Will estaba demasiado sorprendido para sentirse ofendido. Las ideas se le agolpaban en la cabeza. ¿Qué diría Elly? ¿Y debería irse por las tardes cuando faltaba tan poco para que saliera de cuentas? Pero veinticinco dólares a la semana, cada semana, ¡y seguiría teniendo los días libres!
– ¿Cuándo quiere que empiece?
– De inmediato. Mañana. Hoy si es posible.
– Hoy… Bueno…, me gustaría pensármelo -respondió, ya que era consciente de que Elly tenía derecho a opinar.
– Muy bien. Esperaré fuera.
¿Iba a esperarse fuera? Pero necesitaba tiempo para tantear a Elly. Tendría que haberse imaginado que la señorita Beasley no toleraría ninguna vacilación. Cuando la puerta mosquitera se cerró tras la bibliotecaria, él se estaba rascando la mandíbula, consternado, y Eleanor se levantaba muy rígida de la silla para empezar a retirar los platos de la mesa.
– ¿Elly? -preguntó.
– Acéptalo, Will. Es evidente que quieres hacerlo -respondió sin mirarlo.
– Pero tú no quieres que lo haga, ¿verdad?
– No digas tonterías.
– Podría comprar las cosas para instalar un cuarto de baño y seguiría teniendo los días libres para trabajar para ti.
– Ya te he dicho que lo aceptes.
– Pero no te gusta que pase tiempo en el pueblo, ¿verdad?
Dejó los platos en el barreño y se volvió hacia él.
– Lo que yo piense del pueblo sólo me afecta a mí. No tengo derecho a mantenerte alejado de él si tú quieres ir.
– Pero la señorita Beasley es justa. No te menospreció nunca, ¿verdad?
– Acéptalo.
– ¿Y qué pasará cuando te pongas de parto?
– Lo sabré con la antelación suficiente.
– ¿Estás segura?
Asintió, aunque Will notó que le costaba muchísimo dejarlo ir.
Cruzó la cocina dando cuatro zancadas, le sujetó la cara y le dio un beso rápido y contundente en una mejilla.
– Gracias, preciosa -dijo, y se marchó a toda velocidad.
«¿Preciosa?» Cuando Will se hubo ido, se puso las manos donde habían estado las de él. Era probable que fuera la mujer menos preciosa en ochenta kilómetros a la redonda, pero la palabra la había hecho sonrojar, emocionada. Antes de que la sensación remitiera, Will volvió a entrar igual de rápido.
– ¿Elly? Voy a llevar a la señorita Beasley de vuelta al pueblo y, de paso, me enseñará qué tengo que hacer en la biblioteca. Lo más probable es que me quede a limpiar el suelo antes de regresar. No me esperes para cenar.
– De acuerdo.
Cuando estaba a medio cruzar la puerta, cambió de opinión y volvió a su lado.
– ¿Vas a estar bien?
– Perfectamente.
Al ver la expresión ansiosa de Will, Eleanor se calló todas sus dudas. Ella nunca le diría lo mucho que deseaba que estuviera en casa hasta que llegara el bebé. Ni lo mucho que temía que estuviera trabajando en el pueblo, donde todos decían que estaba chiflada, donde seguro que había mujeres más bonitas y más inteligentes que harían que terminara lamentando haberse casado con ella. Pero ¿cómo iba a retenerlo cuando él apenas podía estarse quieto de la emoción?
– Estaré bien -insistió.
Will le apretó con cariño el brazo y se fue.
Capítulo 12
Will tomó el coche, por deferencia a la señorita Beasley. De camino al pueblo, hablaron de los niños, del cumpleaños y, finalmente, de Elly.
– Es una mujer terca, señorita Beasley. Vale más que lo sepa, la razón por la que le pedí ese libro sobre partos humanos es que se niega a que la atienda ningún médico. Quiere que yo traiga el bebé al mundo.
– ¿Y usted lo hará?
– Supongo que tendré que hacerlo. Si no, lo hará sola. Es así de terca.
– Y usted tiene miedo.
– ¡Joder, si lo tengo! -De repente, recobró la compostura-. Oh, perdone. Lo que quiero decir es que cualquiera lo tendría.
– No lo estoy culpando, señor Parker. Pero, al parecer, sus otros dos hijos nacieron en casa, ¿no?
– Sí.
– Sin complicaciones.
– Ya está hablando como ella.
