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— ¿Pero qué es lo que quiere exactamente tu pueblo de mí? Aún no me lo has dicho.

El hermoso guerrero se encogió levemente de hombros y su rostro mostró una vez más aquella eterna expresión de fatalismo que parecía constituir al carácter más significativo de su raza.

— Eso tan sólo Etuko. el brujo, lo sabe. Se droga con «ebena» y habla entonces con los «noneshi»; las sombras de los hombres que vagan por la tierra sin descanso; lo que soy yo ahora — pareció meditar largo rato con la vista clavada en el vacío en su triste destino de «noneshi. que ha perdido para siempre su cuerpo, y al cabo de mucho rato, pues los muertos olvidaban toda noción del tiempo, añadió —: Al regresar del más largo de sus viajes al mundo de los espíritus. Etuko nos reunió a los guerreros y nos ordenó que saliéramos en tu busca. Y yo obedecí.

— ¿Y por eso tratas de engañarme asegurando que me llevas donde hay diamantes, cuando en realidad obedeces a Etuko?

— Yo no te engaño — fue la suave respuesta —. Yo sé dónde hay diamantes. Dondequiera que un jaguar mata a un niño y su madre lo llora, sus lágrimas se convierten en diamantes. ¿Por qué ansían tanto los „racionales“ las lágrimas de las madres que perdieron a sus hijos? Los niños las necesitan para enseñárselas a Omaoa y demostrarle que eran buenos y amados en la Tierra, y del mismo modo deberán ser amados en el cielo. — Xanán negó una y otra vez con la cabeza, y musitó quedamente —. No está bien robarle a un niño las lágrimas de su madre… |No está nada bien! Pero tú sigues siendo „racional, y sigues deseando esos diamantes, y por lo tanto te llevaré a un lugar que conozco en que una vez un jaguar mató a un niño.

Resultaba inútil tratar de explicarle a un indio muerto que los diamantes eran trozos de carbono cristalizado porque sin duda se le antojaría mucho más absurdo y menos hermoso que aceptar que se trataba de lágrimas de madre, v del mismo modo resultaba inútil tratar de explicarle lo que significaban los diamantes en el mundo de los — racionales“ y las mil cosas maravillosas que se podían obtener a cambio de ellos. Resultaba todo en los últimos tiempos Un absurdo y fatigoso, que Yáiza había optado por no tratar de analizar cuanto ocurría a su alrededor, dejándose llevar por Xanán y aceptando sus extrañas explicaciones.

— Encontraréis un sendero de dantas — le había señalado la noche anterior —. Siguiéndolo hacia el Sur, alcanzaréis al atardecer una altiplanicie sobre la que se extienden los más hermosos bosques de la Tierra.

Y aquella segunda noche hablan acampado allí, sobre la hermosa altiplanicie de frondosos bosques cuajados de palmeras „pijiguao“, lejos del húmedo y agobiante calor de la orilla del Curutú y de la eterna plaga de „zancudos“ y „gengenes“, pues una suave brisa refrescaba el ambiente y ahuyentaba a los insectos obligando a suponer que era ésta una selva nueva y muy diferente de la que acababan de abandonar.

— A medida que ascendamos, el clima se vuelve más dulce y la espesura menos densa — fue la explicación de Zoltan Karrás —. Lo único malo son los „guaicas“.

— No son — guaicas». Son «Yanoami»; «Seres humanos».

El húngaro observó a Yáiza, y cuando habló habla una punta de ironía en su voz:

— ¿Eso te ha dicho? Pregúntale entonces por qué «Los seres humanos» se comen a los seres humanos.

— No nos comemos a los seres humanos — fue la ofendida respuesta de Xanán —. Cuando un «Yanoami» muere incineramos su cadáver, y el humo, al subir, se lleva su «noneshi» directamente al Gran Tepuy. Luego, sus parientes guardan las cenizas, y al cabo de un año las ingieren mezcladas con carato de plátano para conservar así una parte del ser amado. Puede que eso sea algo que los «racionales» no entiendan, pero yo hubiera deseado que mi cuerpo, en lugar de ser devorado por zamuros y gusanos hubiera sido convertido en cenizas que mis parientes consumieran. — Se hundió de nuevo en una de aquellas larguísimas pausas a las que Yáiza estaba acostumbrada, y al fin concluyó —. Por eso mi «noneshi» no encuentra reposo y tiene que continuar en tu compañía.

