A Eleanor le había crecido la tripa y se movía más despacio. Día tras día, veía cómo iba a vaciar barreños y cubos de agua sucia al patio. Ahora sólo lavaba los pañales de un niño, pero pronto tendría que lavar los de dos. Así que cavó un pozo negro y conectó un desagüe bajo el fregadero que suprimía la necesidad de cargar barreños y cubos fuera.
Radiante de felicidad, Eleanor se apresuró a verter un primer barreño de agua por el desagüe y se regocijó cuando el agua desapareció sola como por arte de magia. Dijo que no importaba que no hubiera podido encontrar linóleo suficiente para recubrir el suelo también. La cocina estaba más iluminada y más limpia que nunca.
La falta de linóleo para el suelo había decepcionado a Will. Él quería que la cocina estuviera perfecta para ella, pero cada vez era más y más difícil conseguir linóleo, bañeras y muchos otros artículos, ya que todo tipo de fábricas se estaba dedicando a la producción de material de guerra. En la cárcel, Will leía diariamente el periódico, pero ahora sólo se ponía al día de las noticias internacionales cuando iba a la biblioteca. Aun así, estaba enterado de los combates en Europa y se preguntaba cuánto tiempo podría Estados Unidos suministrar aviones y tanques a Inglaterra y Francia sin participar en el conflicto. Se estremeció de pensarlo mientras llevaba la primera carga de chatarra al pueblo; le pagaron cuarenta y cinco centavos por cada kilo de «trastos viejos» de Glendon Dinsmore.
Se hablaba de que Estados Unidos iba a incorporarse activamente a la guerra, aunque los integrantes del Comité America First, entre los cuales figuraba el aviador Charles Lindbergh, se mostraban contrarios a ello. Pero Roosevelt reforzaba las defensas del país. Ya se estaba llamando a filas, y él era mayor de edad y estaba sano y soltero. Mientras tanto, Eleanor vivía feliz ignorando lo que sucedía en el mundo más allá del final del camino que conducía hasta su casa.
Entonces, un día, Will rescató una radio de uno de los cobertizos. Le costó lo suyo encontrar una pila, porque también las acaparaba Inglaterra para mantener en funcionamiento los walkie-talkies. Pero consiguió una a cambio de una lata de pintura que le sobraba, aunque la radio siguió negándose a funcionar incluso con la pila nueva. La señorita Beasley encontró un libro en el que aprendió cómo arreglarla.
Cuando logró ponerla en marcha estaban emitiendo una radio-novela. Los niños dormían la siesta y Eleanor planchaba. En cuanto el programa se oyó, lleno de interferencias, en la cocina, los ojos se le iluminaron como el dial del aparato.
– ¡Qué te parece…, funciona! -exclamó Will, asombrado.
– ¡Shhh! -pidió Eleanor, que corrió una silla mientras Will se arrodillaba en el suelo para escuchar juntos la última aventura de la viuda Perkins, que regentaba un almacén de maderas en Rushville Center, Estados Unidos, donde vivía con sus tres hijos, John, Evey y Fay. Cualquiera que quisiera tanto a sus hijos como esa madre caía bien a Eleanor, y Will se dio cuenta de que mamá Perkins se había ganado una oyente fiel.
Esa tarde se congregaron todos junto a la cajita mágica. Will y Eleanor contemplaban cómo a los niños les brillaban los ojos escuchando al Llanero Solitario y a Toro, su fiel amigo indio, que lo llamaba kemo sabe.
A partir de entonces Donald Wade no volvió a caminar: galopaba, relinchaba, se encabritaba, hacía ruido de cascos con la lengua y ataba a Silver en la puerta cada vez que entraba en casa. Un día Will lo llamó en broma kemo sabe, y desde aquel momento DonaldWade puso a prueba su paciencia llamando a todo el mundo kemo sabe cien veces al día.
