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El diez de noviembre hubo algo que lo distrajo temporalmente de sus preocupaciones. Era el cumpleaños de Eleanor; no se había olvidado de ello. Cuando se despertó, ella seguía dormida, de cara a él. Se puso de costado y se colocó una almohada doblada bajo el cuello para permitirse observarla con atención. Las cejas claras y las pestañas doradas, los labios separados y una nariz agradable, una oreja que le asomaba entre el cabello rizado suelto y una rodilla doblada bajo las sábanas. Observó cómo respiraba, cómo movía la mano una, dos veces. Se fue despertando poco a poco, cerrando inconscientemente los labios, frotándose la nariz y, al final, abriendo los ojos, aún somnolientos.

– Buenos días, holgazana -bromeó Will.

– Mmm… -Cerró los ojos y se acurrucó, medio de lado-. Buenos días.

– Felicidades.

Abrió los ojos, pero no se movió, asimilando las palabras mientras una sonrisa perezosa le iluminaba la cara.

– Te has acordado.

– Pues claro. Veinticinco años.

– Veinticinco. Un cuarto de siglo.

– Tal como lo dices, eres mayor de lo que pareces.

– Oh, qué cosas dices, Will.

– Te he estado mirando mientras te despertabas. Me ha parecido algo digno de verse.

Se tapó la cara con las sábanas y Will sonrió contra la almohada.

– ¿Tendrás tiempo de preparar una tarta?

– Supongo, pero ¿por qué? -preguntó tras bajarse las sábanas hasta la nariz.

– Pues prepara una. Lo haría yo, pero no sé.

– ¿Por qué?

En lugar de contestar, apartó las sábanas y se levantó de un salto. De pie junto a la cama, con los codos levantados, se estiró de forma ostentosa. Eleanor lo contempló con un interés no disimulado: los músculos flexionados, la piel tersa, los lunares, las piernas largas cubiertas de vello negro. Con las piernas separadas, Will se estremeció y se inclinó hacia la izquierda, hacia la derecha y después, hacia delante para recoger la ropa y empezar a vestirse. Era fascinante ver vestirse a un hombre. Los hombres lo hacían mucho menos remilgadamente que las mujeres.

– ¿Vas a contestarme? -insistió.

– Es para tu fiesta de cumpleaños -sonrió Will sin mirarla.

– ¡Mi fiesta de cumpleaños! -exclamó, incorporándose en la cama-. ¡Oye, vuelve aquí!

Pero ya se había ido, abrochándose la camisa, sonriendo.

No hubiera sido nada fácil decir a quién le costó más ocultar su impaciencia ese día, si a Will, que lo había planeado todo hacía semanas, a Eleanor, cuyos ojos brillaron todo el rato que se pasó preparando su propia tarta, negándose a preguntar cuándo iba a ser la fiesta, o a Donald Wade, que preguntó por lo menos diez veces esa mañana: «¿Cuánto falta, Will?»

Will había planeado esperar hasta después de cenar, pero la tarta estaba lista a mediodía y, a última hora de la tarde, la paciencia de Donald Wade había llegado a su límite. Cuando Will fue a la casa a tomarse una taza de café, Donald Wade le dio unas palmaditas en la rodilla y le susurró por enésima vez:

– ¿Ahora? Will…, por favor…

– Muy bien, kemo sabe -cedió-. Thomas y tú id a buscar las cosas.

«Las cosas» resultaron ser dos objetos envueltos burdamente en papel de estraza blanco, arrugado y atado con un cordel. Cada niño llevó uno, con orgullo, y lo dejó junto a la taza de café de su madre.

– ¿Regalos? -Elly juntó las manos en el pecho-. ¿Para mí?

Donald Wade asintió con la energía suficiente como para que le saltara la cera de los oídos.

– Los hemos hecho Will, Thomas y yo.

– ¡Los habéis hecho vosotros!

– Uno de ellos -lo corrigió Will, que se sentó a Thomas en el regazo mientras Donald Wade se apoyaba en la silla de Eleanor.

– Éste -indicó Donald Wade, poniéndole el paquete más pesado en las manos-. Ábrelo primero -pidió, con los ojos puestos en las manos de su madre mientras ésta intentaba con torpeza desatar el paquete, fingiendo que le costaba.-¡Ay, qué nerviosa estoy! -exclamó-. Ayúdame a abrirlo, por favor, Donald Wade.

