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Cerró los ojos con fuerza, y entonces se dio cuenta de que olía distinto a Glendon. No era ningún olor que pudiera relacionar con nada, sino simplemente el propio que la naturaleza le había dado: el de la piel, el pelo y el aliento de un hombre, tan diferente del de Glendon como el de una manzana del de una naranja. Abrió los ojos furtivamente, a medias, como si con esa precaución fuera a impedir que Will se despertara. Lo admiró así, entre sus párpados casi cerrados, dejando que la luz del sol se disgregara en sus pestañas y se difundiera por la imagen de Will como si estuviera salpicado de lentejuelas. Un hombre fornido, atractivo. Seguramente las prostitutas de La Grange se peleaban por él.

Aquel extraño cosquilleo radiante que sentía en el bajo vientre se intensificó. Yacía allí, con las rodillas a escasos centímetros de la cadera de Will, mientras su fragancia desconocida de hombre impregnaba la ropa de cama, mientras su calidez y su cuerpo ocupaban la mitad del espacio donde ella dormía. Fue sorprendente darse cuenta de que podía tener deseos carnales cuando había creído que el embarazo la volvía inmune a ellos.

Se le ocurrió otra idea inquietante. ¿Y si él la había observado tan íntimamente como hacía ella ahora con él? Intentó recordar cuándo se había quedado dormida, pero no pudo. De lo último de lo que se acordaba era de que habían estado hablando. ¿Estaba tumbada boca arriba? ¿De cara a él? Echó un vistazo a la mesa; la lámpara seguía siseando. La había dejado encendida y había podido pasar horas despierto después de que ella se quedara roque, haciendo un recuento exhaustivo de sus defectos. Al contemplar la hermosura del rostro de Will, fue muy consciente de lo mucho que salía perdiendo en comparación. Ella tenía el pelo castaño oscuro, liso, las pestañas cortas y finas, los dedos con los nudillos grandes, la tripa prominente, los pechos enormes. A veces roncaba. ¿Habría roncado esa noche mientras la miraba y la habría oído?

Se desplazó hacia el borde de la cama, pensando, tratando de olvidar que él estaba detrás de ella para poder vestirse como si fuera cualquier otro día.

Al primer movimiento, Will se despertó como si hubiera tirado un petardo. Dirigió los ojos a la espalda de Elly y, después, al despertador. Entonces se sentó y recogió los pantalones con un solo movimiento.

Se vistieron de cara a paredes opuestas, y no volvieron la cabeza para mirarse hasta haberse abrochado los últimos botones.

– Buenos días -dijo Eleanor, tímidamente.

– Buenos días.

– ¿Has dormido bien?

– Sí. ¿Te he molestado?

– No, que yo recuerde. ¿Y yo a ti?

– No.

– ¿Te levantas siempre tan deprisa?

– Son casi las ocho. Herbert estará a punto de reventar -dijo.

Se sentó en el borde de la cama y se puso las botas. Un momento después salía por la puerta metiéndose los faldones de la camisa en los pantalones.

Cuando se fue, Elly se dejó caer en la cama y suspiró aliviada. ¡Lo habían conseguido! Se habían acostado, dormido juntos, levantado y vestido sin el menor contacto físico y sin que él le viera el cuerpo hinchado y feo.

Siguió sentada unos momentos más en la cama mirando abatida el zócalo de la pared.

«Bueno, era lo que querías, ¿no?

»¡SÍ!

»¿Por qué estás tan abatida entonces?

»¡No estoy abatida!

»¿No?

»¡Claro que no!

»Pero estás pensando en cuando el juez le ordenó que te besara.

»¿Y qué tiene eso de malo?

»Nada. Nada en absoluto.

»Déjame en paz.»

Silencio. Pasaron minutos en que, obedientemente, en su cabeza sólo reinó el silencio.

«Si querías que te diera un beso de buenas noches, tendrías que habérselo dado tú.

»No quería que me diera ningún beso de buenas noches.

»Oh, perdona. Creía que era por eso que estabas abatida.

»No estoy abatida.»

