— ¡Ésa sí es fuerte pendejada! Ya me contaron que te llevaste a un chiquillo maquiritare al Parán-Tepuy porque escuchaba «La Música»… — Sonrió burlón —. ¿Encontraste muchas «piedras»?
— Se me murió antes de tiempo.
— Eso le pasa a la mayoría de los que confían en ti, Bachaco. Por eso no quiero hablar contigo de negocios, y me da la impresión de que venías a proponerme uno… ¿O no?
— Diez veces lo que hayas sacado de la concesión y me la cedes. Me enseñas lo que tengas en tu «penetro», se lo llevamos a el Turco, lo valora, y yo te pago, en el acto, diez veces más… ¿Cuál es el riesgo?
— Primero, que ya habrás hablado con el Turco para que tase las piedras a mitad de precio. Y segundo, que cuando me lance río abajo con los «bolos» en el bolsillo, lo más probable es que tus hombres me estén esperando en alguna parte.
— ¡Ésa es una acusación muy grave! — Fingió ofenderse el otro —. Me estás llamando estafador, ladrón y asesino de un solo carajazo. Demasiado, Incluso viniendo de ti, húngaro. — Cosas peores te habrán dicho. — ¿Las hay? — se sorprendió el mulato —. ¡Vaina! Tú sí eres duro para los negocios. ¡Está bien! — concluyó como quien decide cometer una barbaridad —. Te doy diez veces lo que cualquier tasador señale, y te lo garantizo con un cheque respaldado por Cara-e-locha. Como comprenderás, no voy a arriesgarme a perder mi licencia por engañarte en algo que ni siquiera sé si vale la pena. ¿Qué dices? — Tengo que consultarlo con mis socios. — Tú puedes convencerlos… — Adelantó la mano y se la colocó, con ademán de complicidad, sobre la rodilla —. Si lo haces, buscaremos la forma de que te lleves la mejor parte. Al fin y al cabo esos «musiús» no saben un carrizo de diamantes.
— Yo también soy «musiú»… — le recordó Zoltan Karrás apartándole la mano como quien aparta un sapo —. Y deberías saber que jamás engaño a nadie.
— Ése es tu problema… — fue la cínica respuesta del «rionegrino» al tiempo que se erguía con una ágil flexión de las piernas —. Ésa es mi propuesta, y te aconsejo que la aceptes.
Se alejó, sin prisas. Él húngaro lo estuvo observando hasta que desapareció más allá del «restaurant» del griego Aristófanes y sólo entonces decidió encaminarse a la choza de los Perdomo Maradentro, a los que transmitió la proposición que acababa de recibir.
— ¿Usted qué opina? — fue lo primero que quiso saber Sebastián —. Es el único que conoce bien a los «rionegrinos».
— Prefiero no influir en la decisión — señaló el húngaro —. Somos cinco y lo que yo piense es lo de menos.
— Pero a usted nunca le gustó la idea de bajar al fondo del río.
— Menos me gusta ceder al chantaje de ningún Bachaco hijo de puta, que es, probablemente, el que ha cebado las pirañas.
— ¿Y cómo espera librarse de ellas?
— En primer lugar, dejando de alimentarlas. Luego, a los pocos días, probablemente con «barbasco».
— ¿Barbasco? — se sorprendió Asdrúbal.
— Un veneno que los indios utilizan para pescar — aclaró Zoltan Karrás —. Se obtiene machacando una planta, y cuando se arroja en una laguna o un río tranquilo los peces se asfixian y salen a flote. Aquí, con tanto caudal no matarían a muchos pero conseguirían que los «caribes» se alejaran.
— ¿No podríamos hacerlo nosotros?
Negó convencido:
— Nunca reuniríamos «barbasco» suficiente. Hay que conocer muy bien la selva para saber de qué planta se trata. — Su tono era claramente pesimista —. No — insistió —. Jamás lo lograríamos. Las pirañas que ahuyentáramos de día, volverían a atraerlas de noche.
Asdrúbal abrió la boca para añadir algo, pero su hermana le interrumpió con un gesto:
— ¡Vámonos! — pidió —. Aceptemos la oferta y vayámonos de aquí.
La miraron, y tanto a Asdrúbal como a Sebastián se les advertía profundamente molestos.
