— ¡Tú no los conoces, muchachito! — replicó Cara-e-locha preocupado —. Si por un diamante son capaces de desafiar a la selva, los indios, las serpientes, las fieras y los murciélagos, también desafiarán el agua. Se atarán una piedra al cuello con tal de llegar abajo aunque se queden allí para siempre. — Se volvió a Zoltan Karrás y su tono no admitía réplica —. Dime la verdad — insistió —. Necesito saberlo, porque es la única forma que tengo de imponerme… ¿Qué has encontrado?
El otro extrajo con parsimonia el tubo de caña y desparramó una vez más las piedras sobre el plato de latón.
Salustiano Barrancas las observó sin tocarlas, lanzó un leve silbido de admiración y chasqueó la lengua con gesto de fastidio.
— Es más de lo que la mayoría ha conseguido en tres semanas — dijo —. Desde la «bomba» de «Salva-la-Patria» no había visto nada semejante. — Se volvió a Yáiza —. Tienes los ojos más bonitos que he visto, muchachita, pero Dios te guarde el oído para «La Música». A tu lado, cualquiera puede hacerse rico… — Se mordió de nuevo el labio en lo que aparentaba ser un tic nervioso que demostraba su grado de preocupación —. Me caes bien, pero me vas a echar más lavativas que una veintena de «rionegrinos» borrachos… — Extendió la mano, se apoderó de una de las piedras y se la guardó tranquilamente en el bolsillo —. Mi parte — dijo, y se puso en pie, para encaminarse a la salida con paso cansino —. ¡Buenas noches! — añadió —. Mañana tomaré una decisión.
Pero a la mañana siguiente nadie pudo introducir tan sólo un dedo en las aguas del Curutú, porque podría creerse que todas las pirañas de la cuenca del Paragua se habían dado cita ante Turpial y hasta el hecho de cruzar el frágil puente constituía una proeza pues nada había que impresionara más que distinguir a un metro de distancia cientos de plateados lomos que cruzaban casi a ras de agua, y miles de afiladísimos dientes que se vislumbraban ansiosos y dispuestos a destrozar cuanto se pusiera a su alcance. — ¿Por qué?
El húngaro se volvió a Sebastián que era quien había hecho la pregunta.
— No tengo la menor idea, pero es muy posible que algún hijo de perra se haya dedicado a cebar el río.
— ¿Cara-e-locha?
— Sería la forma de evitarse problemas, pero más bien parece cosa de alguien que pretende impedir que bajemos a por más «piedras». Dentro de unos meses volverán con buzos, reclamarán la concesión y se llevarán los diamantes.
— ¡No pienso consentirlo!
— ¿Y cómo vas a impedirlo? ¿Sentándote a esperar? Continuarán cebando el río, noche tras noche, y si son, como imagino, los «rionegrinos» de el Bachaco, puede que incluso nos utilicen como carnada. — Agitó la cabeza pesimista —. Era demasiado bonito — musitó —. Demasiado bonito porque está claro que en quince días nos habríamos hecho ricos. — ¡Hijos de puta!
Era Asdrúbal el que lo había dicho y Zoltan Karrás trató de consolarle:
— ¡Tranquilízate! — pidió —. Así es la vida del minero. Mil veces cree tener la fortuna al alcance de la mano, y mil veces se le escurre entre los dedos. ¿Recuerdas que te hablé de Al Willians, el compañero de McCraken…? Había pasado toda su vida luchando por encontrar un buen yacimiento y cuando dio con el mejor, con «La Madre de los Diamantes», le mordió una «mapanare» y duró tres horas. Al menos, seguimos con vida, y eso, dadas las circunstancias, puede considerarse un éxito.
— Me gustaría tener su calma.
— Eso sólo se consigue con los años y te aseguro que no vale la pena.
— ¿Y qué vamos a hacer ahora?
Como primera solución Salustiano Barrancas accedió a devolverles parte de la primitiva concesión en tierra firme a nombre de las mujeres, reservándoles al mismo tiempo los derechos sobre la curva del río, aunque se mostró pesimista en cuanto a sus posibilidades de continuar buceando en aquellas aguas si efectivamente alguien se estaba dedicando a proporcionarle carnada a las «caribes».
