Dedicó diez minutos a recorrer con «refinamiento» la sección de ficción antes de pasar finalmente de puntillas por delante de la señorita Beasley hacia el otro lado. Mientras lo hacía la saludó moviendo dos dedos, se puso después las manos en la base de la columna e irguió la espalda para lucir al máximo los pechos.
Gladys, muy tensa, se dirigió entonces a la sección de ficción. Tuvo que empujar hasta once libros que Lula había dejado medio salidos en sus estantes.
Mientras tanto, Lula observó que la parte izquierda estaba dispuesta como la derecha. Era una sala espaciosa con una hilera de ventanas en la pared que daba a la calle. Los estantes ocupaban el espacio entre las ventanas y el suelo de esa pared, y cubrían las restantes. El centro de la sala estaba ocupado por mesas y sillas de roble macizo. Lula recorrió el perímetro de la habitación sin echar ninguna ojeada a Will. Recorrió el borde de un estante con la yema de un dedo y luego se lo metió en la boca de forma calculadamente provocativa. Dobló una esquina hacia un grupo de estantes dispuestos perpendicularmente a la pared y avanzó entre ellos, de perfil respecto a Will por si éste quería volver la cabeza para mirarla. Juntó las manos a la espalda para ofrecerle su mejor silueta, pendiente con el rabillo del ojo de si él la observaba. Pasados varios minutos sin que lo hiciera, tomó una biografía de Beethoven y, mientras pasaba las páginas, contempló disimuladamente a Will.
¡Por Dios, qué guapo era! ¡Y qué sensaciones le provocaba ese sombrero de vaquero, esa forma de llevarlo tan calado que los ojos le quedaban a la sombra, protegidos del resplandor del sol de la tarde!
«Aguas mansas», pensó, fascinada con el modo en que estaba sentado, con un dedo bajo una página, tan quieto que hubiese querido ser una mosca para posarse en su nariz. ¡Qué nariz! Larga, en lugar de chata como la de alguien que ella conocía. Bonita boca, también. ¡Oh, cómo le hubiese gustado ahondar en ella!
Will se inclinó hacia delante para escribir algo y ella le recorrió todo el cuerpo con la mirada, desde el tórax esbelto y las caderas delgadas hasta las botas camperas bajo la mesa, y de vuelta hasta la entrepierna. Cuando Will dejó el lápiz y se incorporó un poco, pudo verle mejor el perfil.
Y empezó a arder de deseo.
Estaba leyendo el libro como solían hacerlo en el colegio los «cerebritos» mientras Lula pensaba en cómo superarse. Cuando no pudo soportarlo más, se acercó a la mesa y dejó caer su Beethoven delante de él.
– ¿Está libre este asiento? -preguntó arrastrando las palabras.
Apoyó las manos con las muñecas invertidas, de modo que los botones del pecho se le tensaron. Will levantó despacio el mentón. Y cuando el ala del sombrero de vaquero ascendió, Lula pudo ver unos preciosos ojos castaños con unas pestañas largas como espaguetis y una boca para la que tenía muchos planes.
– Sí, señora -contestó Will en voz baja. Y, sin mover nada más que la cabeza, reanudó la lectura.
– ¿Le importa si me siento aquí?
– Adelante -dijo él, sin apartar la atención del libro.
– ¿Qué está estudiando?
– Las abejas.
– No me diga. Pues yo estoy con Beethoven -comentó, levantando el libro. Como en el colegio le había gustado la música, lo conocía-. Era compositor, cuando los hombres llevaban peluca y esas cosas, ¿sabe?
– Sí, lo sé. -Will se negó de nuevo a alzar la vista.
– Bueno… -La silla chirrió cuando Lula la corrió. Se sentó, cruzó las piernas, abrió el libro y empezó a pasar las páginas siguiendo el ritmo con el que agitaba la pantorrilla-. No lo he visto por ahí. ¿Dónde se había metido?
