— Así es — asintió el llamado Sven Goetz con firmeza —. Me alegra ver que he sabido explicarme aunque mi español no es muy bueno.
— ¿Y por qué quiere cumplir una condena si nadie le obliga?
— Porque es justa. Yo fui tan criminal de guerra como la mayoría de mis compañeros, y si hubiéramos triunfado tal vez las cosas se verían de otro modo, pero como perdimos, debemos pagar por ello. El hecho de que tuviera suerte y nadie me capturara no me exime de cumplir un castigo.
— ¿Por qué no se entregó voluntariamente?
— Porque ni los americanos ni los rusos tenían derecho a juzgarme. A nosotros tan sólo podían juzgamos los alemanes, porque fue a quien más daño hicimos, y yo, como alemán antes que como militar, me he juzgado y me he condenado a vivir aquí durante diez años. Luego quedaré libre.
— ¡Diez años! — se asombró Aurelia —. ¿Y piensa cumplirlos?
— Desde luego, señora. Hasta el último día, porque no tengo derecho a indultarme ni a reducirme la condena.
— Hay algo que me gustaría saber — inquirió Sebastián con intención y una cierta desconfianza —. ¿Cómo es que ahora se muestra tan justo y antes no habla caido en la cuenta de que estaba haciendo algo malo?
El «coronel», que habla tomado asiento en su escurridizo «chinchorro» y hacía equilibrios para no acabar súbitamente en el suelo, los observó uno por uno, y al fin permitió que entre la maraña de su espesa barba y su hirsuto bigote asomara una leve sonrisa:
— Yo sabía muy bien que estaba haciendo algo malo — puntualizó —. Lo sabía, y cada noche me horrorizaba por mis actos, pero a la mañana siguiente tenía que volver a ser el coronel Sven Goetz porque estábamos en guerra, y era más fácil ser oficial de la «SS» que soldado del frente ruso. Y más cómodo ser condecorado que fusilado. Y Helga prefería vivir en un palacete con coche oficial, que en un cuartucho realquilado teniendo que hacer cola para comprar pan. — No apartaba los ojos, con mirada ansiosa, de la apagada cachimba que Zoltan Karrás mantenía entre los dientes —. Aunque ahora nadie quiera admitirlo, aquella guerra estaba más hecha de pequeñas cobardías que de grandes actos heroicos… — continuó —. Y más de cotidianos egoísmos, que de patrióticos convencimientos. Ser nazi fue lo más práctico hasta que se transformó en lo más incómodo y es lógico que hoy pague por ello.
— ¿Y su esposa?
— Se fue a vivir con un sargento americano, y creo que ésa fue mi única victoria sobre los aliados… — Se volvió al húngaro —. ¿Me permitiría darle una calada a su pipa? — suplicó —. ¡Hace tanto tiempo que no fumo…!
Zoltan Karrás dudó, observó desconcertado a los presentes y por último, extrayendo de la bolsa un poco de la escasa picadura que le quedaba, cargó la cachimba y se la ofreció:
— ¿Por qué no cultiva tabaco? — inquirió —. Esta tierra es buena.
El alemán hizo un gesto negativo con la cabeza:
— Esta tierra es buena para muchas cosas — admitió —. Pero si me dedico a cultivarla, arreglo la casa o me proporciono comodidades, no estaré cumpliendo una condena, sino disfrutando de un retiro. Tengo que continuar así, solo, con hambre, el cuerpo devorado por los «sututús» y miedo a las bestias y a los salvajes que me vigilan. Lo demás, no vale.
— ¿No está siendo demasiado severo consigo mismo? — quiso saber Yáiza hablando por primera vez desde su llegada.
El «coronel» pareció tomar conciencia de su extraordinaria y serena hermosura, que se manifestaba pese a la tosca e inadecuada ropa masculina que vestía, y su tono de voz sonó un tanto amargo al replicar:
— Al recordar que hay cosas como usted en el mundo, tal vez, pero hace tiempo llegué a la conclusión de que demasiada gente rehúye su castigo sufriendo sin embargo otro mucho peor interiormente. Yo prefiero padecer de un modo físico, pero sentirme en paz conmigo mismo. — Sonrió como si se burlara de sus teorías —. En el fondo es una actitud egoísta — añadió —. Maltrato un cuerpo por el que no siento ningún aprecio, a cambio de una serenidad espiritual que no merezco.
