fierro, no hay Secretaría ni juramento el martes.

Etchenaik siguió con la mano inmóvil bajo el saco. Berardi movió el revólver, se mojó los labios con la punta de la lengua.

– Vos no podés nada, no sabés nada… ¿Qué querés?

– Conversar un rato.

– ¡No! -gritó Nancy-. Reventalo, Vicente; es un peligro este hijo de puta. Reventalo y lo tirás por ahí…

– Esos modales, señora… ¿Tiene miedo de que conversemos?

– ¡Dame! -dijo ella y estiró la mano brutalmente hacia el revólver.

Berardi la golpeó de revés, de abajo hacia arriba, y Nancy dio un grito corto, de loca.

– Siempre terminamos así con vos -concluyó con indiferencia el industrial de Avellaneda.

149. En coche la muerte

Nancy retrocedió tapándose la boca; primero hasta la puerta, después giró y salió por donde había entrado. Etchenaik miró a su derecha: a don Mariano Huergo no se le había movido un pelo. Pero faltaba el remate.

– ¡Nano! -gritó ella desde adentro.

– ¡Dejá de joder! -la intimó el abogado-. No arruinés las cosas.

Hubo un portazo y unos segundos de distensión. El veterano sacó un cigarrillo con la mano Ubre, y mostró la otra, vacía, como el mago que humilla con las evidencias de su destreza, la estupidez del auditorio.

– Se resquebraja el frente interno -ironizó. Pero calculó mal.

– ¡Te voy a resquebrajar la cabeza, boludo! -gritó Berardi, que ya era otro. Revoleó el brazo y lo golpeó fuerte y de revés con el caño sobre la sien.

El veterano tiró la cabeza hacia atrás y amortiguó el golpe en parte. Quedó tambaleante contra la pared.

– Vamos a dar una vuelta… -dijo Berardi, y el gesto abarcaba al abogado también-. Sacá el auto vos.

Le tiró las llaves al cogotudo, que salió como a hacer un mandado. Al menos eso veía Etchenaik: había un jefe.

Aturdido todavía, sintió que el industrial lo agarraba del cuello como colgándolo de una percha excesivamente alta mientras le clavaba el cañón del revólver contra la columna. Una mano rápida hurgó entre sus ropas y lo desarmó.

El Torino negro estaba estacionado en doble fila con el abogado al volante, que estiró el brazo y abrió la puerta de atrás. Berardi se pegó a la espalda de Etchenaik y lo hizo caminar casi a presión hasta meterlo a rodillazos dentro del auto.

– Ahora vamos a hablar -dijo cuando estuvieron en marcha por Callao hacia Libertador.

– Sí, hablemos -dijo Etchenaik.

– ¿Quién más sabe lo de Vicente?

– Nadie más.

– ¿Y Sayago?

– No tengo la menor idea. No tuve tiempo de ocuparme de él. Cuando fui a verlo al Argerich me encontré con el tiroteo y la noticia de que se había pintado. Ustedes trabajan muy mal ciertas cosas: nunca terminan de liquidar a nadie.

– No creas.

Etchenaik tuvo la imagen de la mamá de Tony atravesando el patio con una taza de té.

– ¿Qué me das si hablo?

El industrial sonrió.

– Nada. Ninguna seguridad. No te necesito -las luces del Ital-Park le colorearon la cara.

El veterano se calló. Don Mariano Huergo se aceleraba repentinamente apurado y el Torino roncaba parejo hacia la muerte. Pasaron frente al Planetario.

– ¿No te hace acordar de nada, hijo de puta? -le dijeron desde adelante.