Pero lo estaba, y lo sabía.

A media mañana, después de desayunar y de haber hecho sus tareas rutinarias, Will regresó a la casa y se encontró con el velo con sombrero, la espátula y el ahumador en los peldaños del porche trasero. Sonrió. Así que… se acabaron los lanzamientos de huevo. Entró para darle las gracias y lamentó no verla.

La casa estaba vacía y había una nota en la mesa: «He ido a buscar pacanas con los niños.» Tomó el cabo del lápiz y garabateó debajo: «¡Gracias por el regalo de boda!» Luego se dirigió al lugar donde crecía la menta.

Sus primeras veinticuatro horas como marido y mujer establecieron la tónica de los días posteriores. Vivían juntos amigablemente, aunque no íntimamente. Se ayudaban mutuamente en pequeños detalles, se adaptaban, disfrutaban juntos de los niños y de su sencilla vida familiar. Desde el principio se adaptaron entre sí, como con el equipo de apicultura, de modo que ya no hubo más arranques de cólera. La vida era apacible.

Aunque no mencionaron nunca la aparición repentina de la espátula, el sombrero y el ahumador, señaló el verdadero inicio del trabajo de Will con las abejas. Notaba que Eleanor prefería no saber cuándo iba al colmenar, así que, cuando no usaba el equipo, lo guardaba en un cobertizo, de donde lo sacaba sin decírselo. Sólo sabía que había estado ahí cuando regresaba a la casa con los cuadros.

Aprendió a respetar las abejas. En el colmenar se respiraba una calma que le calaba en el cuerpo cada vez que iba, una serenidad no sólo de los insectos sino en su interior, debido a la necesidad de moverse despacio estando entre ellos. Pero por más despacio que se moviera, era inevitable que, tarde o temprano, lo picaran. La primera vez que pasó dio un brinco, aplastó la abeja y gritó de dolor. Por eso le clavaron tres aguijones más. Con el tiempo aprendió a no dar brincos y, sobre todo, a no aplastar la abeja, lo que clavaba aún más el aguijón en la piel. Pero lo más importante era que aprendió a reconocer los distintos sonidos que emitían las abejas: desde el «trino» agudo de las obreras satisfechas mientras se movían de un lado a otro con el zumbido de sus alas vaporosas hasta el «graznido», totalmente distinto, que de vez en cuando emitía una sola abeja que se sentía provocada y que le advertía que debía esperar la picadura y prepararse para repelerla. Acabó por reconocer el contacto de los pies de una abeja al hurgarle el vello del cuerpo para sujetarse bien, y a apartar al insecto con suavidad antes de que esa sujeción se convirtiera en una picadura. Aprendió que los silbidos humanos tranquilizan a las abejas, y que el color que menos les gusta es el rojo y, el que más, el azul.

Así que el hombre que caminaba silbando entre los melocotoneros, vestido de azul de pies a cabeza y con un velo protector en la cara, era un hombre feliz. No había logrado acostumbrarse a la torpeza de los guantes, así que trabajaba sin ellos para raspar el propóleos, esa sustancia cérea como el barniz con que las abejas sellaban cualquier rendija diminuta que hubiera entre los cuadros. Dentro del ahumador, que era una simple lata con un pitorro y un fuelle incorporados, encendía un pedacito de arpillera engrasada. Unas cuantas bocanadas en la colmena abierta calmaban a las abejas, lo que le permitía retirar los cuadros sin peligro. Después los llevaba a la casa, donde les quitaba con cuidado la capa de cera que recubría las celdas con un cuchillo calentado sobre una lámpara de queroseno. La primera vez que Eleanor lo vio haciéndolo, abrió la puerta del porche y salió de la cocina con un jersey y un cuchillo en la mano.

– Vas a necesitar ayuda -dijo como si tal cosa y, sin dirigirle ni una mirada, se sentó al otro lado de la lámpara y le demostró que no era la primera vez que cortaba la cera de un panal. Tampoco era la primera vez que extraía miel ni que la filtraba, según se vio cuando llegó el momento de hacer esos trabajos.