— ¿Y realmente la consigue?
Sven Goetz observó con renovada atención a la muchacha, adivinó que existía un marcado interés personal en la pregunta, y como si el resto de los presentes hubieran dejado de existir, admitió:
— Tan sólo en contadas ocasiones. Pero me alegra comprobar que tales ocasiones son cada vez más frecuentes, probablemente debido a que las llagas de la espalda me duelen cada día más. Si estos malditos bichos no acaban por devorarme en vida, quizá triunfe.
— ¿Es usted creyente?
— Si no fuera creyente todo esto resultaría estúpido, ¿no le parece? Castigar un cuerpo cuando se supone que es lo único que tienes y acabarán comiéndoselo otro tipo de gusanos, serla tan sólo un ejercicio de masoquismo. Y aunque el verme invite a pensar lo contrario, no soy masoquista. Tan sólo soy un hombre arrepentido.
— ¿Cree que basta con el arrepentimiento?
— Si bastara me limitaría a realizar ejercicios de arrepentimiento cuatro horas diarias en un cómodo apartamento de Caracas después de haber disfrutado de una buena cena y un coñac. Pero como diría mi hermano, que es sacerdote, si el arrepentimiento no va acompañado de propósito de enmienda, dolor de corazón y una justa penitencia, se convierte en un sentimiento hueco.
— ¿Hay muchos que piensan como usted entre los que perdieron la guerra? — quiso saber Zoltan Karrás, que se mantenía atento a sus palabras —. Me gustaría saberlo.
— No tengo ni la menor idea, ni me importa — fue la sincera respuesta —. imagino que para la mayoría, el sentimiento que prevalece es el de frustración, vergüenza o deseo de revancha, pero quiero suponer, también, que desde el día de la capitulación, el pueblo alemán dejó de comportarse como masa, y pasó a convertirse en un conjunto de individualidades. Y yo sé bien que las reacciones de las masas y de los individuos son por completo diferentes. En eso precisamente se centraba mi trabajo. Puede ocurrir, por tanto, que exista un cierto número de alemanes que experimente lo mismo que yo. ¿Por qué lo pregunta?
— Porque he luchado contra los alemanes en dos guerras, y aunque estoy seguro de haber matado a varios, jamás había hablado anteriormente con ninguno. — El húngaro chasqueó la lengua y torció la cabeza en un gesto que denotaba perplejidad y un cierto escepticismo —. Extraño mundo este en el que no conoces a quien matas ni por qué razón lo matas, ¿no es cierto? Siempre había creído que los «cabezas cuadradas» no eran más que una banda de fanáticos cerriles y ahora me gustaría averiguar si puede haber más «cabezas cuadradas» como usted.
— ¿De dónde es?
— Húngaro.
— Tampoco teníamos muy buen concepto de los húngaros en Alemania — admitió Sven Goetz —. Pero estos años de soledad me han permitido comprender que todos los preconceptos, especialmente aquellos que se refieren a nosotros mismos, están la mayoría de las veces equivocados. Siempre imaginé que nada podía existir más importante para mi que la victoria, y sólo ahora puedo aceptar que esa victoria me hubiera esclavizado para siempre al uniforme, las medallas, Helga, y todo aquello que en el fondo detestaba. — Le devolvió la pipa a Zoltan Karrás con una sonrisa de agradecimiento —. La derrota constituyó, al fin y al cabo, mi mayor triunfo. Me permitió averiguar quién era… — Hizo una larga pausa y los observó uno por uno —. Y ahora, sí no les importa, me gustaría que dejáramos de hablar de mí, y me dijeran qué es lo que hacen aquí, y hacia dónde se dirigen. — No lo sabemos.
La respuesta de Sebastián no pareció sorprenderle, pero aun así, comentó:
— Extraño lugar es éste para no saber adonde van. Están entrando en territorio «guaica», y mi consejo es que si no tienen una razón de mucho peso, no sigan adelante.