— De acuerdo. — El húngaro alzó las manos como si quisiera demostrar que no tenía nada que ver con todo aquello —. Dejemos el asunto, pero la pregunta continúa siendo la misma. ¿Qué cara jo hacemos?
— Marcharnos.
— ¿Y crees que llegaríamos muy lejos si Ies decimos que se metan a sus enfermos en el culo?
— ¿Qué pueden hacer?
— Ponte a imaginar… — Lanzó un sonoro resoplido —. ¡Bien! — admitió —. Pronto oscurecerá y lo mejor será que montemos el campamento y tratemos de buscarle una solución a este maldito embrollo. — Se aproximó a donde el anciano del cabello blanco aguardaba, impasible, junto a los enfermos —. Aquí durmiendo — le dijo —. Mañana «Camajay-Minaré» diciendo.
El otro se limitó a hacer un gesto de asentimiento, y mientras los «racionales» colgaban sus chinchorros y alzaban una techumbre se dedicó a cortar ramas con las que muy pronto encendió un gran fuego.
Oscurecía cuando de la espesura comenzaron a surgir desnudos guerreros fuertemente armados que sin mediar palabra, sin un susurro y sin apartar los ojos de Yáiza se fueron acuclillando en torno a la hoguera con sus largos arcos o sus inmensas cerbatanas enhiestas ante ellos.
Eran como estatuas de bronce, inmóviles, y con la tersa piel cobriza muy lisa y brillante, firmemente asentados sobre sus anchos pies y sin otra muestra de vida que su levísima y silenciosa respiración, e impresionaba observarlos y comprender a cuántos miles de años de distancia se encontraban.
— No comieron, no bebieron, y era de imaginar que ni tan siquiera dormir necesitaban, como si su única misión fuera estudiar a aquella guaricha de ojos verdes, que según su anciano «piache» era la diosa «Camajay-Minaré»; dueña absoluta de bosques, ríos, cascadas y lagunas; la que embrujaba a los hombres y en cuya mano estaban los más secretos poderes.
— Me asustan.
Aurelia lo había dicho, casi con un susurro, y Zoltan se volvió a ella y sonrió tranquilizándola.
— No tema. Cuando se pintan de negro hay que tenerles miedo, pero ahora tan sólo buscan la protección del fuego que les libra de los demonios de la noche, y ver de cerca a Yáiza porque están convencidos de su poder.
— ¿Y qué pasará cuando descubran que ese poder no existe?
— Mañana se lo diré. Ahora intente dormir y no le dé más vueltas.
— ¿Dormir? — se asombró ella —. ¿Imagina aue podré dormir sabiendo que esos salvajes están ahí?
Pese a ello, durmió. Vencidos por la fatiga y las emociones, los «racionales» se fueron rindiendo uno tras otro; todos, excepto el húngaro, que permaneció tan inmóvil como los propios indígenas, sin apartar la vista de Yáiza, que pasada la media noche comenzó a gemir y estremecerse para acabar despertando sobresaltada y contemplar con ojos casi desorbitados, a los indios que no habían cesado de mirarla.
Luego, al advertir que también Zoltan Karrás la observaba, masculló rencorosa.
— ¡Lo ha conseguido! ¡Ya han vuelto!
— ¿Quién?
— ¡Todos! Todos juntos… — ¿Qué te han dicho? — No he querido escucharlos. — Pero de ellos: de los enfermos. ¿Qué te han dicho? — Nada.
— ¿Nada?
— Nada en absoluto. Vienen a contarme sus problemas o a pedir que les ayude.
— ¡Pues vuelve a dormirte! — susurró el húngaro roncamente —. Y conserva la calma porque de tu actitud depende que salgamos con bien de este mier-dero.
