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– Póngalo en el dedo de Eleanor y unan sus manos derechas.

Will tomó la mano de Eleanor y le deslizó parcialmente la alianza por el anular. Se miraron un instante antes de bajar los ojos mientras él le sujetaba la mano sin apenas apretársela.

– Que esta alianza sea un símbolo de su constancia y su devoción -prosiguió el juez Murdoch-. Que le recuerde a usted, Will, que lo ofrece, y a usted, Eleanor, que lo lleva, que a partir de hoy serán uno solo hasta que la muerte los separe. Y ahora, por el poder que me otorga el estado soberano de Georgia, yo los declaro marido y mujer.

Había sido tan rápido, tan discreto, que no parecía que estuviera hecho. Y, si lo estaba, no parecía real. Will y Eleanor siguieron plantados delante del juez como un par de tocones de árbol.

– ¿Ya está? -preguntó Will.

– Sólo falta el beso -sonrió el juez Murdoch. Entonces, se volvió para firmar el certificado de matrimonio en la mesa que tenía detrás.

La pareja se miró, pero no se movió. En la silla, los niños masticaban caramelos de goma. Desde la sala les llegaba un murmullo de voces. La pluma arañaba ruidosamente el papel mientras el secretario Ewell lo observaba todo expectante.

El juez dejó la pluma y, cuando se volvió, se encontró que los recién casados estaban hombro con hombro, muy tiesos.

– Bien… -los animó.

Ruborizados, Will y Eleanor se giraron para quedar de frente. Ella levantó la cara tímidamente y él bajó la mirada del mismo modo.

– La sala me está esperando -les advirtió el juez Murdoch en voz baja.

Con el corazón acelerado, Will puso las manos con suavidad en los brazos de Eleanor y se agachó para rozarle brevemente los labios. Los tenía cálidos y separados, como si estuviera asombrada. Le vio los ojos de cerca: abiertos, como los suyos. Luego, se enderezó y puso fin así al incómodo momento antes de que ambos se volvieran de nuevo hacia el juez con timidez.

– Felicidades, señor Parker -dijo el juez Murdoch mientras estrechaba enérgicamente la mano de Will-. Señora Parker. -Estrechó la de Eleanor.

Al oír pronunciado su nuevo nombre, el desasosiego de Eleanor se intensificó. Notó que se sofocaba y se sonrojó más todavía.

El juez Murdoch entregó el certificado de matrimonio a Will.

– Les deseo muchos años de felicidad, y ahora será mejor que vuelva a la sala antes de que empiecen a golpear la puerta -indicó, y cruzó el despacho con tanto ímpetu que la toga le ondeó hasta que se detuvo con una mano en el pomo-. Tienen un par de hijos magníficos. ¡Adiós, chicos!

Los saludó con la mano y se marchó. Darwin Ewell, que también tenía que regresar a la sala, les deseó suerte y los acompañó a toda prisa hasta el pasillo.

Habían pasado menos de cinco minutos desde que habían entrado en el despacho del juez hasta que se encontraron de nuevo en el pasillo, unidos para toda la vida. El ritmo vertiginoso del juez los había dejado a ambos desorientados; no se sentían casados. El enlace no había sido nada ceremonioso; ni siquiera se habían percatado de que las primeras preguntas formaban parte del rito poco ortodoxo del juez. Había terminado de modo muy parecido: sin pompa ni esplendor; unas meras palabras con las manos unidas y ¡zas!, de vuelta al pasillo. De no haber sido por el beso, ni tan sólo hubiesen creído que se había celebrado el matrimonio.

– Bueno -soltó Will entrecortadamente con una carcajada de perplejidad-. Listos.

– Supongo que sí-dijo Eleanor, cuya mirada perpleja seguía fija en la puerta cerrada-. Pero ha sido… tan rápido.

– Rápido, pero legal.

– Sí…, pero… -Alzó unos ojos indecisos hacia Will y echó la cabeza hacia delante-. ¿Tienes la sensación de estar casado?

– No exactamente -rio Will de repente-. Pero debemos de estarlo. Te ha llamado señora Parker.

– Pues sí -dijo Elly tras levantar la mano izquierda para mirarse, incrédula, el anillo-. Ahora soy la señora Parker.

