— Entiendo… — admitió el húngaro y tras meditar de nuevo, se puso en pie, avanzó hasta la orilla, aspiró el humo de su pipa como si buscara en él una respuesta a sus dudas y, sin dejar de contemplar la ancha corriente, señaló —: Aquí no hay caimanes y las pirañas jamás atacan si no huelen sangre, aunque si hay sangre acuden por millares sin que nadie sepa de dónde carajo salen. — Podría creerse que, por primera vez, se encontraba realmente perplejo, pero al fin negó con un gesto —. Pero nunca he trabajado en el agua, y no me gusta cargar con la responsabilidad de algo que no conozco.
— Nadie le responsabilizaría — protestó Asdrúbal.
— ¡«Yo» me responsabilizaría! — fue la rápida respuesta —. Ahora me siento tranquilo porque puedo hacer frente a cualquier situación… — Se volvió a mirarle de frente y resultaba evidente que había una luz de preocupación en sus clarísimos ojos —. Pero lanzarme a una aventura que desconozco y en la que arriesgo otras vidas es algo muy distinto.
— ¡Sólo son siete metros!
— ¡Como si fueran siete mil!
— ¡Siete metros que nos separan de una fortuna! — insistió Sebastián —. ¿Es que vas a renunciar cuando estamos tan cerca?
— Las distancias son como el tiempo, carajito… — sentenció el húngaro —. No siempre miden lo mismo. Para mí siete kilómetros de la peor selva son un paseo, pero siete metros de agua constituyen un abismo, ¡olvídalo!
— No puedo.
— En ese caso no lo olvides, pero no cuentes conmigo. — Sus ojos habían cambiado, cobrando una opacidad extraña —. Lo único que tienes que hacer es presentarte a Salustiano y pedir que te cambie la Concesión. Ya conoces las reglas: treinta metros cuadrados por persona. Entre los cuatro podéis copar el recodo del río.
— ¿Y usted qué haría?
— ¡Anda, carajo…! — explotó el húngaro —. Durante cincuenta y siete años me las he arreglado solo. ¿Crees que no puedo trabajar sin ayuda de nadie o largarme al carrizo si se me antoja…?
— Nos gusta su compañía.
La expresión del otro se suavizó:
— Y a mí la vuestra, pero está claro que pronto o tarde tendremos que seguir rumbos distintos. Lo vuestro es el agua; lo mío la tierra. Así tenía que ser — sonrió divertido y guiñó un ojo —. Y ahora quiero seguir durmiendo — concluyó.
Regresó a su «chinchorro» y comenzó a mecerse con los ojos fijos en las copas de los árboles y las nubes que regresaban amenazando nuevas lluvias, pero no logró conciliar el sueño porque en su mente se había instalado la inquietante idea de que allí, en el recodo del río que tenía a la vista, y a siete metros de profundidad — ¡tan sólo siete metros! — una muchachita extraña aseguraba que se ocultaba una «bomba» de diamantes.
— ¡Vaina!
Eran ya muchas las noches en que, pese al cansancio de toda una larga jornada de trabajo, había permanecido despierto en la hamaca pensando en Yáiza y volviéndose a buscar su propia sombra, como temiendo que «Kanaima» se la hubiera robado, y a veces, en medio de las tinieblas presentía una presencia extraña que no podía atribuir a los murciélagos-vampiros, pese a que éstos se habían convertido en la peor plaga del campamento.
Como si la noticia de la abundancia de sangre humana hubiera llegado hasta el confín de la selva, las repelentes bestias habían acudido a Turpial por millares, y dormitaban de día colgando como racimos de los más altos árboles, para desprenderse a la caída de la tarde, y mantenerse a la expectativa en cuanto caía la noche, listas para asaltar a sus víctimas, apenas las hubiera vencido el sueño.
Nunca, con toda su larga experiencia guayanesa, había conseguido sorprender a un murciélago en el momento de atacar porque se diría que poseían un sexto sentido que les advertía aunque fingiera dormir, y tan sólo al final de la noche, cuando ya el cansancio le había vencido realmente, se aproximaban para clavarle sus finísimos colmillos, anestesiarle, y extraerle poco más de medio litro de sangre que iban expulsando simultáneamente.
