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Al día siguiente Dinsmore no apareció. Pero cerca de los zumaques donde se habían encontrado dos veces había dejado tres calabazas con rayas verdes y amarillas, cada una con un agujero de distinto tamaño y provistas de un alambre para colgarlas.

Un regalo. ¡Le había hecho otro regalo!

La temporada de caza pasó sin que volviera a verlo hasta el último día. Llegó por la colina con la escopeta, y ella se quedó esperándolo a plena vista, erguida como un palo: una chica sosa, poco atractiva, cuyos ojos parecían más oscuros de lo que eran en realidad debido a la palidez de su rostro pecoso. No le sonrió ni vaciló, sino que lo invitó directamente:

– ¿Quieres ver dónde colgué las calabazas? -Elly no había confiado nunca tanto en alguien en toda su vida.

Después de eso, se encontraban a menudo. Era fácil estar con él, porque conocía el bosque y sus animales como ella, y siempre que lo recorrían juntos se mantenía a una respetable distancia, caminando con los pulgares en los bolsillos traseros de su pantalón con peto, algo agachado.

Le enseñó las oropéndolas, los picogruesos azules y los azulillos norteños. Y observaron juntos los pájaros que se instalaron en las tres calabazas rayadas: dos familias de gorriones y, en primavera, un solitario ruiseñor azul. Tras varios meses encontrándose, Elly tomó un puñado de maíz para enseñarle cómo llamaba a los pájaros y conseguía que le comieran de la mano.

Al año siguiente, cuando había cumplido los catorce, un día se reunió con él con una expresión de tristeza en la cara. Se sentaron en un tronco caído para mirar la cavidad de un árbol cercano donde se refugiaba una zarigüeya.

– No puedo volver a verte, Glendon.

– ¿Por qué?

– Porque estoy enferma. Es probable que me muera.

Se volvió hacia ella, alarmado.

– ¿Morirte? ¿Qué tienes?

– No lo sé, pero es grave.

– Bueno… ¿Te han llevado al médico?

– No hace falta. Ya estoy sangrando, ¿qué podría hacer un médico?

– ¿Sangrando?

Asintió con los labios apretados, resignada, y con los ojos puestos en el agujero de la zarigüeya.

Glendon recorrió disimuladamente con la mirada la parte delantera de su vestido, donde las bellotas habían crecido hasta adquirir el tamaño de ciruelas.

– ¿Se lo has contado a tu madre?

– No serviría de nada. -Negó con la cabeza-. Está algo tocada. Es como si ya ni siquiera supiera que existo.

– ¿Y a tu abuela?

– Me da miedo decírselo.

– ¿Por qué?

– Porque sí -contestó con los ojos puestos en el suelo.

– Pero ¿por qué?

Se encogió de hombros con aire desdichado, porque tenía la vaga sensación de que lo que le pasaba tenía algo que ver con ser hija del pecado.

– ¿Sangras por tus partes? -preguntó Glendon, y, cuando ella asintió en silencio, sonrojada, añadió-: ¿Es que no te lo han explicado?

– ¿Qué tenían que explicarme? -Le echó una breve mirada de reojo.

– Eso les pasa a todas las mujeres. Si no, no pueden tener hijos.

Giró la cabeza de golpe, y Glendon se concentró en el sol que asomaba por detrás del tronco de una vieja encina.

– Tendrían que habértelo dicho para que supieras que debías esperarlo -comentó entonces-. Ve a casa, cuéntaselo a tu abuela y ella te dirá qué hacer.

Pero Eleanor no lo hizo. Aceptó la palabra de Glendon de que era algo natural. Cuando vio que le sucedía a intervalos regulares, empezó a controlar el tiempo que transcurría entre los períodos para estar preparada.

Cuando cumplió quince años le preguntó qué significaba la expresión «hija del pecado».

– ¿Por qué?

– Porque es lo que yo soy. Me lo dicen constantemente.

– ¡Te lo dicen! -Con una expresión tensa en la cara, recogió un palito, lo partió en cuatro partes y las lanzó lejos-. No es nada -aseguró con fiereza.

– Es algo horrible, ¿verdad?

– ¿Por qué debería serlo? Tú no eres horrible, ¿no?

– Les desobedezco y hago novillos.

– Eso no te convierte en una hija del pecado.

