Выбрать главу

– Le he traído la navaja de Glendon, y también la brocha y el soporte. Puede usarlos si quiere.

Will se incorporó, dirigió la mirada a los útiles de afeitar y, luego, a Eleanor. Pero ella ya se había vuelto para cocinar y dejarle algo de intimidad. Se había estado afeitando con una navaja y sin jabón, destrozándose la piel; la brocha y el soporte le irían tan bien como el agua caliente, pero dudó un instante antes de acercarse a ellos.

Tendría que acostumbrarse: iban a compartir esa cocina todas las mañanas. Tendría que lavarse y afeitarse mientras ella se peinara, preparara el desayuno y se ocupara de sus hijos. Habría ocasiones en que tendría que pasar casi rozándola. Y, hasta entonces, ella no se había apartado de él asustada, ¿no?

– Permiso -dijo tras ella. Eleanor se apartó un poco sin dejar de remover las gachas para dejarle estirar el brazo hacia el caldero.

– ¿Durmió bien anoche?

– Sí, señora.

Se llenó la palangana de agua y se enjabonó la cara con la brocha, de espaldas a Eleanor.

– ¿Cómo le gustan los huevos?

– Cocinados.

– ¿Cocinados? -Eleanor se volvió de golpe y sus ojos se encontraron en el espejo.

– Sí, señora -corroboró, antes de inclinar la cabeza para afeitarse la parte inferior de la mandíbula izquierda.

– ¿Quiere decir que tiene la costumbre de comérselos crudos?

– Pues sí.

– ¿Quiere decir que se los lleva del gallinero de alguien?

Siguió afeitándose, evitando sus ojos. Oyó que ella se echaba a reír y volvió a mirarla por el espejo. Se rio un buen rato, desenfrenadamente, con una mano sobre la tripa, hasta que los ojos de Will adquirieron un brillo divertido.

– ¿Le parece gracioso? -preguntó, mientras aclaraba la navaja.

– Lo siento -se disculpó Eleanor, haciendo un esfuerzo por serenarse.

Daba la impresión de no sentirlo en absoluto, pero Will descubrió que la diversión la favorecía.

– La gente suele culpar de ello a los zorros, de modo que nadie te persigue -aseguró mientras se retocaba una patilla.

Eleanor lo observó un instante. Se preguntaba cuántos kilómetros habría recorrido, cuántos gallineros habría saqueado, cuánto tiempo tardaría en derribar ese muro que con tanto cuidado alzaba entre ambos. De momento, lo había agrietado, pero él seguía encerrado en su interior.

Le gustó volver a notar el aroma del jabón de afeitar en la casa. Bajo la barba, fue apareciendo poco a poco el rostro de Will Parker, el rostro que vería al otro lado de su mesa en el futuro, si él decidía quedarse. Le sorprendió darse cuenta de que la fascinaban la forma de su mandíbula, el contorno definido de su nariz, la delgadez de sus mejillas, el color oscuro de sus ojos. Cuando él alzó la vista y la pilló observándolo, se volvió hacia los fogones.

– ¿Fritos, duros o revueltos?

Se le paralizaron las manos al oír la pregunta. En la cárcel eran siempre revueltos, y sabían a periódico húmedo. Que le dieran a elegir le parecía increíble.

– Fritos.

– De acuerdo.

Mientras se lavaba y se peinaba, oyó el chisporroteo de los huevos en la sartén, algo que rara vez había oído, ya que había vivido en barracones y furgones casi toda su vida en libertad. Sonidos. A lo largo de la vida había oído muchas ruedas traqueteando y muchos hombres roncando. Puertas de barrotes cerrándose, voces de hombre, lavadoras.

Tras él, los niños parloteaban y reían, y golpeaban el suelo con cucharas de madera. Los aros de la cocina hicieron un ruido metálico. Las cenizas se desplomaron. Un tronco crepitó. El caldero silbó. Una madre dijo: «A desayunar, niños. Sentaos en vuestras sillas.»

Los olores de esa cocina bastaban para que un hombre se ahogara en su propia saliva. En la cárcel, los dos que predominaban eran el de desinfectante y el de orina, y la comida tenía tan poco aroma como sabor.

Cuando se sentaron a la mesa, Will se quedó mirando la cantidad de comida que contenía su plato: tres huevos… ¡tres! Fritos, como a él le gustaban. Gachas, panceta, café caliente y una tostada con mermelada de mora.