Yáiza no respondió. Se tumbó en la hamaca, escuchó el rumor de la lluvia que llegaba del Sur y que pasaba como un viento que se alejara murmurando, y escuchó también el canto de las mil aves de la selva; el ulular de la araña-mono, el rugido del araguato e incluso el lejano maullido malhumorado del jaguar. Escuchó el chisporroteo de las llamas, la leve respiración acompasada de su hermano Asdrúbal, y el silencio de los quietos indígenas cuyos ojos sentía sobre su cuerpo. Escuchó y, aun despierta como estaba, pudo oír claramente la algarabía de los muertos que la llamaban: Damián Centeno y don Matías Quintero; «Seña» Florinda, «la que leía el futuro en las tripas de los marrajos», y Cándido Amado; Abigail Báez, siempre a lomos de su negro caballo y el Catire Rómulo con sus tres alazanes tostados, hermanos los tres de padre; Goyo y Ramiro Galeón…
Al amanecer era ella la que ardía en fiebres, temblaba y se estremecía, y cuando los indios la observaron perplejos, el húngaro Zoltan Karrás aprovechó la ocasión para sentenciar con voz profunda:
— Ahora guaricha los malos espíritus teniendo. Nosotros muy lejos llevando. Pronto enfermos curando.
Nadie osó discutir una verdad tan evidente, ni nadie se rebeló cuando el anciano «piache» del cabello blanco ordenó que cuatro de sus hombres cargaran en parihuelas a «Camajay-Minaré», mientras el resto de los guerreros abrían un ancho sendero para que pudiera viajar cómodamente.
Él se quedó allí, a la espera de que los malos espíritus se alejaran definitivamente, y los enfermos pudieran regresar a contar a sus esposas, sus hijos y los hijos de sus hijos, que fueron escogidos por los cielos como prueba viviente del poder de una diosa de los bosques que se había reencarnado en una alta y hermosa guaricha de ojos verdes a la que visitaban los difuntos.
Porque durante el transcurso de aquella larga noche, el anciano, los enfermos, e incluso la mayoría de los silenciosos guerreros habían escuchado también sobre el ruido de la lluvia, los cantos de las aves nocturnas, el rugido de los araguatos, el ulular de la araña-mono, o el hambriento maullido del jaguar, las lejanas voces de los muertos, las llamadas, los llantos y las súplicas de todo un ejército de espíritus de «racionales».
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El viaje ganó velocidad puesto que la mayor parte del trabajo lo realizaban ahora los activos indios que abrían la trocha como si en verdad creyeran que «Camajay-Minaré» se llevaba muy lejos los malos espíritus que se habían apoderado de su gente.
Ninguno parecía conocer más de media docena de palabras «racionales», y ni siquiera con el húngaro conseguían comunicarse, pues constituía al parecer un pueblo nómada que utilizaba un dialecto en el que muy pocos términos correspondían a su equivalente en el lenguaje de los «arekunas», «kamarakotos», o «pemones» de la Gran Sabana que conformaban desde siempre las familias o agrupaciones de individuos que más solían relacionarse con los mineros del Caroní y el Paragua.
— Aquí se asentaban antiguamente tribus muy numerosas — señaló Zoltan Karrás —, empujadas más tarde hacia el Sur por los feroces «caribes», que en sus invasiones alcanzaron incluso el «Raudal de los Guaharibos», donde al fin los «guaicas» consiguieron detenerles. Pero el resultado de esa larga guerra fue que aquí y allá quedaron comunidades aisladas, a veces de procedencia «caribe» y a veces autóctonas, que fueron degenerando incapaces de comunicarse ni siquiera con quienes tenían su mismo origen étnico.
— ¿Y cree que éste puede ser uno de esos grupos?
— Debe serlo, porque resulta extraño que salvo el anciano, que tal vez en su juventud trabajó como cauchero, ningún otro conozca una sola palabra inteligible, excepto «wei», el Sol, y «kapei», la Luna, que son vocablos comunes a los «taurepán», «arekunas» y «kamarakotos». Por su aspecto yo diría que son yehuaná en trance de extinción.
— ¿Y dónde están las mujeres? No hemos visto más que hombres.
— Escondidas mientras los guerreros cazan. Para la mayoría de estas gentes las mujeres apenas son algo más que semiesclavas que viven para tener hijos y realizar los trabajos más duros, y en cuanto enferman o envejecen las abandonan a su suerte.
La hoguera brillaba de nuevo alumbrando los impávidos rostros de unos indios aparentemente capaces de no dormir por segunda noche consecutiva, puesto que continuaban con los ojos fijos en aquella «Camajay-Minaré» que parecía haberlos hechizado para siempre.