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– Bastará con unos diez minutos -le contestó Eleanor-. Prepararé algo para el escozor.

Dejó el sombrero en el peldaño del porche y entró en la casa. Will descalzó a los niños y dejó que jugaran en el barro. El mismo parecía pesar nueve kilos más con todo el que se le había pegado al trasero. De vez en cuando miraba hacia la casa, pero Eleanor permanecía dentro. No sabía si quería que saliera o no. Condenada mujer, parecía mentira que se hubiera quedado ahí plantada riéndose de él mientras intentaba calmar a sus hijos. Y nadie se ponía su sombrero. ¡Nadie!

Dentro de la casa, Eleanor empezó a triturar hojas de llantén en un mortero. No conoces realmente a una persona hasta verla enfadada. Acababa de ver a Will Parker enojado, incluso colérico, y era bastante apacible: buena señal. ¡Menuda estampa, sentado en el charco de barro con los ojos echando chispas! Si se quedaba, dentro de unos años, se reirían de ese momento.

Alzó los ojos y vio algo que la dejó paralizada.

– Mira eso -se murmuró a sí misma.

Will Parker avanzaba airado hacia la casa con sus dos hijos desnudos en brazos. Se les veían los traseros rosados y rollizos en contraste con los brazos tersos y morenos de Parker, y tenían las frágiles manitas apoyadas en sus fuertes hombros. Andaba a grandes zancadas, pero se movía como si no conociera la prisa. Llevaba la cabeza descubierta, la camisa desabrochada con los faldones ondeando al moverse, y tenía el ceño fruncido. Qué agradable era volver a ver a los niños con un hombre. Los desconocidos los asustaban, pero habían congeniado con Will Parker en menos de un día. Y, en ese mismo período de tiempo, ella había visto todo lo que necesitaba ver para estar segura de que sería un buen padre, tanto si los hijos eran suyos como si no. Sería tierno con ellos. Y afectuoso.

Observó, oculta entre las sombras de la cocina, cómo se acercaba a la casa y se detenía, inseguro, ante los peldaños del porche. Así que salió, y vio que los pantalones y los faldones de la camisa de Will goteaban agua.

– ¿Se ha lavado con agua fría de la bomba?

– Creía que estaría acostada -dijo, y su voz todavía denotaba disgusto.

– He tenido una o dos punzadas, pero no es nada grave.

– ¿No debería verla un médico o algo?

– ¡Un médico! -se mofó-. ¿Para qué quiero yo que me vea un médico?

– Podría acercarme al pueblo para ver si encuentro alguno que i venga.

– No necesito nada del pueblo y el pueblo no necesita nada de mí. Estaré bien.

Por Dios santo, ¿estaba embarazada de cinco meses y no había ido al médico en todo ese tiempo? Bajó los ojos hacia el plato que sostenía.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Hojas de llantén trituradas para las picaduras. Pero será mejor que sequemos antes a los niños. ¿Le importa encargarse de uno mientras yo lo hago del otro?

Antes de que Will pudiera responder, ya se había metido en la casa. Un momento después, regresó con dos toallas, lanzó una a Will y se sentó en el peldaño inferior con la otra. Mientras ella secaba a Donald Wade, Will se puso en cuclillas con Thomas entre las rodillas.

«Otra primera vez de algo», pensó mientras se lo acercaba con torpeza al cuerpo.

Thomas tenía la piel rosada y reluciente, y el pito le asomaba como la barrera en un paso a nivel. Al ver que lo miraba directamente a los ojos, en silencio, Will le sonrió.

– Vamos a secarte, renacuajo -se aventuró a decir en voz baja.

Esta vez no se sentía tan perdido al hablar con el pequeño. Thomas no gritó ni se le resistió, de modo que imaginó que lo estaría haciendo bien. Pronto descubrió que los niños no ayudan demasiado a la hora de bañarse. Thomas se limitó, básicamente, a mirarlo con el labio inferior colgando. Tuvo que levantarle los brazos, separarle los dedos, volverle el cuerpo hacia aquí y hacia allá. Le secó todos los rincones, con mucho cuidado en los sitios donde las picaduras tenían peor aspecto. El cuello del niño parecía tan diminuto y tan frágil… Tenía la piel suave y olía mejor que ningún ser humano al que Will se hubiera acercado en su vida. Sintió un placer inesperado.