Eleanor vio que vacilaba, vio que tenía las manos en los muslos como si le diera miedo empezar.

– Coma -ordenó, y empezó a partir un huevo para el pequeño Thomas.

Como la noche anterior, Will comió sin poderse creer su buena suerte. Estaba a la mitad cuando se percató de que ella sólo se tomaba una tostada. Se detuvo con el tenedor a medio camino de la boca.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Elly-. ¿No le gusta algo?

– No. ¡No! Es… Bueno, es el mejor desayuno que he tomado en mi vida. Pero ¿usted no come?

– La comida no me sienta bien a esta hora de la mañana.

No concebía que alguien no comiera si había abundancia de alimentos. ¿Le habría dado su parte?

– Pero…

– Es normal en las mujeres cuando están embarazadas -explicó.

– ¡Oh…! -Dirigió la mirada hacia su tripa y, rápidamente, la desvió.

«¡Será posible! -pensó Eleanor-. ¡Pero si se ha ruborizado!» Y, por la razón que fuera, eso le gustó.

Después de desayunar, Elly le hizo sentar en una silla en el centro de la cocina y le ató un paño de cocina al cuello. Cuando lo tocó, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Escuchó el tijereteo, notó cómo el peine le rascaba el cuero cabelludo y cerró los ojos para saborear cada movimiento de los nudillos de Eleanor en su cabeza. Se estremeció y dejó las manos apoyadas en los muslos, cubiertas por el trapo.

Eleanor vio que se le cerraban los ojos.

– ¿Está a gusto? -preguntó.

– Sí, señora -respondió tras abrirlos de golpe.

– No se ponga tenso -dijo Elly, a la vez que le empujaba con suavidad un hombro-. Relájese.

Después de eso, trabajó en silencio, dejándolo disfrutar del placer tranquilamente.

Will volvió a cerrar los ojos y se dejó llevar bajo las primeras manos de una mujer que lo tocaban cariñosamente desde hacía más de seis años. Notó cómo le cortaba el pelo alrededor de las orejas, en la nuca, y se fue olvidando de cuanto lo rodeaba. Por favor…, qué bien se estaba así…

Cuando Eleanor terminó de cortarle el pelo, tuvo que despertarlo.

– ¿Mmm…? -Levantó la cabeza y se espabiló de golpe, consternado al darse cuenta de que se había quedado dormido-. ¡Oh!… Me debo de haber…

– Ya está -anunció Elly, quitándole con un movimiento rápido el paño de cocina.

Se levantó para mirarse en el espejito redondo que había cerca del fregadero. Tenía el pelo un poquito más largo sobre la oreja derecha que sobre la izquierda, pero, en general, el corte de pelo era mucho mejor que el esquilado de la cárcel.

– Ha quedado muy bien, señora -comentó mientras se tocaba una patilla con los nudillos. Volvió la cabeza para mirarla-. Gracias. Y también por el desayuno.

Siempre que le daba las gracias, ella se hacía la sueca, como si no hubiera hecho nada.

– Tiene una buena mata de pelo, señor Parker -dijo, barriendo el suelo sin levantar la vista-. Glendon tenía poco, y muy fino. También se lo cortaba a él. -Cruzó como un pato la cocina en busca de un recogedor-. Me ha gustado volverlo a hacer. Y también me ha gustado volver a oler el jabón de afeitar.

¿En serio? Creía que él era el único al que le gustaban esas cosas. O quizás estaba siendo amable con él para que se sintiera cómodo. Quiso devolverle el favor.

– Deje que la ayude -se ofreció cuando Eleanor se agachó para recoger el pelo castaño del suelo.

– Ya casi estoy. Pero no me importaría si se encargara de dar de comer a los cerdos.

Se enderezó y sus ojos se encontraron. Will vio duda en los de ella. Era la primera tarea que le pedía que hiciera, y no era demasiado agradable. Pero lo que le hubiera resultado desagradable a cualquier hombre era sinónimo de libertad para Will Parker. Ella le había dado de comer, le había dejado la navaja de afeitar de su marido, había compartido su fuego y su mesa con él, y lo había dejado dormido con un peine y unas tijeras. Abrió los labios mientras una vocecita interior lo apremiaba: «Dilo, Parker. ¿Temes que crea que eres menos hombre si lo haces?»