La abuela se mantenía alejada de los estores bajados con una expresión cadavérica en el rostro y susurraba a Eleanor que guardara silencio, que no dijera ni una palabra.
Pero una vez el agente del orden fue cuando el abuelo estaba en casa.
– ¿Albert See? -gritó entonces-. Sabemos que en su casa vive una niña en edad escolar. ¡Si no abre la puerta, obtendré una orden judicial que me dará derecho a derribarla y a llevármela! ¿Quiere que haga eso, See?
Y así fue como Eleanor empezó a ir al colegio. Pero fue una experiencia dolorosa para la niña gris que ya era un año mayor y una cabeza más alta que el resto de alumnos de primer curso. Los demás niños la trataban como el bicho raro que era: una excéntrica desgarbada y silenciosa que ignoraba la mayoría de juegos básicos, no sabía desenvolverse en grupo y miraba todas las cosas y a todas las personas con unos enormes ojos verdes. Siempre titubeaba, y las pocas veces que mostraba su regocijo por algo, saltando y dando palmadas ante alguna diversión, lo hacía con una brusquedad inquietante y, después, se quedaba quieta como si alguien la hubiera apagado. Cuando las maestras intentaban ser amables, retrocedía como si la amenazaran. Cuando los niños se reían, les sacaba la lengua. Y los niños se reían con una regularidad cruel.
Para Eleanor, el colegio era como cambiar una cárcel por otra. De modo que empezó a hacer novillos. La primera vez temió que Dios se enterara y se lo contara a la abuela. Pero cuando no lo hizo, volvió a intentarlo y se pasó el día en el bosque y en el campo, lo que le permitió descubrir por fin lo maravillosa que era la auténtica libertad. Sabía estarse quieta y en silencio: lo hacía mucho en esa casa con los estores verdes bajados. Y, por primera vez, obtuvo algo a cambio. Se ganó la confianza de los animales, que seguían su rutina diaria como si fuera uno de ellos: serpientes, arañas, ardillas y pájaros. Sobre todo, los pájaros. Para Eleanor, esos seres maravillosos, los únicos que no estaban ligados a la tierra, eran los más libres de todos.
Empezó a estudiarlos. Cuando el quinto curso de la señorita Buttry fue a la biblioteca, Eleanor encontró un libro de John James Audubon con láminas de colores y descripciones de los habitats, los nidos, los huevos y las voces de los pájaros. Empezó a identificarlos en el campo: los reyezuelos, con su alegre y delicado canto; los ampelis americanos, que volaban en bandadas, parecían siempre afectuosos y se emborrachaban a veces de fruta demasiado madura; los arrendajos azules, pomposos y arrogantes, pero más bonitos aún que los mansos cardenales y las tangaras.
Una vez llevó migas en los bolsillos y las dispuso en círculo a su alrededor. Luego, se sentó tan quieta como su amigo, el cárabo, hasta que un pinzón purpúreo se acercó, se posó en la rama de un pino cercano y le dio una serenata con su dulce trino. Al cabo de un rato, el pinzón descendió hacia una rama inferior, donde ladeó la cabeza para observarla y Elly esperó hasta que el pinzón avanzó y se comió el pan. Encontró el pinzón un segundo día (estaba convencida de que era el mismo ejemplar), y también un tercer día, y cuando aprendió a imitar su canto, lo llamaba con la misma facilidad con que los demás niños le silbaban a su perro. Y un día se quedó de pie, como la Estatua de la Libertad, con las migajas en la palma, y el pinzón se le posó en la mano para comer de ella.
Poco después, en el colegio, un grupo de niños presumía de sus hazañas. Una niña con trenzas negras y unos prominentes dientes superiores afirmaba que podía hacer treinta y siete volteretas sin marearse. Otra, con la panza más oronda de la clase, se jactaba de que podía comerse catorce tortitas de una sentada. Y un niño, el más mentiroso de la clase, afirmaba que el año siguiente su padre iba a ir de safari a África y que él lo iba a acompañar.
Eleanor se acercó a su exclusivo círculo y comentó con timidez: «Yo sé llamar a los pájaros para que coman de mi mano.»
Se la quedaron mirando boquiabiertos como si estuviera loca. Luego, se rieron y cerraron filas de nuevo. Después de eso, susurraban sus pullas en voz lo bastante alta como para que las oyera aunque no quisiera: «La chiflada de Elly See habla con los pájaros y vive en esa casa con los estores bajados con la chalada de su madre y sus todavía más chalados abuelos.»