— ¿Y qué puedo hacer yo para que encuentres ese reposo y me abandones?

— No lo sé, pero Etuko debe saberlo. Él lo sabe todo referente a los dioses y a las almas. Habla con Omaoa, y Omaoa le dice cómo deben comportarse los hombres para que él los ame y los proteja. Cuando lleguemos al «shabono» de mi tribu, Etuko me dirá qué debo hacer para reunir me con Omaoa para siempre.

— ¿A qué distancia está el «shabono» de tu tribu?

— Lejos. Muy lejos. Mañana llegarás a una laguna donde concluye el sendero de las dantas. Bordeándola, encontrarás un riachuelo de aguas verdes que se abre camino por entre grandes rocas. Síguelo.

Todo se encontraba donde él indicaba: el final del sendero, la laguna y el riachuelo de aguas transparentes que invitaban a un largo baño y a refrescarse riendo y chapoteando, mientras el húngaro fumaba pensativo, preocupado tal vez porque se estaba quedando sin tabaco, o por el hecho de que se adentraban en territorio «guaica» y cuanto aconteciera de allí en adelante escapaba a su control.

El paisaje era demasiado plácido, con una sucesión de colinas y mesetas que continuaban ascendiendo lentamente haciendo que el aire resultara cada vez más limpio y en aquellos bosques, anchos y abiertos, no costaba esfuerzo alguno conseguir un par de monos, alguna pava, e incluso un sabroso pécari cuyos filetes, acompañados de frutos de «pijiguao», nada tenían que envidiar al mejor lomo de cerdo con patatas al horno.

A Zoltan Karrás se le antojaba todo demasiado paradisíaco y pese a que desde siempre habla oído contar que asi era en efecto la tierra de los «guaicas», también habla oído decir que por eso mismo los «guaicas» la defendían con tanta ferocidad, sin permitir que ningún hombre blanco la violara, pero alguien mas la había violado.

Lo descubrieron al cuarto día, sentado sobre una laja de piedra al borde del riachuelo, semidesnudo, barbudo y desgreñado; con el pelo casi blanco de puro rubio y la espalda carcomida por las llagas y las ampollas que le hablan producido los «sututús».

— Sven Goetz — se presentó a sí mismo, en un castellano casi cómico —. Bienvenidos a mi casa.

«Su casa» era un chamizo formado por cuatro postes de madera, un techo de palma, un banco, un incomodísimo «chinchorro» de bejucos, y media docena de toscas vasijas de barro mal cocidas.

— ¿Hace mucho tiempo que vive aquí? Fue lo primero que quiso saber Aurelia horrorizada por el aspecto del lugar y su total carencia de las más elementales comodidades propias de una persona supuestamente civilizada.

— Cuatro años.

— ¡Cuatro años! — Extendió la mano a su alrededor como queriendo mostrar la magnitud de aquella miseria —. ¿Y qué ha hecho todo este tiempo?

— Estoy arrestado.

— ¿Arrestado?

— Bueno… — Se diría que el otro se esforzaba por encontrar un término más adecuado —. Digamos que estoy preso; prisionero.

— ¿Prisionero de quién?

— De nadie.

— En ese caso, ¿cómo dice que está preso? ¿Por qué?

— Por criminal de guerra. Yo era coronel de la «SS». — Señaló la choza y la selva que nacía a pocos metros —. Ésta es mi cárcel — concluyó.

Los cinco le miraron. Aurelia y Yáiza habían tomado asiento en el banco de madera. Zoltan Karrás permanecía en pie apoyado en uno de los postes del chamizo, y Asdrúbal y Sebastián se hablan dejado caer sencillamente al suelo.

— ¿Quiere hacernos creer que usted mismo se ha impuesto cumplir una condena? — inquirió al fin no muy convencido el húngaro.