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– Muchas gracias por el papel y el lápiz, señora.

Gladys Beasley levantó la cabeza de golpe. El desagrado se le reflejaba en la cara.

– De nada -contestó a Will.

Le dolió su desaire silencioso. No era necesario que un hombre tomara la iniciativa con una mujer ardiente como ésa, bastaba con que estuviera cerca de ella. Y supuso que eso era especialmente cierto si ese hombre había estado en la cárcel por matar a una prostituta en un burdel de Tejas y la gente del pueblo lo sabía.

Enrolló las hojas con las notas que había tomado y se mantuvo firme.

– Estaba pensando…

– ¿Sí? -soltó Gladys con aspecto desafiante.

– Tengo un empleo. Trabajo como jornalero para la señora Dinsmore. Si ella viniera y le dijera que trabajo para ella, ¿sería eso suficiente para que yo obtuviera un carné de usuario de la biblioteca?

– No vendrá.

– ¿No?

– No creo. Vive como una ermitaña desde que se casó. Lo siento pero no puedo saltarme las normas. -Señaló algo en una lista con la pluma y, luego, se ablandó-. Sin embargo, dependiendo del tiempo que lleve trabajando para ella y del que tenga previsto quedarse, si ella lo confirmara por escrito, creo que bastaría como prueba de residencia.

Will Parker esbozó una sonrisa de alivio, se metió un pulgar en el bolsillo trasero y retrocedió con aire juvenil, con lo que derritió el corazón de Gladys Beasley.

– Le pediré que lo confirme por escrito. Muchas gracias, señora. -Se acercó a la puerta, pero se detuvo y se volvió-. ¿Hasta qué hora está abierta la biblioteca?

– Hasta las ocho los días laborables, hasta las cinco los sábados, y, por supuesto, los domingos cerramos.

– Volveré -prometió, y se volvió a tocar el ala del sombrero a modo de saludo.

– ¿Señor Parker? -lo llamó la bibliotecaria cuando se daba la vuelta para sujetar el pomo de la puerta.

– Diga.

– ¿Cómo está Eleanor?

Will notó que esta pregunta era totalmente distinta a la de Lula. Se quedó en la puerta mientras modificaba la impresión que se había hecho de Gladys Beasley.

– Está bien. Embarazada de cinco meses por tercera vez, pero sana y feliz, creo.

– Por tercera vez. Madre mía. La recuerdo de niña cuando venía con el quinto curso de la señorita Buttry. ¿O era el sexto de la señorita Natwick? Parecía muy inteligente. Inteligente e inquisitiva. Dele recuerdos de mi parte, por favor.

Era el primer gesto verdaderamente amable que Will había recibido desde que había llegado a Whitney. Le eliminó por completo el sabor amargo que le había dejado Lula y le hizo sentir bien de repente.

– Se los daré. Gracias, señora Beasley.

– Señorita Beasley.

– Señorita Beasley. Oh, por cierto. Tengo unas docenas de huevos que me gustaría vender. ¿Dónde debería intentarlo?

Gladys no supo muy bien por qué, tal vez por la forma en que había supuesto que estaba casada, o por el modo en que había rechazado las insinuaciones de esa fulana de Lula, o quizá sólo por la forma en que su sonrisa le había transformado la cara al saber que, después de todo, podría disponer de un carné de usuario de la biblioteca. Fuera por el motivo que fuera, Gladys se encontró respondiendo:

– Yo misma me quedaré con una docena, señor Parker.

– ¿En serio? Vaya… ¡Pues qué bien! -Esbozó otra sonrisa.

– Puede llevar los demás a la tienda de Purdy, al otro lado de la plaza.

– Purdy. Muy bien. Bueno, voy a buscarlos… Oh… -dijo. Se sacó el pulgar del bolsillo, y dejó caer el brazo hacia un costado-. Acabo de recordar que están todos en una sola caja de madera.

– Póngalos aquí -indicó, y le dio una caja de archivo.

Will asintió con la cabeza y se fue sin decir nada.

– ¿Cuánto es? -preguntó Gladys cuando regresó. Estaba hurgando en un monedero negro y no levantó la vista hasta darse cuenta de que no le contestaba-. ¿Cuánto le debo, señor Parker?