La radio no sólo les trajo fantasías. También les trajo realidades mediante Edward R. Murrow y las noticias. Cada noche, después de cenar, Will la encendía. La voz grave de Murrow llenaba la cocina con sus características pausas: «Estamos en… Londres.» De fondo podía oírse el zumbido de los bombarderos alemanes, el gemido de la sirena y el estruendo del fuego antiaéreo. Pero Will tenía la impresión de que él era el único de la cocina consciente de que eran sonidos reales.
Aunque Elly se negaba a hablar de ello, la guerra se acercaba y, cuando llegara, era posible que lo llamaran a filas. Se esforzó más aún.
Preparó la leña del año siguiente, rascó el linóleo del suelo de la cocina, lo pulió y lo barnizó, y empezó a soñar con instalar un cuarto de baño si podía conseguir los elementos.
Y, a escondidas, se informaba sobre las abejas.
Esos insectos ejercían una innegable fascinación sobre él. Se pasaba horas observando desde lejos las colmenas, esas colmenas que al principio había creído, erróneamente, que las abejas habían abandonado. Ahora sabía que no era así. Que sólo hubiera unas pocas en la entrada de la colmena no significaba nada, porque la mayoría estaban dentro atendiendo a la reina, o fuera, en los campos, recolectando polen, néctar y agua.
Leyó más y aprendió más: que las obreras transportaban el polen en las patas traseras; que necesitaban beber diariamente agua salada, que la miel se fabricaba en unos cuadros situados en unos cajones apilables llamados alzas, que el apicultor añadía cajones en la parte superior a medida que se iban llenando los inferiores; que las abejas se comían su propia miel para sobrevivir durante el invierno; que en verano, la época de mayor producción, si no se quitaban los cuadros cargados la miel acababa pesando tanto que las abejas tenían que salir y enjambrar.
Un día hizo el experimento de llenar de agua salada una bandeja. Al día siguiente estaba vacía, de modo que supo que las colmenas estaban activas. Observó cómo las obreras salían con las patas traseras delgadas y volvían con los cestillos llenos de polen. Will supo que tenía razón sin tener que abrir siquiera las colmenas para echar un vistazo dentro. Glendon Dinsmore había fallecido en el mes de abril. Si no se había añadido ninguna alza desde entonces, las abejas podrían enjambrar en cualquier momento. Si no se había retirado ninguna desde entonces, estarían cargadas de miel. De mucha miel, y Will Parker quería venderla.
El tema no había vuelto a surgir entre Eleanor y él. Y ella tampoco le había entregado ningún velo con sombrero ni ningún ahumador, así que decidió probar sin ellos. Todos los libros y los folletos advertían que el primer paso para convertirse uno en apicultor era averiguar si se era inmune a las abejas.
Y eso hizo Will. Un día cálido de finales de octubre, siguió minuciosamente las instrucciones: se dio un baño para eliminar todo rastro de olor de Madam del cuerpo, saqueó el lugar donde Eleanor cultivaba la menta, se frotó la piel y los pantalones con hojas trituradas, se subió el cuello de la camisa, se bajó las mangas, se ató con cuerda las vueltas de los pantalones y se dirigió al Whippet abandonado para averiguar qué pensaban las abejas de él.
Cuando llegó al automóvil, notó que empezaban a sudarle las palmas de las manos. Se las secó en los muslos y se acercó más, recitando en silencio: «Muévete despacio…, a las abejas no les gustan los movimientos bruscos.»
Avanzó muy lentamente hacia el coche…, se sentó delante…, sujetó el volante… y esperó con el corazón en un puño.
No tuvo que esperar demasiado. Llegaron por detrás, primero una, luego otra, y en menos que canta un gallo lo que parecía una colonia entera. Se obligó a seguir sentado sin moverse mientras una le aterrizaba en el pelo y se paseaba por él, zumbando, y las demás seguían volándole alrededor de la cara. Otra se le posó en la mano. Esperaba que lo acribillara, pero en lugar de eso se dedicó a investigar el vello moreno de la muñeca de Will, le recorrió los nudillos y se marchó zumbando, sin mostrar el menor interés por él.