– Buenas noches, Will.
– Buenas noches, kemo sabe.
– Soy Hopalong.
– Oh, perdona, qué fallo -rio Will-. Tendría que haber comprobado qué caballo está atado en la puerta.
Cuando Will se levantó de la cama de Donald Wade, el pequeño Thomas ya no estaba tumbado. Estaba de pie tras la barandilla de la cuna con los mofletes hinchados y los ojos muy abiertos, observando. El pequeño Thomas…, que había tardado más en aceptarlo. El pequeño Thomas…, al que el hombre adulto seguía intimidando a veces. El pequeño Thomas…, que imitaba todo lo que hacía su hermano mayor. Su beso fue sin abrazo, pero su boquita estaba cálida y húmeda cuando Will se agachó para recibirlo.
Por Dios santo, no había imaginado nunca cómo un par de besos de buenas noches podían hacer sentir a un hombre. Querido. Amado.
– Buenas noches, Thomas.
Thomas lo miró con sus grandes ojos castaños.
– Di buenas noches a Will -lo animó su madre en voz baja.
– Benas notes, Ui.
Era la primera vez que Thomas decía su nombre. La mala pronunciación le llegó al alma mientras miraba cómo Eleanor volvía a acostarlo una segunda vez antes de reunirse con él en el umbral.
Se quedaron ahí un momento, codo con codo, contemplando a los niños. Surgió entre ellos una intimidad que los unió con una armonía que terminó con las muchas deficiencias de ese día y les hizo confiar en que llegarían cosas mejores.
Dejaron la puerta de los niños entreabierta y entraron en el salón. Estaba a oscuras, salvo por la luz que llegaba de la lámpara de los niños y de la que había en la mesa de la cocina.
Will se pasó una mano por el pelo, se rodeó el cuello con ella y sonrió al suelo. Pasado un momento, soltó una risita de felicidad.
– No lo había hecho nunca.
– Ya lo sé.
Buscó una forma de expresar la plenitud que sentía. Pero no la había. No había ninguna forma de expresar lo que esos últimos cinco minutos habían significado para él, un huérfano que se había convertido en vagabundo, un vagabundo que se había convertido en reo, un reo que se había convertido en jornalero, un jornalero que se había convertido en padre sustituto. Sólo pudo mover la cabeza maravillado.
– Es estupendo, ¿verdad? -alcanzó a soltar.
Eleanor lo comprendió. Su sorpresa y su asombro lo decían todo. No había esperado que tener derecho a su casa implicara tener derecho a sus hijos. Pero Eleanor veía el cariño creciente que Will sentía por ellos, veía claramente la clase de padre que sería: tierno, paciente, la clase de padre que no da por sentado ninguno de los pequeños placeres.
– Sí que lo es -contestó.
Will dejó caer la mano y levantó la cabeza con una sonrisa dulce en los labios.
– Me gustan mucho esos dos críos, ¿sabes?
– ¿A pesar de cómo se han portado durante la cena?
– Oh, eso… No ha sido nada. Han sido muchas emociones para un solo día. Me imagino que los muelles todavía les seguían vibrando.
Eleanor sonrió.
Él también lo hizo durante un instante, pero acabó poniéndose serio.
– Quiero que sepas que me portaré bien con ellos.
– Oh, Will… -Eleanor había suavizado la voz-. Eso ya lo sé.
– Bueno -prosiguió Will casi con vergüenza-. Son muy especiales.
– Yo también lo creo.
Sus miradas se encontraron un momento. Ambos buscaban algo que decir, algo que hacer. Pero era la hora de acostarse; sólo había una cosa que hacer. Y, sin embargo, tanto ella como él eran reacios a sugerirla. En la cocina, la radio emitía Chattanooga Choo Choo. Los compases de la canción llegaban desde la puerta iluminada hasta las sombras, donde se detuvieron, indecisos. Frente a la habitación de los niños, la puerta de su dormitorio estaba abierta y dejaba ver una sombra que los estaba aguardando en su seno. Tras esa puerta los esperaban la inseguridad y la timidez.