– Pues no lo sé.

– ¿No?

– No. Verá, son de la señora Dinsmore y es la primera vez que se los vendo.

– Creo que actualmente van a veinticuatro centavos la docena. Le daré veinticinco, ya que estoy segura de que son más frescos que los de la tienda de Calvin Purdy y ha sido una entrega a domicilio -dijo, mientras le daba una moneda de veinticinco centavos, que Will era reacio a aceptar, puesto que sabía que ese precio era superior al valor de mercado-. ¡Pero bueno, hombre, acéptelo! Y la semana que viene, si tiene más, me quedaré otra docena.

– Gracias, señora -dijo tras aceptar la moneda-. Se lo agradezco, y sé que la señora Dinsmore también lo hará. No se me olvidará decirle que le manda recuerdos.

Cuando se hubo ido, Gladys Beasley cerró el monedero de golpe, pero se quedó mirando la puerta sin guardarlo aún. Qué joven tan simpático. No sabía por qué, pero le caía bien. Bueno, sí que sabía por qué. Creía que tenía muy buen ojo para la gente, en especial para las mentes inquietas. Era evidente que la suya lo era por lo familiarizado que estaba con el catálogo de obras, por su habilidad para localizar lo que quería sin su ayuda y por la concentración con que leía, por no hablar de las ganas que tenía de poseer un carné de usuario.

Y también estaba dispuesto a regresar al camino de Rock Creek y trabajar para Eleanor Dinsmore después de las estupideces perniciosas que Lula Peak había vomitado sobre ella. Gladys había oído lo bastante como para saber lo que aquella buscona pretendía. ¿Cómo hubiese podido escapársele a nadie en aquel edificio con el techo abovedado en el que todo resonaba? Y Will Parker se había ganado más puntos a favor al haber ignorado a esa fresca. Gladys no había comprendido nunca qué sacaba la gente de difundir habladurías destructivas. Los vecinos del pueblo no habían sido nunca justos con la pobre Eleanor, y menos aún su propia familia. Su abuela, Lottie McCallaster, siempre había sido una mujer excéntrica, una fanática religiosa que asistía a todas las reuniones evangélicas que se celebraban a ochenta kilómetros a la redonda de Whitney. Se había librado en cuerpo y alma a su convicción religiosa, y se bautizaba cada vez que un redentor ambulante pedía a los pecadores que se purificaran con la Sangre de Cristo. Al final, se había procurado un autoproclamado clérigo, un predicador de la doctrina del Infierno llamado Albert See, que se había casado con ella, le había dado familia, la había instalado en una casa en las afueras del pueblo y se había ido a hacer su ruta dejándola básicamente sola para educar a su hija, Chloe.

Chloe había sido una niña apagada y silenciosa de ojos enormes, dominada por Lottie, sometida a su fanatismo. Había sido un misterio cómo una chica así, que se pasaba casi todo el tiempo vigilada por su madre, había logrado quedarse embarazada. Pero lo hizo. Y después, Lottie no había vuelto a dejarse ver, ni había permitido a Chloe hacerlo, ni a la niña, Eleanor, hasta que las autoridades las habían obligado a dejarla salir para ir al colegio con la amenaza de que, si no lo hacían, enviarían legalmente a la pequeña a una casa de acogida. Lo que la bibliotecaria recordaba más de Eleanor cuando era pequeña era su asombro al ver la espaciosa sala y al tener la libertad de moverse por ella sin que la reprendieran. Eso y cómo se quedaba frente a las ventanas por donde entraba el sol y lo absorbía como si no fuera a cansarse nunca de él. ¿Y quién podía culparla, pobrecilla?

Gladys Beasley no tenía demasiada imaginación, pero aun así, se estremecía al pensar en lo que debía de haber pasado la pobre niña ilegítima, Eleanor, viviendo en esa casa con los estores verdes bajados, como si la hubieran enterrado en vida.

Casi estaba dispuesta a conceder a Will Parker un carné de usuario de la biblioteca por su mera amistad con Eleanor, ahora que sabía de ella. Y cuando fue a la sección de ensayo y encontró una biografía de Beethoven sobre una mesa pero los libros sobre abejas y sobre manzanas bien puestos en su lugar, supo que había juzgado bien a ese hombre.