El niño la ayudó con ilusión a tirar del nudo y a apartar el papel para dejar al descubierto una bola de sebo sujeta con bramante y recubierta de trigo.

– ¡Es para tus pájaros! -anunció entusiasmado.

– Para mis pájaros. Madre míaaa… -exclamó Eleanor con los ojos relucientes de alegría mientras sujetaba la bola en el aire por un lazo de bramante-. ¡Les va a encantar!

– ¡Puedes colgarla y todo!

– Eso veo.

– Will consiguió el material y pasamos el sebo por el molinillo y yo le ayudé a girar la manivela y Thomas y yo le pusimos las semillas. ¿Lo ves?

– Lo veo. Caramba, creo que es la bola de sebo más bonita que he visto en mi vida. Oh, muchísimas gracias, cielo -dijo, y dio un fuerte abrazo a Donald Wade antes de inclinarse para levantar la barbilla del pequeño y darle un beso sonoro en las mejillas-. Y a ti también, Thomas. No sabía que erais tan hábiles.

– Abre el otro -pidió Donald Wade poniéndoselo en las manos.

– ¡Dos regalos, Dios mío!

– Éste es de Will.

– De Will… -Sus ojos, llenos de alegría, se encontraron con los de su marido mientras intentaba deshacer los nudos del paquete en forma de rollo.

Aunque por dentro se moría de la impaciencia, Will se obligó a seguir sentado tranquilamente con un brazo apoyado en el borde de la mesa y un dedo metido en el asa de una taza de café.

Mientras desenvolvía el regalo, Eleanor se lo quedó mirando. Tenía un tobillo sobre la rodilla contraria formando un triángulo con la pierna, donde Thomas estaba sentado. De repente, se le ocurrió que no hubiese cambiado a Will por diez Hopalong Cassidy.

– Will es increíble, ¿verdad? Siempre me está dando regalos -comentó.

– ¡Date prisa, mamá!

– Oh, sí… Claro. -Volvió a concentrarse en abrir el regalo. Dentro había un juego de tres tapetes (uno ovalado y dos semicirculares) de lino fino, embastados y con una cenefa estampada, preparados para bordar y tejer a ganchillo.

Eleanor se emocionó tanto que no encontró palabras:

– Oh, Will… -Ocultó los labios temblorosos tras el lino fino. Le escocían los ojos.

– En la tienda ponía que era un conjunto de tocador de Madeira. Sé que te gusta hacer labores.

– Oh, Will… -repitió Elly con los ojos brillantes-. Tienes unos detalles tan bonitos… -Tendió una mano por encima de la mesa, con la palma hacia arriba.

Cuando puso su mano en la de ella, Will notó que el corazón le saltaba del pecho.

– Gracias, cariño.

Jamás había creído que pudiera ser el cariño de nadie. La palabra hizo que una oleada de júbilo le recorriera el cuerpo. Entrelazaron los dedos y ambos se olvidaron un momento de regalos y de tartas, de embarazos y de pasados, e incluso de los dos niños que los miraban con impaciencia.

– Ahora toca la tarta, mamá -los interrumpió Donald Wade, y el momento de intimidad se terminó.

Pero después de aquello todo se había intensificado, era más eléctrico, más incitante. Mientras Eleanor deambulaba por la cocina, batiendo nata, cortando tarta de chocolate y sirviéndola, notaba que los ojos de Will se movían con ella, siguiéndola, buscándola. Y se encontró con que no se decidía a mirarlo.

De nuevo en la mesa, le pasó el plato, y él lo tomó sin tocarle ni la punta de un dedo. Notó que ese distanciamiento obedecía a la cautela, a la incapacidad de creer. Y lo comprendió porque ni siquiera en sus pensamientos más alocados hubiese creído que una locura así fuera a ocurrir. El corazón se le aceleraba tan sólo por estar en la misma habitación que él. Y sentía un dolor agudo entre los omoplatos. Y le costaba respirar.

– Ya me encargo yo del pequeño Thomas -dijo, intentando que no se le notara su estado.