— ¡Tronco de vaina, nos han echado a todos! — masculló malhumorado —. Ahora los muchachos ni siquiera pueden meter los pies en el río para lavar el material. ¡Ya han mordido a tres! Por lo menos, comida no va a faltar, porque al que le guste la piraña no tiene más que lanzar un anzuelo al río y tiene cena.
— Han sido los «rionegrinos», ¿no es cierto? — quiso saber Zoltan Karrás.
«El Fiscal de Minas» abrió las manos en un gesto de impotencia o ignorancia:
— ¡Escucha, «Musiú»! — replicó —. Aunque consiguiera averiguarlo no puedo hacer nada, porque no existe ninguna ley que prohíba alimentar peces. Lo que ha ocurrido me gusta tan poco como a ti porque mientras esas piedras continúen ahí abajo significarán una fuente de problemas. Habrá muertos, y, digan lo que digan, no me divierten los muertos… — Hizo una larga pausa que aprovechó una vez más para limpiarse los lentes —. Si quieres un consejo, lárgate, y, sobre todo, llévate a esos «isleños», porque la mina no es para ellos. La mina es para tipos como tú y como yo, y, a veces, incluso a mí me viene grande.
Era un buen consejo y el húngaro lo sabía porque los buscadores eran hombres difíciles que podían llegar a convertirse en intratables cuando tenían la menor oportunidad de poner las manos sobre una auténtica «bomba» de diamantes. A La Guayana venezolana, tierra sin ley en la que a nadie se pedía antecedentes ni la razón por la que se encontraba allí, habían ido acudiendo en los últimos años desechos humanos de todos los rincones del planeta, y no resultaba difícil tropezarse con evadidos del penal francés de Cayena, asesinos brasileños huidos de la justicia de su país, bandoleros colombianos, o ex presidiarios de «Él Dorado» que una vez cumplida su condena preferían quedarse por aquellas tierras a regresar a la civilización.
Cualquiera de ellos no se lo pensaría a la hora de asesinar a un ser humano con tal de apoderarse de un «placer» como el que al parecer existía en el fondo de la ancha curva del Curutú, y ni siquiera el respeto que en circunstancias normales imponía el miope Cara-e-locha conseguiría probablemente detenerlos.
— Al fin y al cabo… — fue la explicación que Zoltan Karrás dio más tarde a los Maradentro — a mí este asunto nunca acabó de gustarme y cada vez que los muchachos se sumergían, se me arrugaba el ombligo. ¡Mejor nos vamos! — ¿Adonde?
Ésa era en verdad una pregunta clave, porque lo cierto era que cuanto habían obtenido era un puñado de piedrecitas que no compensaban los gastos del viaje ni bastaban para pagar cinco pasajes hasta Ciudad Bolívar el día en que el «Fiscal de Minas» decidiera abrir una pista de aterrizaje.
— Seguir río abajo en «bongó» no es cosa fácil — señaló al fin el húngaro —. El Curutú es aún relativamente tranquilo, pero en cuanto desemboquemos en el Paragua tropezaremos con raudales y chorreras. Necesitaríamos una buena curiara.
— Podemos regresar por donde vinimos.
— ¿Sin «bastimento»? — se asombró Zoltan Karrás —. No nos quedan provisiones ni para tres días, y no confío en la caza. Somos demasiados.
— No tiene por qué preocuparse por nosotros — le hizo notar Sebastián —. Nos arreglaremos solos.
Pero les constaba que no sabrían arreglárselas solos, y aquélla fue por tanto una amarga noche de dudas que únicamente se despejaron al amanecer, cuando Yáiza abrió los ojos y descubrió, acuclillado frente a ella, al hermoso «guaica» del inmenso arco.
— Sé donde hay más diamantes — dijo —. Muchos diamantes. Puedo llevarte hasta ellos y no habrá nada que te impida cogerlos.
Le observó con fijeza:
— ¿Por qué lo harías? — inquirió desconfiada.
— Porque eres «Camajay-Minaré» y todo lo que existe en estas tierras te pertenece.