Alzó la vista y descubrió que Eleanor lo estaba observando.

– ¿Cómo le va? -le preguntó con una sonrisa perezosa.

– Nada mal.

– ¿Es la primera vez?

– Sí, señora.

– ¿No ha tenido hijos?

– No, señora.

– ¿No ha estado nunca casado?

– No, señora.

Se quedaron callados mientras seguían secando a los niños. La dulzura que inspiraba la tarea invadió a Will y disminuyó su enfado con la mujer.

– Me he asustado mucho cuando se ha caído, ¿sabe?

– Yo también me he asustado mucho. -Todavía esbozaba esa sonrisa perezosa.

– No era mi intención gritarle de ese modo.

– No se preocupe. Lo entiendo -aseguró y, tras una breve pausa, añadió-: Supongo que debe de tener frío con esos pantalones mojados.

– Ya se secarán.

Entonces, sin previo aviso, notó algo cálido en la parte interior del muslo. Bajó la vista, gritó y se levantó de golpe. El pequeño Thomas, que había permanecido todo el rato entre las rodillas de Will, arqueó entonces las piernas sin inmutarse y siguió orinando, y podía verse el arco amarillo de líquido salpicando el suelo.

– ¡Por el amor de Dios, Thomas, mira lo que has hecho! -Eleanor apartó a Donald Wade a un lado y se levantó del peldaño-. Oh, lo siento, señor Parker -se lamentó mientras dirigía una mirada compungida al muslo de Will-. El pequeño Thomas todavía no sabe usar el orinal y a veces…, bueno, a veces… -tartamudeó, sin saber cómo terminar la frase, sonrojada-. No sabe cuánto lo siento.

– Bueno, ya estaban mojados -comentó Will, con los pies separados para comprobar los desperfectos.

– Se los lavaré con mucho gusto, y le prestaré algo de Glendon para que pueda ponérselo hasta que estén secos -se ofreció.

Will levantó la cabeza, y sus miradas se cruzaron. La de Eleanor era de consternación; la suya, de asombro. Esbozó una sonrisa con la misma lentitud con la que andaba hasta dibujar una atractiva media luna con los labios. Le entraron unas ganas cada vez mayores de reír hasta que estalló en carcajadas. Y una vez el disgusto de Eleanor se hubo convertido en alivio, lo imitó.

Ahí, bajo el sol, se rieron juntos por primera vez mientras los niños, desnudos, alzaban la cabeza para mirarlos.

Cuando terminaron, se había producido un sutil cambio. Siguieron sonrientes mientras un sinfín de posibilidades les pasaba por la cabeza.

– ¿De modo que es así como inicia a todos los hombres que vienen en respuesta a su anuncio? -dijo Will finalmente.

– Con dos niños tan pequeños, nunca se sabe qué esperar.

– La próxima vez lo recordaré.

– Iré a buscar la ropa de Glendon. Puede llevarse un cubo de agua caliente al establo.

– Se lo agradezco, señora.

Ninguno de los dos se movió. Se quedaron ahí clavados, debido a la sorpresa y a la curiosidad, ahora que se habían visto mutuamente con otros ojos. El rostro de Eleanor irradiaba algo más que el reflejo de su vestido amarillo. Will pensó en alargar la mano y tocárselo, pensó en cómo debía de ser su piel al tacto: quizá tan suave como la de Donald Wade, y caliente del sol. Pero, en lugar de hacerlo se agachó para recoger el sombrero del peldaño y ponérselo.

– He decidido quedarme, si todavía quiere que lo haga -anunció desde la seguridad que le ofrecía la sombra de su ala.

– Quiero que lo haga -contestó Eleanor directamente.

Se sintió embargado de emoción. No recordaba que nadie hubiera querido nunca que Will Parker se quedara en ningún sitio. De pie, al sol, con un pie en un peldaño del porche de Eleanor y con sus hijos desnudos a sus pies, se juró darlo todo por ella o morir en el intento.

– Y en cuanto a lo del matrimonio, podemos posponerlo hasta que se sienta cómoda con la idea. Y si eso no sucede nunca, pues no pasa nada. Estaré contento de quedarme en el establo. ¿Qué le parece?