– ¿Qué, entonces? -Cuando Glendon no dijo nada, apeló a su amistad-. Eres amigo mío, Glendon. Si tú no me lo dices, ¿quién va a hacerlo?

– Muy bien, te lo diré -aseguró Glendon, que estaba sentado en el suelo del bosque con ambos codos juntos sobre las rodillas mirando el palito roto-. ¿Recuerdas cuando vimos que las codornices se apareaban? ¿Recuerdas lo que pasó cuando el macho se subió encima de la hembra? -Le dirigió una mirada rápida y vio que asentía con la cabeza-. Las personas también se aparean así, pero sólo deberían hacerlo cuando están casadas. Si lo hacen cuando no lo están y tienen un bebé, gente como tu abuela lo llama «hijo del pecado».

– Entonces yo lo soy.

– No, no lo eres.

– Pero si…

– ¡No lo eres! ¡Y no quiero volver a oír nada al respecto!

– Pero no tengo padre.

– Eso no es culpa tuya, ¿verdad?

Elly entendió entonces lo de las purificaciones, y por qué llamaban «pecadora» a su madre. Pero ¿quién era su padre? ¿Lo sabría alguna vez?

– ¿Glendon?

– ¿Qué?

– ¿Soy bastarda? -Había oído cómo susurraban esa palabra a sus espaldas en el colegio.

– Elly, tienes que aprender a no preocuparte por cosas que no son importantes. Lo importante es que eres una buena persona.

Se quedaron en silencio un buen rato, escuchando una bandada de gorriones que gorjeaba en los espinos cervales donde colgaban las calabazas. Eleanor alzó los ojos hacia los fragmentos de cielo azul visibles entre las ramas.

– ¿Has deseado alguna vez que alguien se muera, Glendon?

– No -contestó tras reflexionar muy serio-, creo que no.

– Yo, a veces, desearía que mis abuelos se murieran para que mi madre y yo ya no tuviéramos que rezar más y para que pudiera subir los estores de la casa y dejar salir a mamá. Creo que una persona buena no desearía algo así.

Glendon le puso una mano en el hombro para consolarla. Era la primera vez que la tocaba deliberadamente.

Eleanor vio hecho realidad su deseo a los dieciséis años. Albert See murió mientras recorría su ruta…, en la cama de una mujer llamada Mathilde King. Resultó que Mathilde King era negra y le entregaba sus favores a cambio de dinero.

Elly informó de su muerte a Glendon sin la menor muestra de pesar. Cuando él le tocó la mejilla, comentó:

– No pasa nada, Glendon. Él era el auténtico pecador.

La impresión y la vergüenza de las circunstancias que rodeaban la muerte de su marido hicieron que Lottie See fuera incapaz, a partir de entonces, de mirar a la cara a su hija y a su nieta. Vivió menos de un año, y la mayor parte de ese tiempo se lo pasó sentada en una silla Windsor mirando un rincón del salón, donde los estores verdes tenían los bordes pegados a los marcos de las ventanas con cinta adhesiva. Ya no hablaba para rezar ni para obligar a Chloe a arrepentirse, sino que se pasaba el rato sentada mirando la pared, hasta que un día la cabeza se le inclinó hacia delante y los brazos le cayeron hacia los costados.

Cuando Elly informó de la muerte de su abuela a Glendon tampoco derramó lágrimas ni se lamentó. Él le tomó la mano y se la sujetó mientras permanecían sentados en un tronco sin decir nada, escuchando la naturaleza que los rodeaba.

– Es probable que la gente como ellos… sea más feliz muerta -comentó Glendon-. No saben qué es la felicidad.

– A partir de ahora, puedo verte siempre que quiera -dijo Elly sin dejar de mirar hacia delante-. Mi madre no me lo impedirá, y voy a dejar el colegio y a quedarme en casa para cuidar de ella.

Eleanor quitó la cinta adhesiva de los estores. Pero cuando los subió, Chloe gritó y se acurrucó mientras se protegía la cabeza como si fueran a golpearla. Su miedo frenético ya no guardaba relación alguna con la realidad. La muerte de sus padres, en lugar de liberarla, la había sumido aún más en el mundo de la locura. No podía hacer nada por sí misma, así que Eleanor se encargó de su cuidado, y la alimentaba, la vestía y satisfacía sus necesidades diarias.