Eleanor se toqueteaba las manos mientras buscaba un tema para posponer la hora de acostarse.
– Gracias por la película, Will. Los niños no lo olvidarán nunca, y yo tampoco.
– Yo también me lo he pasado bien.
Fin del tema.
– También me han gustado las palomitas de maíz -añadió enseguida.
– A mí también.
De nuevo, fin del tema.
Esta vez fue Will quien encontró un modo de llenar el silencio: la ropa de los niños, que todavía llevaba hecha una pelota en las manos.
– ¡Oh, ten! -La puso en las de ella-. Se me había olvidado que la llevaba -comentó, y se metió las manos con fuerza en los bolsillos.
– Gracias por ayudarme a acostarlos -dijo Eleanor con la mirada puesta en la camisa manchada de leche de Thomas.
– Gracias por dejarme hacerlo.
Un intercambio rápido de miradas, dos sonrisas nerviosas y otro silencio, inmenso y abrumador, mientras seguían ahí de pie, cerca, observando las prendas que Eleanor tenía en las manos. Era la casa, la habitación de Elly. Will se sentía como una visita que está esperando a que la inviten a quedarse a dormir, pero ella seguía sin mencionar que fuera hora de acostarse. Oyó su propio pulso martilleándole en los oídos y se sintió como si llevara puesta una camisa prestada cuyo cuello le iba demasiado pequeño. Alguien tenía que romper el hielo.
– ¿Estás cansada? -preguntó.
– ¡No! -respondió Elly, demasiado rápido, con los ojos demasiado desorbitados. Luego agachó la cabeza-. Bueno…, sí, un poco.
– Saldré un momento, entonces.
Cuando se hubo ido, Elly dejó caer los hombros, cerró los ojos y hundió las mejillas ruborizadas en las prendas sucias.
«¡Qué tonta eres! ¿A qué viene estar tan nerviosa? Va a compartir tu colchón y tus sábanas, ¿y qué?»
Se soltó el pelo, se lavó la cara y se preparó para acostarse en un tiempo récord. Para cuando oyó que Will volvía a entrar en la cocina, ya estaba bien metida en la cama con un camisón de muselina blanca y las sábanas hasta los sobacos. Yacía rígida, escuchando el ruido que Will hacía al lavarse para acostarse. Oyó que apagaba la radio, comprobaba que el fuego estuviera extinguido y ponía el último aro en la cocina. Luego, todo quedó en silencio. Sólo oía su propio pulso en los oídos y el tictac del reloj despertador junto a la cama. Pasaron minutos antes de que oyera cómo cruzaba el salón y se detenía. Se quedó mirando la puerta, imaginándolo allí, armándose de valor mientras a ella el corazón le latía con tanta fuerza que parecía el triquitraque del tractor de Glendon aquella vez que había ido en él.
Will se detuvo frente a la puerta del dormitorio e inspiró hondo para darse ánimo. Cruzó el umbral y se encontró con que Eleanor yacía boca arriba con un recatado camisón blanco de manga larga. Tenía el pelo suelto extendido sobre la almohada blanca, y las manos cruzadas sobre el elevado montículo que formaba su barriga bajo las sábanas. Aunque su expresión era cuidadosamente insulsa, tenía dos manchas coloradas en las mejillas, como si un angelito hubiera entrado volando en la habitación y le hubiera dejado un pétalo de rosa sobre cada una.
– Pasa, Will.
Recorrió lentamente con la mirada el dormitorio: una ventana sin cortina, una alfombra de retales hecha en casa, una colcha de retazos hecha a mano, el cabecero de hierro de la cama pintado de blanco, un armario con la puerta entreabierta, una mesilla de noche y una lámpara de queroseno, una cómoda alta cubierta con un tapete donde descansaba el retrato de un hombre medio calvo con las orejas grandes.
– No había visto nunca esta habitación.
– No es gran cosa.
– Es cálida y está limpia -la contradijo, antes de avanzar sólo dos pasos para obligar a sus ojos a vagar un poco más por ella hasta que volvieron, en contra de su voluntad a fijarse en el retrato-. ¿Es Glendon?