No bastaba el fuego para ahuyentarles, conseguían morder incluso a través de la lona de una tienda de campaña, y cuando se encontraban hambrientos se introducían por las rendijas de las chozas y si en ese momento se les alumbraba revoloteaban de un lado a otro, chillando y mostrando sus colmillos ensangrentados, en lo que constituía uno de los espectáculos más pavorosos que se pudieran presenciar.
Pero el húngaro sabía que en aquellos momentos brillaba el sol, los murciélagos continuaban colgados de los altos árboles y Yáiza charlaba con sus hermanos a la entrada del puente… ¿Quién merodeaba por tanto en torno suyo? ¿Quién le inquietaba produciéndole un desasosiego que no había experimentado ni en los peores momentos de su ajetreada existencia? ¡«Kanaima»!
«Kanaima» que tal vez se sentía celoso de aquella chiquilla en la que los dioses habían puesto sus ojos, o que buscaba venganza por alguna desconocida afrenta y le había elegido como instrumento de su odio.
— ¡Mejor me marcho! — se dijo cuando ya caía la tarde y las sombras comenzaron a apoderarse nuevamente del río y la selva —. Mejor me agarro mis «macundos» y me dejo llevar por la corriente hasta desembocar en el Paragua. Al fin y al cabo, en este mierdero no hay «guiña» y estaré más tranquilo en Upata o San Félix.
— No quiero que se marche.
Se volvió alarmado y le sorprendió verla allí, sentada junto al «chinchorro» tranquila y sonriente, pero más le sorprendió que pareciera haber leído sus pensamientos.
Pese a ello, inquirió suavemente.
— ¿Qué te hace pensar que quiero marcharme?
— Me lo han dicho.
— ¿Quién?
— El mismo que me dijo dónde están los diamantes: Xanán.
— ¿Xanán? — se sorprendió el húngaro —. ¿Un indio?
Ella asintió.
— ¡Acabáramos! — protestó Zoltan Karrás —. ¡Podías haber empezado por ahí! ¿Cómo se te ocurre hacerle caso a un indio? ¿Qué saben los indios de diamantes? Nunca he conocido ninguno capaz de distinguir una buena «piedra» de un cristal de roca. — Éste lo sabe. Está muerto. Zoltan Karrás se envaró y resultó evidente que sentía molesto porque durante una décima de segundo se le había erizado hasta el último vello del cuerpo.
— ¿Muerto? — pudo murmurar al fin —. ¿Te ha hablado un muerto?
— Usted sabe que lo hacen — fue la tranquila respuesta —. Me habían dejado tranquila pero la otra noche volvieron por su culpa. — ¿Por mi culpa?
— Insistió en que ayudara a aquellos indios… — Hizo un gesto con la mano como desechando el tema —. Aunque no tiene importancia. Hubieran vuelto de todos modos.
— ¿Y no te asustan?
— ¿Por qué habrían de asustarme? Estoy acostumbrada. No me gustan, pero tampoco me asustan.
— ¿Y éste? — quiso saber el húngaro —. El que te dice dónde están los diamantes. ¿Por qué lo hace?
Se encogió de hombros:
— No lo sé. — Hizo un gesto indeterminado como si ella misma se encontrara desconcertada —. En realidad lo único que pretende es llevarme a su tribu.
— ¿Por qué?
— Tampoco lo sé.
— ¿Piensas ir?
— No. — Lanzó una larga mirada a su alrededor como si estuviera descubriendo una vez más la selva —. Tenía razón mi madre v nunca debimos venir. ¿Qué demonios pintamos nosotros aquí?
— ¿Y qué demonios pinto yo? Si trato de buscar respuesta a ese tipo de preguntas se me seca el cerebro… — Se balanceó suavemente en su «chinchorro» sin apartar los ojos de ella —. Y para colmo, apareces tú v me cuentas que un indio muerto te dice dónde hay diamantes. ¿De qué murió?