Fue durante una de sus escapadas de clase cuando habló por primera vez con Glendon Dinsmore. Volvía tarde a casa y salió corriendo de entre los árboles para bajar con estruendo un escarpado terraplén. Se deslizaron piedras hacia la carretera de más abajo y el carro de Dinsmore casi volcó porque la mula, sobresaltada, rebuznó y se movió hacia un lado.
– ¡So! -gritó Dinsmore mientras el animal casi partía el balancín de una coz portentosa. Una vez hubo controlado al animal, se quitó el polvoriento sombrero de fieltro y golpeó con él, nervioso, el asiento del carro-. ¡Por el amor de Dios, niña, cómo se te ocurre salir así del bosque!
– Es que tengo prisa. Tengo que llegar a casa antes de que los niños del colegio pasen por delante de ella.
– ¡Bueno, pues le has dado un susto tremendo a la pobre Madam! Deberías tener más cuidado cuando estás cerca de un animal.
– Perdón -dijo, aplacada.
– Ah… -Volvió a ponerse el sombrero y pareció sosegarse-. Supongo que no te has parado a pensarlo. Pero ve con más cuidado la próxima vez, ¿me oyes? -pidió mientras dirigía una mirada especulativa a los árboles y, después, de nuevo a la niña-. Has hecho novillos, ¿no? -Cuando ésta no respondió, adoptó una expresión más sagaz y echó la cabeza hacia delante para preguntar-: Oye, ¿no te conozco?
– Solía llevar hielo a nuestra casa cuando yo era pequeña -respondió Elly con los brazos cruzados a la espalda mientras balanceaba el cuerpo a derecha y a izquierda.
– ¿Ah, sí? -se sorprendió Dinsmore. Cuando ella asintió, se rascó la sien, con lo que se ladeó el sombrero-. ¿Y cómo te llamas?
– Elly See.
– Elly See… -Hizo memoria-. Pues claro que sí. Ya me acuerdo. Yo soy Glendon Dinsmore.
– Ya lo sé.
– ¿Lo sabías? -Le dirigió una sonrisa torcida de sorpresa-. Vaya, ¿qué te parece? Pero ahora ya no voy a tu casa.
– Ya lo sé -dijo Elly, marcando una raya en la tierra con la puntita del pie-. El abuelo se compró un refrigerador eléctrico para que no nos tuvieran que traer más el hielo a casa. No les gusta que venga gente.
– Oh… Ahora lo entiendo -comentó, antes de señalar la carretera con un dedo-. Voy en tu misma dirección. ¿Quieres que te lleve?
Negó con la cabeza y se sujetó las manos con más fuerza a la espalda, de modo que la parte delantera de su vestido quedó como si llevara dos bellotas debajo. Dinsmore ya era, para entonces, un hombre. Elly calculó que tendría unos diecisiete o dieciocho años. Si la abuela la veía llegar a casa en su carro, terminaría pasando horas de rodillas.
– ¿Por qué no? A Madam no le importa llevar a dos personas.
– Tendría problemas. Tengo que ir directamente a casa al salir del colegio y no puedo hablar con desconocidos.
– Bueno, no quiero que tengas problemas. ¿Vienes por aquí a menudo?
– Pues… a veces -aclaró, mirándolo con recelo.
– ¿Qué haces en el bosque?
– Estudio a los pájaros -contestó y, por si acaso, añadió-: Para el colegio, ¿sabes?
Dinsmore levantó el mentón y asintió con aire de sapiencia, como si quisiera dar a entender que sabía a qué se refería.
– Los pájaros son bonitos -comentó antes de sujetar las riendas-. Bueno, tal vez volvamos a encontrarnos algún día, pero ahora será mejor que no te entretenga más. Hasta la vista, Elly.
Observó, perpleja, cómo se marchaba. Era la primera persona que, en sus doce años de existencia, la había tratado como si no estuviera loca ni fuera hija del pecado. Después de eso, pensaba en él mientras rezaba para olvidarse de lo mucho que le dolían las rodillas. Era un joven más bien desaliñado, con su pantalón con peto y sus botas grandes, y con sólo cuatro pelos en la barba. Pero a ella no le importaba su aspecto, lo único que le importaba era que la había tratado como si no fuera rara.