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– ¿Ah, sí? Oh, vaya… -Elly ocultó su enfado de inmediato y echó un vistazo fuera. Cuando volvió a hablar, en la voz se le notaba el abatimiento-. Ya sé que está todo hecho un asco. Pero bueno, ya se habrá dado cuenta.

Will se caló el sombrero hasta las cejas y se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón sin decir nada. Cuando Eleanor vio con el rabillo del ojo que recorría la granja con la mirada, sin ninguna expresión en el rostro, el corazón le lanzó una advertencia:

«Se va a ir corriendo. Saldrá por piernas cuando lo haya visto todo a plena luz del día.»

Pero, una vez más, él veía las posibilidades. Y no se iría de aquel lugar por nada del mundo a no ser que se lo pidieran.

– Creo que habría que limpiar un poco el gallinero -se limitó a decir en un tono comedido, sin apartar los ojos del patio.

Capítulo 5

Salieron a dar una vuelta cuando el sol ya se había alzado por encima de los árboles, a media mañana de un día verde y dorado de verano. Will no había paseado nunca con una mujer y sus hijos. Aquello tenía un atractivo extraño, inesperado. Observó cómo trataba a los niños, cómo cargaba al pequeño Thomas en una cadera, de modo que el niño le aplastaba el blusón con el talón. Cómo, al dejar el porche, se volvía hacia Donald Wade para animarlo:

– Vamos, cielo, ve tú delante.

Y le ayudaba a bajar el último peldaño. Cómo observaba al niño correr delante de ellos con una sonrisa como si no hubiera visto nunca su cabellera rubia ni su pantalón con peto de rayas. Cómo unía las manos bajo el trasero de Thomas, se echaba hacia atrás para inspirar hondo mirando al cielo y exclamaba: «¡Madre mía, qué delicia de día!» Cómo advertía a Donald Wade, que seguía delante, que tuviera cuidado con un alambre que había en la hierba. Cómo arrancaba una hoja y se la daba a Thomas, y dejaba luego que le tocara la nariz con ella y fingía que le hacía cosquillas, lo que hacía reír al pequeño.

Will la observaba embelesado. ¡Menuda madre! Siempre hablaba con cariño. Siempre encontraba algo positivo que decir. Siempre estaba pendiente de sus hijos. Siempre les hacía sentir importantes. Nadie había hecho sentir nunca a Will importante, sino como un estorbo.

La observó disimuladamente y pudo fijarse mejor en su voluminosa barriga, realzada por la pierna del bebé. Donald Wade había dicho que su madre se cansaba. Al recordar las palabras del niño, Will se planteó ofrecerse a llevar al pequeño, pero se sentía perdido con Thomas. No sabría cómo lograr que le hiciera cosquillas en la nariz ni cómo charlar con él. Además, tal vez no quisiera que un desconocido como él tratara a los hijos de Glendon Dinsmore.

Se dirigieron a la parte posterior de la casa, donde el paño de cocina ondeaba en una cuerda de tender que oscilaba entre unos postes apuntalados con tirantes de madera. Había más trastos viejos al otro lado, antes de llegar a los árboles: pinos, robles, nogales y demás. Pasaron unos gorriones volando de un árbol a otro, y Eleanor los siguió con un dedo.

– Mirad. Gorriones de ceja blanca -les dijo.

Un cenzontle los sobrevoló y fue a posarse en una rama muerta. Eleanor también lo señaló y dijo qué pájaro era. El sol centelleaba en las cabecitas rubias de los niños y confería al vestido de su madre un tono más vivo aún. Siguieron un camino abierto por el paso de unas ruedas hacía cierto tiempo. Algunas veces Donald Wade saltaba balanceando mucho los brazos. El pequeño Thomas echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cielo con la mano apoyada en el hombro de su madre. ¡Eran tan felices! Will no había visto demasiada gente feliz en su vida. Era fascinante.

A poca distancia de la casa, llegaron a una colina orientada al este y cubierta de hileras de árboles frutales.

– Esto de aquí es el huerto de árboles frutales -anunció Eleanor, recorriéndolo con la mirada.

– Es grande -comentó Will.

