— No me veo vendiendo clavos detrás de un mostrador — replicó el húngaro que había encendido su pipa apuntando con ella a su interlocutor —. ¿Sabes lo que en verdad me apetece? — inquirió, y ante la muda negativa del otro señaló —: Me gustaría reunir una buena suma, irme a por Jimmy Ángel, y asociarme con él en la búsqueda de «La Madre de los Diamantes».
— ¡Eso es una tontería, hermano! — protestó Cara-e-locha Barrancas —. ¡No hay tal «Madre de los Diamantes»! No puede haberla, porque el Caroni, el Paragua, el Carrao, el Asa, el Curutú y veinte ríos más que arrastran diamantes nacen a cientos de kilómetros el uno del otro.
— McCraken y Al Willians la encontraron. Llámala «Madre de los Diamantes» o como quieras, pero no cabe duda de que está en alguna parte en lo alto de su tepuy. Jimmy es testigo. Cien veces me ha contado cómo el maldito viejo lo dejó bajo el ala del avión y a la mañana siguiente regresó con un tesoro incalculable. — Aspiró una densa bocanada de humo y negó una y otra vez con la cabeza —. Y Jimmy no miente. Si no estuviera tan seguro, no continuaría jugándose la vida; le bastaría con recorrer el mundo dando conferencias y alardeando de que es el hombre que, en solitario, descubrió la catarata más alta del mundo. — Asintió con idéntico convencimiento —. Yo le creo — concluyó —. Le creo, y me gustaría ayudarle a ver cumplido ese sueño.
— También yo conozco a Jimmy Ángel — admitió Salustiano Barrancas —. Más de una vez nos hemos emborrachado juntos, pero aun en el caso de que en lo alto de uno de esos tepuys se ocultara un yacimiento fabuloso, Jimmy nunca lo encontraría. Ya la vida le dio sus premios: ser héroe de la Primera Guerra Mundial y ver su nombre en la Historia hasta el fin de los siglos. Ahora tiene que pagar el precio, y ese precio no incluye que, además, se haga rico. Si hay algo de lo que yo entienda es de hombres que perdieron su tren, y te garantizo, hermano, que Jimmy es uno de ellos. Por mucho que se empeñe, los diamantes no le quieren, y contra eso no hay nada que hacer.
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Le compraron una ancha y cómoda curiara a un libanés que habla tenido escaso éxito en la «busca» y que aceptó la choza de los Perdomo como parta del pago, y tras despedirse de Salustiano Barrancas abandonaron Turpial muy de mañana, río abajo, aunque ninguno de los cinco sabía, a ciencia cierta, hacia dónde se dirigían.
Balanceándose en su «chinchorro» a la sombra del porche de su barracón, el más cómodo sin duda del campamento, Bachaco Van-Jan los vio pasar sin apartar sus inquietantes ojos de Yáiza, que no se sintió tranquila hasta que las ramas de los árboles que caían sobre el agua lo ocultaron y le asaltó de improviso la impresión de que se encontraban de nuevo solos en la inmensidad de la espesura.
A popa Zoltan Karrás manejaba el canalete que hacia las veces de timón y aunque la anchura y mansedumbre del Curutú en aquel tramo de su cauce no indicaba que pudiera acecharles peligro alguno, se le advertía más inquieto que de costumbre, y de tanto en tanto, cuando los demás no le miraban, se volvía a lanzar una furtiva ojeada a sus espaldas.
Luego, a media tarde, y tras más de una hora de permanecer silencioso y taciturno, pareció tomar una brusca determinación ya que inesperadamente viró a estribor y enfiló la proa de la embarcación hacia un diminuto caño cubierto de vegetación que penetraba por la margen derecha.
— ¿Qué ocurre? — se sorprendió de inmediato Sebastián —. ¿Adonde vamos?
— A ninguna parte — replicó el húngaro muy serio —. Pero como no tenemos prisa prefiero detenerme un rato y ver Jo que pasa.
— ¿Le preocupa algo?
— Todo el que tenga tratos con ese mulato zanahoria y no desconfíe se está jugando el cuello.
