– ¡Señor Parker, no irá a convertirse en uno de esos hombres a los que les encanta el dinero! -bromeó Eleanor.
Will sabía muy bien que el comentario no era una simple broma; tras él se ocultaba su aversión al pueblo. La señorita Beasley había dicho que era una ermitaña. ¿Lo era realmente? ¿Hasta el punto de evitar el contacto con la gente aunque eso significara ganar dinero? Ni siquiera se había molestado en contar el que le había entregado. Supuso que era algo que tendrían que solucionar con el tiempo.
– No, señora -aseguró, y quitó el pie del peldaño-. Es sólo que no me parece lógico desperdiciar la oportunidad de ganarlo.
Donald Wade vio la bolsa de papel marrón que Will llevaba y le tiró de la manga.
– Oye, Will -dijo-, ¿qué tienes ahí?
A regañadientes, Will dejó de prestar atención a Eleanor, hincó una rodilla en el suelo junto al carro de juguete y rodeó la cintura del niño con un brazo.
– Bueno, ¿tú qué crees? -preguntó, y cuando Donald Wade se encogió de hombros sin apartar los ojos de la bolsa, añadió-: Tal vez deberías mirar dentro para verlo.
A Donald Wade le brillaron los ojos de entusiasmo cuando se asomó a la bolsa. Entonces alargó la mano y sacó las dos barritas.
– Caramelo -dijo en voz baja, atónito.
– Chocolate -le corrigió Will con los codos sobre la rodilla y una sonrisa en los labios-. Una barrita para ti y otra para tu hermanito.
– Chocolate -repitió Donald Wade antes de dirigirse a su madre-: ¡Mira, mamá, Will nos ha traído chocolate!
Los ojos agradecidos de Eleanor buscaron los de Will, y éste se sintió como si acabaran de atarle un lazo alrededor del corazón.
– Es todo un detalle. Dale las gracias al señor Parker, Donald Wade.
– ¡Gracias, Will!
Will tuvo que esforzarse para prestar atención al niño.
– Quítale el envoltorio a la de Thomas, ¿quieres?
Con una sonrisa, observó cómo los niños se sentaban uno junto a otro en el peldaño y empezaban a formárseles unos cercos marrones alrededor de los labios.
– Le agradezco que haya pensado en ellos, señor Parker.
Se levantó despacio y alzó la mirada hacia el rostro de Eleanor. Tenía los labios ligeramente curvados hacia arriba. Llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza del color del grano en otoño. Sus ojos eran tan verdes como el jade. ¿Cómo podía alguien haberla encerrado en una casa?
– Los niños tienen que disfrutar de alguna golosina de vez en cuando. También le he traído algo a usted.
– ¿A mí? -Se llevó una mano al pecho.
– No es gran cosa -aseguró Will tras alargarle la bolsa que sujetaba con dos dedos.
– Pero eso no importa… -Elly metió la mano, muy ilusionada, sin desperdiciar ni un segundo en disimular absurdamente. Tras sacar la figurita, la sostuvo a la altura del hombro-. ¡Madre mía! ¡Oh, señor Parker! -exclamó. Se tapó entonces la boca con la mano y parpadeó con fuerza-. ¡Madre mía! -repitió, mirando el ruiseñor azul que sujetaba con el brazo extendido, y contuvo el aliento-. ¡Caramba, es precioso!
– Tenía un poco de dinero mío -aclaró Will, puesto que ella no se había molestado en contar el dinero de los huevos y no quería que pensara que se había gastado nada del suyo.
Por su expresión, vio que ni siquiera se le había ocurrido la idea. Sonreía mientras admiraba, deleitada, el ojo pintado del ruiseñor azul.
– Un ruiseñor azul… Figúrate. -Apretó la figurita contra su corazón y sonrió encantada a Will-. ¿Cómo sabía que me gustan los pájaros?
Lo sabía. Lo sabía.
Se la quedó mirando, a punto de explotar de satisfacción mientras ella examinaba el pájaro desde todos los ángulos.
– Me encanta -aseguró, y le dirigió otra sonrisa afectuosa-. Es el regalo más bonito que me han hecho nunca. Gracias.