Adquirieron entonces plena conciencia de lo que habían hecho. Eran el señor y la señora Parker. Asimilaron ese hecho con todas las implicaciones que conllevaba mientras se miraban fijamente como si los atrajera un imán. Will pensó en volver a besarla, de la forma en que deseaba hacerlo. Y Eleanor se preguntó cómo sería. Pero ninguno de los dos se atrevió a hacerlo. Al final, se dieron cuenta de que llevaban mirándose mucho rato. Eleanor se puso nerviosa y bajó los ojos. Will soltó una risita y se rascó la nariz.

– Creo que deberíamos celebrarlo -anunció.

– ¿Cómo? -preguntó Eleanor a la vez que se agachaba para recoger al pequeño Thomas. Will la empujó suavemente y cargó al pequeño en brazos.

– Bueno, si los cálculos no me fallan, todavía me quedan cinco dólares y cincuenta y nueve centavos. Creo que deberíamos llevar a los niños al cine.

– ¿De veras? -preguntó Eleanor con la ilusión reflejada en el semblante.

Donald Wade empezó a saltar arriba y abajo dando palmadas.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Al cine! ¡Vamos al cine, mami, por favor! -Se aferró a la mano de su madre.

Will tomó el codo libre de Eleanor y la guio pasillo abajo.

– No sé, Donald Wade -lo chinchó Will mientras dirigía una sonrisa torcida al rostro ansioso de su mujer-. Tengo la impresión de que tal vez nos cueste un poco convencer a tu mamá.

Y entonces, el señor y la señora Parker, y familia, salieron sonrientes del juzgado.

Capítulo 10

El olor de palomitas de maíz los recibió en el vestíbulo del cine. Con los ojos abiertos como platos y fascinados, los niños alzaron la vista hacia la máquina expendedora roja y blanca, y suplicaron después a su madre:

– ¿Podemos comprar unas cuantas, mamá?

A Will se le ablandó el corazón. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa antes de que Eleanor tuviera tiempo de negarse. Dentro de la sala en penumbras, Donald Wade y Thomas se sentaron en sus regazos, masticando, hasta que la pantalla se iluminó con los trailers de los próximos estrenos. Cuando proyectaron varias escenas de Lo que el viento se llevó, tanto sus manos como sus mandíbulas dejaron de funcionar. Y también las de Eleanor. Will la miró de reojo y vio que un sinfín de emociones se le reflejaban en la cara: sorpresa, sobrecogimiento, éxtasis.

– ¡Oh, Will! -exclamó sin aliento-. ¡Oh, Will, mira!

Lo hizo a ratos. Pero le resultaba mucho más fascinante observar sus caras, especialmente la de Eleanor, ya que se veían transportados por primera vez al mundo imaginario del celuloide.

– ¡Oh, Will, mira qué vestido!

Dirigió su atención un momento a la prenda, con su espléndida falda con aros, antes de devolverla al rostro de su mujer y percatarse de algo que desconocía sobre ella: podía encapricharse con ciertas galas. No lo hubiese dicho nunca a la vista de la sencillez con la que vestía. Pero le brillaban los ojos y daba la impresión de estar a punto de hablar a las imágenes que aparecían en pantalla.

La película de color desapareció y empezó un noticiario en blanco y negro: soldados alemanes que marchaban a paso de ganso, bombas, proyectiles de mortero, el frente de la guerra en Rusia, soldados heridos: un brusco salto de la fantasía a la realidad.

Will miró la pantalla absorto, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse Estados Unidos fuera de la guerra, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse él mismo fuera de ella si ocurría lo inevitable. Ahora tenía familia; a diferencia de antes; de repente su bienestar importaba mucho. Darse cuenta de ello lo dejó estupefacto.

Cuando el noticiario terminó, se volvió y pilló a Eleanor observándolo por encima de las cabezas de los niños. Le había desaparecido la alegría de los ojos y tenía el ceño fruncido de preocupación. Era evidente que la cruda realidad de la guerra había calado en ella. Sintió un gran remordimiento por haber sido él quien la había expuesto a ella, quien había propiciado que sus ilusiones se hicieran añicos al llevarla allí. Quiso pasar la mano por encima del par de cabecitas rubias para tocarle los párpados y decirle que cerrara los ojos un momento e imaginara que no pasaba nada. Que volviera a ser la feliz ermitaña que era.