— ¡Pero ya no puede quitarnos el dinero! — le recordó Aurelia —. Sólo usted puede cobrarlo.
— No es el dinero lo que me inquieta, señora — fue la respuesta —. 0 yo no lo conozco, o el Bachaco anda buscando algo más que un yacimiento en el fondo del Curutú. Sueña con convertirse en el Rey del Orinoco, y para eso necesita muchísimos diamantes.
— ¡Pues si espera conseguirlos de nosotros, va arreglado! — exclamó Asdrúbal —. ¿O es que le contó algo del indio?
— Yo no le conté nada, pero no olvides que es hijo de negra trinitaria y esa gente tiene un olfato especial para cierto tipo de cosas. Está convencido de que Yáiza escucha «La Música».
-¿Y…?
— ¿Y…? — repitió el húngaro —. ¿Qué harías si imaginaras que existe alguien capaz de localizar yacimientos de diamantes? Te gustaría ver qué es lo que hace y hacia dónde se dirige, ¿no es cierto? Tal vez supone que si pudo quitarnos tan fácilmente la «bomba» de Turpial, también pueda quitarnos cualquier otra… — Recostó la nuca en la popa de la embarcación y se inclinó el sombrero sobre la frente —. Voy a echar un sueñecito — dijo —. Intenta pescar algo para la cena y mantén los ojos bien abiertos.
Pero no durmió pese a que aparentara hacerlo, y al cabo de un rato alzó de improviso la mano, pidió que guardaran silencio, y aplicando el oído al fondo de la curiara, permaneció unos instantes escuchando, y musitó quedamente: —; Ahí están!
— ¿Cómo lo sabe? — inquirió Sebastián en el mismo tono —. No se ve a nadie.
— El agua transmite los sonidos y el casco sirve de caja de resonancia. Cuando navegas resulta muy útil para saber si te aproximas a un raudal, y cuando estás quieto, para averiguar si viene alguien por al río. — Se llevó el dedo a los labios —. ¡Ni una palabra! — ordenó.
Inmóviles como estatuas aguardaron hasta que venciendo el chillido de las loras y los monos les llegaron apagadas voces humanas, y a través del follaje que cubría la entrada del diminuto canal pudieron observar cómo una piragua de más de diez metros de eslora descendía empujada por la corriente aunque un pequeño techo de hojas de palma que caía hasta las bordas, y ocupaba casi toda su parte Central, impedía averiguar el número exacto de sus ocupantes.
— «Rionegrinos» — masculló Zoltan Karrás cuando la enorme curiara se perdió de vista aguas abajo y no existía ya peligro de que pudieran oírle —. El «proero» es un «arekuna» renegado y el timonel un pastueño colombiano que tendría cien muertes sobre su conciencia si por casualidad le hubieran dado conciencia. — Buscó su cachimba y la encendió con especial cuidado para evitar que comprendieran que se sentía inquieto —. No me gusta nada — admitió—. ¡No me gusta un carrizo…!
— Ya se han ido.
— ¿Y crees que basta? En cuanto lleguen a la «maloka» que se alza en la unión con el Paragua y averigüen que no hemos pasado por allí, serán ellos los que nos esperen. Y te juro que no resulta divertido andar jugando al gato y al ratón con «rionegrinos». — Hizo un amplio ademán que pretendía abarcar toda la espesura a su alrededor, y añadió con voz ronca —: Ésta es una tierra salvaje, que no admite mas ley que la de cada cual. — Chasqueó la lengua —. ¿Crees que me agrada saber que en cualquier recodo del río pueden estar acechando unos carniceros entre los que hay «rajadores» de los que le abren a un minero las tripas para quitarle sus «piedras»…? ¡Pues no! No me agrada en absoluto.
— ¿Y qué podemos hacer? — quiso saber Sebastian.
— Esa es «La pregunta de las sesenta y cuatro mil lochas», carajito — replicó el húngaro —. De momento sé lo que no podemos hacer: seguir río abajo, pero no tengo ni idea de lo que debemos hacer.
— ¿Regresar? — aventuró tímidamente Aurelia.