— ¿Sin luchar? — inquirió el último —. ¿Sin luchar cuando tenemos la fortuna al alcance de la mano?
— Siempre supe que no conseguiríamos esos diamantes — replicó ella con calma —. Están ahí, pero no son para nosotros… — Hizo una corta pausa —. Ésos, no.
— ¿Qué quieres decir?
— Que hay más diamantes en La Guayana. — Sí. Eso ya lo sabemos, pero… ¿dónde? ¿Puedes averiguarlo? — Tal vez.
— ¡No! — La voz de Aurelia sonó firme y casi autoritaria —. ¡Eso sí que no! Ya lo hemos discutido y no quiero que utilices a los muertos.
— Ellos llevan toda la vida utilizándome — le hizo notar su hija —. Ya va siendo hora de que empiecen a compensarnos por cuanto nos han hecho pasar.
— Me asusta.
— A mí no, madre. Han ocurrido tantas cosas en este año, que ya no creo que nos suceda nada peor… — Hizo una larga pausa y por último, con un extraño tono de voz que no parecía pertenecerle, añadió —: Xanán puede llevarnos adonde hay diamantes.
— ¿Y crees que voy a arriesgarme a dar un paso por esas selvas teniendo como guía a un indio muerto? — se sorprendió Zoltan Karrás —. No estoy tan loco.
Yáiza le miró a los ojos, y se diría que, por primera vez, se percibía un destello de autoridad en asa mirada.
— ¿Se le ocurre algo mejor? — quiso saber.
— Volver a casa — replicó el húngaro con innegable malestar.
— No tenemos casa. Ni nosotros, ni usted — puntualizó ella de inmediato —. No tenemos más que un casco de madera que necesita transformarse en barco y un sombrero que cuando llueve le cala. ¿A qué casa quiere que volvamos?
Durante largo rato los traslúcidos ojos del minero permanecieron clavados en el rostro de Yáiza, y por último se volvió a Aurelia y se diría que de pronto se sentía derrotado.
— No sé por qué sigo con todo esto — dijo —. Debería agarrar mis «corotos» y seguir mi camino, pero no consigo hacerlo. — Chasqueó la lengua con un ademán que denotaba fastidio e impotencia —.
¿Por qué? — quiso saber —. ¿Qué maldito bebedizo me han dado que me impide perderlos de vista? Yo era un tipo feliz hasta que los encontré y ahora incluso empiezo a dudar de cómo me llamo… — Mostró las manos con las palmas hacia arriba como si con ello quisiera indicar que se rendía incondicionalmente —. ¡De acuerdo! — admitió —. Si lo que quieren es que cedamos la concesión a ese negro de mierda, se la cedemos. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo para opinar sobre los muertos?
Bachaco Van-Jan cumplió su promesa, permitió que el belga Dobson — el más justo de los tasadores — valorara las «piedras» y le entregó al «Fiscal de Minas» un cheque del que éste descontó su inevitable cinco por ciento dándole a cambio al húngaro un pagaré en papel oficial.
— Cualquier Jefe Civil te lo abonará — dijo —. Ahora puedes irte sin miedo a que los «rionegrinos» te asalten… — Le observó con detenimiento —. Me duele que esto haya acabado así — añadió —. Pero creo que los «isleños» estarán mejor lejos de aquí.
— Algún dia le arreglaré las cuentas a ese Bachaco — masculló Zoltan Karrás mientras se guardaba el pagaré —. Puedes jugarte las bolas.
— Eso no te traería más que problemas — fue la sincera advertencia —. Alguien lo matará, y pronto, pero no me gustaría que fueras tú. No se puede demostrar que él «cebara» a los «zamuritos» y vistas como están las cosas te ha hecho un favor… — Comenzó a limpiarse las gafas con su eterna parsimonia —, ¿Qué piensas hacer? — quiso saber —. He oído que proyectan construir una presa en el Caroní y que con el tiempo San Félix se convertirá en un lugar casi tan importante como Ciudad Bolívar. Tal vez deberías establecerte allí y labrarte un futuro lejos de las minas. Ya no eres un niño — le recordó sonriendo —. La «busca» empieza a ser demasiado para ti…