– Y no ha visto ni la mitad. Aquí están los melocotoneros. Allá abajo hay un grupo de manzanos y de perales… y también de naranjos, Glendon tuvo la idea de intentar plantar naranjos, pero no le fue demasiado bien. -Sonrió melancólica-. Estamos demasiado al norte.

Will salió del camino e inspeccionó la fruta.

– Puede que hubiera convenido fumigarlos.

– Sí -coincidió Eleanor, a la vez que acariciaba sin darse cuenta la espalda del bebé-. Glendon planeaba hacerlo, pero murió en abril y no tuvo ocasión.

«Esos árboles meridionales deberían haberse fumigado mucho antes del mes de abril», pensó Will, pero se abstuvo de decirlo. Siguieron adelante.

– ¿Cuántos años tienen esos árboles?

– No lo sé exactamente. El padre de Glendon plantó la mayoría. Todos, salvo los naranjos, como ya le he dicho. También hay manzanos, prácticamente de todas las variedades imaginables, pero nunca me he aprendido los nombres. El padre de Glendon sabía mucho de eso, pero murió antes de que yo me casara con su hijo. También se dedicaba a la compraventa de objetos de segunda mano, como Glendon. Iba a subastas y comerciaba con quienquiera que fuera. Aunque no parecía haber ninguna razón para ello. -Calló un instante y preguntó de golpe-: ¿Ha probado los membrillos? Son esas frutas de ahí.

– Son ácidos como los ruibarbos.

– Pero se puede hacer un pastel delicioso con ellos.

– Eso no lo sabía.

– Me imagino que le apetecería probarlo.

– Supongo que sí -respondió, mirándola de reojo.

– Le iría bien cubrir esos huesos con algo de grasa, señor Parker.

Fijó los ojos en los membrilleros y se bajó tanto la parte delantera del ala del sombrero que dejó de ver el horizonte. Gracias a Dios, Eleanor cambió de tema.

– ¿Y dónde los comió?

– En California.

– ¿En California? -Alzó los ojos para mirarlo con la cabeza ladeada-. ¿Ha estado allí?

– Recolecté fruta allí un verano, cuando era un crío.

– ¿Vio a alguna estrella de cine?

– ¿Estrella de cine? -No se le habría ocurrido nunca que esa mujer supiera algo sobre las estrellas de cine-. No. ¿Ha visto usted a alguna? -preguntó, mirándola.

– ¿Cómo voy a haber visto a ninguna estrella de cine si ni siquiera he visto nunca una película? -rio Elly.

– ¿Nunca?

– Pero oía hablar de ellas a los niños en el colegio -contestó, tras negar con la cabeza.

Will hubiese querido prometerle llevarla al cine algún día, pero ¿de dónde iba a sacar el dinero? Y aunque lo hubiese tenido, en Whitney no había ningún cine. Y además, ella no iba nunca al pueblo.

– En California, las estrellas de cine sólo están en Hollywood, y hace frío en las zonas montañosas. Y el mar está sucio. Apesta.

Eleanor se percató de que iba a costarle mucho lograr que dejara de verlo todo tan negro.

– ¿Es usted siempre tan alegre?

Will tenía ganas de bajarse todavía más el ala del sombrero, pero de hacerlo no hubiera podido ver por dónde andaba.

– Bueno, California no es como usted se imagina.

– ¿Sabe qué? Creo que no me importaría que sonriera más a menudo.

– ¿De qué? -soltó Will con una expresión huraña.

– Diría que eso va a tener que averiguarlo usted mismo, señor Parker. -Hizo que el bebé le deslizara por la cadera hasta llegar al suelo-. Madre mía, Thomas, cada vez pesas más, de verdad. Ven, dale la mano a mamá y te enseñaré algo.

Le mostró cosas en las que Will no se hubiese fijado nunca, como una rama con la forma de la pata de un perro.

– Nadie, por mucho que talle, podría hacer algo más bonito -aseguró.

O un sitio donde algún animalito se había resguardado en la hierba y había dejado varias vainas vacías.

– Si yo fuera un ratón, me encantaría vivir aquí, en este huerto que huele tan bien, ¿no te parece? -comentó al pequeño.

Luego el objeto de atención fue un saltamontes verde camuflado sobre una brizna de hierba más verde aún.