Él le contó lo del libro y cómo lo había asustado. Ella le habló de cuando iba a la universidad y de cómo la había asustado, pero que la experiencia la había vuelto una persona más fuerte. Él le habló de los niños y de lo extraño que se había sentido al principio estando con ellos. Ella le dijo que ella también se había sentido extraña al estar con ellos esa tarde. Él le explicó el miedo que Elly tenía a las abejas y lo mucho que a él le gustaba trabajar con ellas. Ella le dijo lo mucho que le gustaba trabajar entre libros y que, con el tiempo, Elly se daría cuenta de que era cuidadoso y diligente, pero que debía tener paciencia con ella. Él le preguntó qué clase de hombre era Glendon Dinsmore y ella le respondió que era tan distinto de él como el aire lo era de la tierra. Él quiso saber si él era el aire o la tierra. Ella rio y contestó: «Eso es lo que me gusta de usted; no se sabe.»
Hablaron todo el trayecto hasta llegar al pueblo, discutieron un poco, y ninguno de los dos se planteó la extraña pareja que hacían: Will, con sus antecedentes penales y su educación chapucera; la señorita Beasley con su estimable cargo y su título universitario. Will con su larga experiencia en vagar de un lugar a otro, la señorita Beasley con su larga experiencia en permanecer en un solo sitio. Él con sus casi tres hijos, ella, solterona. Ambos se habían sentido solos a su propia manera. Will, debido a su pasado de huérfano; Gladys, debido a su intelecto superior. Él era un hombre que rara vez se confiaba a nadie; ella una mujer a la que rara vez alguien se confiaba. Él se sentía afortunado de tenerla como mentora y, ella, halagada de haber sido elegida como tal.
Diametralmente opuestos, encontraron el uno en el otro el complemento perfecto para sus conversaciones, y cuando llegaron al pueblo se había cimentado su respeto mutuo.
Esa tarde la biblioteca estaba cerrada en memoria de Levander Sprague, que había trabajado en ella casi un tercio de su vida. Era un día nublado, pero el interior del edificio era cálido y había mucha luz. Al entrar, Will lo miró con otros ojos: madera reluciente, ventanas inmensas y un orden perfecto. Era increíble poder trabajar en semejante sitio.
La señorita Beasley le enseñó todo el edificio, le explicó sus obligaciones, le mostró los materiales y el horno, le pidió que llegara todos los días cinco minutos antes de cerrar para poder darle cualquier instrucción especial y le tendió una llave.
– ¿Para mí? -preguntó mirándola como si fuera el reloj de oro del abuelo de la señorita Beasley.
– Tendrá que cerrar cada noche al irse.
La llave. ¡Dios santo, esa mujer estaba dispuesta a confiarle la llave! Nunca había tenido nada. Ahora tenía una casa y una biblioteca en la que podía entrar siempre que quisiera.
– Esta biblioteca es de propiedad pública, señorita Beasley -le dijo en voz baja, sin apartar la vista del metal frío que tenía en la mano-. Puede que haya gente que ponga objeciones a que le dé la llave a un ex presidiario.
La señorita Beasley hinchó el pecho y entrelazó las manos bajo él.
– Que lo intenten, señor Parker. Estaría encantada de librar pelea -aseguró y, tras cerrarle los dedos alrededor de la llave, añadió-: Y la ganaría.
Will no tenía la menor duda de que así sería. El metal le ardía en la mano mientras esbozaba una sonrisa. Pensó que algún pobre diablo hubiese podido tener a aquella mujer toda la vida con él pero había dejado escapar la oportunidad. El pueblo tenía que estar lleno de hombres realmente idiotas.
Entonces lo dejó solo y se fue a casa a pasar lo que le quedaba de su poco habitual día libre. Will recorrió las salas silenciosas, maravillado con la idea de que no iba a tener ningún supervisor, capataz ni carcelero; podría hacer las cosas a su manera, a su propio ritmo. Le gustaban el silencio, el olor, la amplitud y la utilidad de aquel lugar. Representaba una faceta de la vida que él se había perdido. Lo visitaba gente formal, responsable. A partir de ahora, él sería uno más de ellos: dejaría su confortable hogar para ir allí a trabajar cada día, cobraría su sueldo cada semana, sabiendo que haría lo mismo la siguiente semana, y la otra, y la otra. Rebosante de sentimientos que no sabía cómo expresar, apoyó las dos manos abiertas en una de las mesas de lectura, resistente, útil, necesaria; como lo sería él ahora. Mesas hechas de roble macizo, de madera de calidad, para que duraran. Él también duraría en aquel trabajo porque en la señorita Beasley había encontrado una persona que juzgaba a un hombre por lo que era, no por lo que había sido. Se plantó delante de una de las ventanas y miró abajo, hacia la calle.