La observó sin comprometerse, preguntándose si contestar o no. Desde luego, era una mujer de cuidado. Tenía tanto pelo acumulado en la frente que daba la impresión de que iba a necesitar un collarín. Llevaba los labios pintados del color de una guindilla y demasiado colorete, demasiado arriba de las mejillas y con una forma demasiado definida. Lula descansó las muñecas en el borde de la mesa y apoyó en ellas los pechos, que sobresalieron y le dejaron ver claramente el escote. A Will le satisfizo dejarle saber que no quería nada de ella.
– En casa de la señora Dinsmore.
– ¿Con la chiflada de Elly? Madre mía, ¿cómo está? -Cuando Will no respondió, se inclinó más hacia él y preguntó-: Sabe por qué dicen que está chiflada, ¿verdad? Supongo que se lo habrá contado.
Will, a pesar suyo, sintió curiosidad, pero como le parecía que animar a Lula sería como ofender a la señora Dinsmore, siguió callado. Pero Lula no necesitaba que nadie la animara.
– Cuando era pequeña, la encerraron en esa casa con todos los estores bajados y no la dejaron salir hasta que las autoridades les obligaron a hacerlo para que fuera al colegio, y entonces sólo se lo permitían seis horas al día y volvían a encerrarla por la noche. -Se recostó en la silla con aire de suficiencia-. Ah, de modo que no lo sabía -dijo con una sonrisa cómplice-. Bueno, pregúnteselo algún día. Pregúntele si no vivía en esa casa abandonada que hay cerca del colegio. Ya sabe, la que tiene la valla alrededor y los murciélagos volando en la ventana del desván. -Lula se inclinó entonces hacia delante para añadir-: Yo, de usted, no me quedaría en su casa más tiempo del necesario. Le dará mala reputación, no sé si me entiende. Quiero decir que a esa mujer le falta un tornillo.
Lula se recostó entonces como si estuviera sentada en una tumbona y le hizo una caída de ojos mientras jugueteaba distraídamente con la cubierta del libro sobre Beethoven: la levantaba y la dejaba caer con un repetido ruido sordo.
– Sé que es difícil ser un recién llegado. Debe de estar aburridísimo si tiene que pasar el tiempo en un sitio como éste -comentó mientras recorría los estantes con los ojos antes de fijarlos en él-. Pero si necesita que alguien le enseñe el pueblo, estaré encantada de ayudarlo. -Bajo la mesa, acarició la pantorrilla de Will con un dedo de un pie-. Tengo una casita muy cerca de la plaza del pueblo, en la calle Pecan…
– Disculpe, señora -la interrumpió Will a la vez que se levantaba-. Tengo que vender unas docenas de huevos que he dejado fuera, al sol. Será mejor que me ocupe de ello.
Lula sonrió satisfecha mientras observaba cómo se acercaba a los estantes. Había captado el mensaje. Oh, ya lo creo que sí, perfectamente. Lo había visto pegar un brinco al tocarle la pierna con el pie. Observó cómo devolvía un libro a su sitio y se ponía en cuclillas para hacer lo mismo con otro. Antes de que se le pudiera escapar, se situó sigilosamente en el pasillo detrás de él para acorralarlo entre las dos hileras de estantes. Cuando se enderezó y se volvió, le gustó ver que se ruborizaba de inmediato al verla ahí.
– Si le interesa mi oferta, la mayoría de días trabajo en el Café de Vickery. Pero salgo a las ocho -comentó. Metió un dedo entre los botones de la camisa de Will y lo movió arriba y abajo, tocándole la piel y el vello. Con su mejor carita de ángel, susurró-: Ya nos veremos, Parker.
Cuando se marchaba contoneando de modo exagerado las caderas, Will dirigió la mirada al otro lado de la sala y se encontró con los ojos censuradores de la bibliotecaria, que habían captado toda la escena. La mujer desvió de inmediato la atención, pero incluso desde esa distancia, Will vio lo fruncida que tenía la boca. Temblaba por dentro, se sentía casi violado. Las mujeres como Lula sólo te daban problemas. Hubo un tiempo en que hubiese aceptado encantado su oferta. Pero ya no. Ahora lo único que quería era que le dejaran vivir en paz, y esa paz significaba estar en casa de Eleanor Dinsmore. De repente, tuvo muchas ganas de volver a ella.
Cuando llegó a la mesa de Gladys, Lula ya se había ido dando taconazos.