Will asintió.
– Mirad, niños. -Se agachó para mostrárselo-. El señor Parker me ha traído un ruiseñor azul. ¿No es la cosa más bonita que habéis visto? A ver, ¿dónde deberíamos ponerlo? Estaba pensando en la mesa de la cocina. No, tal vez en mi mesilla de noche. Aunque quedaría bien en cualquier parte, ¿no os parece? Venid y ayudadme a decidirlo. Usted también, señor Parker.
Se metió en la casa tan emocionada que se le olvidó sujetar la puerta abierta para que Thomas pudiera entrar. Will lo recogió del peldaño y se manchó la camisa de chocolate. Pero ¿qué era un poco de chocolate para un hombre tan feliz? Se quedó en el umbral de la cocina con el pequeño en brazos mientras Eleanor probaba el pájaro en todas partes: en la mesa, en el tablero, junto al bote de las galletas.
– ¿Dónde deberíamos ponerlo, Donald Wade?
Siempre hacía sentir importante al niño. Y ahora también a Will.
– En el alféizar de la ventana para que los demás pájaros lo vean y se acerquen.
– Mmm… En el alféizar de la ventana -repitió, antes de morderse el labio inferior y analizarlos todos: este, sur y oeste. La cocina sobresalía de la parte principal del edificio y disponía de mucha claridad-. Pues claro. ¿Cómo no se me había ocurrido?
Dejó el ruiseñor azul en el alféizar que daba al oeste, con vistas al patio trasero, donde Will había enderezado el tendedero, que una vez reparado era muy resistente. Se inclinó hacia atrás, dio una palmada y juntó las dos manos bajo el mentón.
– ¡Oh, sí! -exclamó-. ¡Es exactamente lo que le faltaba a este sitio!
Le faltaba mucho más que una figurita barata de cristal, pero cuando Eleanor empezó a bailar por la cocina y le pellizcó el brazo, Will se sintió como si acabara de comprarle una pieza de coleccionista.
Si Will había deseado hacer mejoras en la granja antes de su visita al pueblo, después de haber ido trabajaba con más ahínco todavía, impulsado por las ganas de expiar un pasado del que no era en absoluto responsable. Se pasaba horas pensando en las personas que la habían encerrado en esa casa con los estores verdes bajados. Y en cuánto tiempo se había pasado ahí y en el porqué. Y en el hombre que se la había llevado de allí, al que ella afirmaba seguir amando. Y en cuánto tiempo podría tardar ese amor en empezar a extinguirse.
Fue durante esos días cuando Will se percató de cosas en las que nunca antes se había fijado: que no tenía cortinas en ninguna ventana, que se paraba para disfrutar del sol cada vez que salía, que siempre encontraba motivos para elogiar el día, algo por lo que maravillarse tanto si llovía como si estaba despejado, y que, por la noche, cuando Will salía del establo a orinar, siempre, no importaba la hora que fuera, había luz en su habitación. Hasta que lo hubo visto varias veces no cayó en la cuenta de que no se trataba de que hubiera ido a ver a los niños, sino de que dormía con la luz encendida.
¿Por qué le habría hecho aquello su familia?
Pero si alguien respetaba el derecho a la intimidad de una persona, ése era Will. No necesitaba conocer la respuesta para aceptar que ya no estaba trabajando sólo para tener un techo que lo cobijara, sino para complacerla.
Arregló el camino: engrasó el arnés y enganchó a Madam una pesada traílla de acero en forma de pala gigante y con unos mangos como de carretilla con la que costaba mucho trabajar. Pero con Madam tirando y Will empujándola y dirigiendo la hoja de acero para que surcara la tierra, lograron llevar a cabo la ardua tarea. Rebajaron los montículos, llenaron los baches, apartaron las piedras hacia los lados y arrancaron las raíces que sobresalían del suelo.
Donald Wade se convirtió en el compañero inseparable de Will. Se sentaba en una protuberancia o en una rama para observarlo, para escucharlo, para aprender. Will le daba a veces una pala y le dejaba que apartara piedrecitas hacia los lados, y lo alababa después por su incipiente trabajo como había oído hacer a Eleanor.