Toda su vida había ansiado que alguien lo tocara de esta forma, que tocara al niño que había en él además de al hombre, que lo aliviara y lo tranquilizara. La sensación de los dedos de Elly en el pelo le daba una idea de todo lo que le había faltado. Él era tierra reseca, ella era lluvia. Él, una vasija vacía, ella vino. Y en esos momentos de proximidad lo llenaba, llenaba todos los vacíos que le había dejado su vida abúlica y solitaria, y se convertía en todas las cosas que había necesitado: madre, padre, amiga, esposa y amante.
Cuando se sintió saciado, levantó la cabeza como si estuviera embriagado de placer.
– Solía mirarte cuando tocabas a los niños de esta forma. Quería pedirte que me tocaras a mí también como los tocabas a ellos. Nadie me lo había hecho antes, Elly.
– Lo haré siempre que quieras. Lavarte el pelo, peinarlo, frotarte la espalda, tomarte la mano…
Le puso los labios en la boca para interrumpirla. Parecía arriesgado aceptar demasiado en este primer y magnífico momento. La besó con gratitud y pasó rápidamente a la exuberancia de un amor recién nacido. La sujetó más arriba y la empujó con suavidad hacia la almohada mientras dejaba que su mano le vagara por el cuello y el hombro. Le succionaba la boca mientras extendía los dedos de modo que dejaba un pulgar tan cerca de sus labios que casi formaba parte del beso. El cuerpo le pedía participar más en esta unión. Como sabía que era imposible, terminó el beso, pero descansó la mano en su cuello y notó que su pulso era igual de rápido que el de él.
– ¿Sabes desde cuándo te amo?
– ¿Desde cuándo?
– Desde el día que me lanzaste ese huevo.
– Todo este tiempo y jamás dijiste nada. Oh, Will…
De repente, se puso posesivo. Le reclamó de nuevo la boca y le exploró el interior con la lengua mientras Eleanor le rodeaba el cuello con los brazos. Le mordió los labios y ella hizo lo mismo. Levantó una rodilla para presionarle las piernas y ella las separó y le apretó el muslo. Le rodeó la inmensa cintura y la abrazó como si no quisiera soltarse nunca.
– Dímelo otra vez -pidió, insaciable.
– ¿Qué? -lo provocó.
– Ya sabes qué. Dímelo.
– Te amo.
– Otra vez. Tengo que oírlo una vez más.
– Te amo.
– ¿No te cansarás nunca de que te pida que me lo digas?
– No tendrás que pedírmelo.
– Ni tú a mí. Te amo. -Otro beso, un breve momento de posesión y, después, una pregunta llena de impaciencia infantil-. ¿Cuándo lo supiste?
– No lo sé. Fue sin darme cuenta.
– ¿Cuando nos casamos?
– No.
– ¿Cuando embotellamos la miel?
– Puede.
– Bueno, desde luego no fue cuando me lanzaste ese huevo.
– Pero ese día me fijé por primera vez en tu tórax desnudo y me gustó -rio Elly.
– ¿Mi tórax?
– Sí.
– ¿Te gustó mi tórax antes que yo?
– Cuando te estabas lavando junto a la bomba de agua.
– Tócalo -pidió exultante a la vez que le ponía la mano en él-. Tócame lo que quieras. Dios mío, ¿sabes cuánto hace que una mujer no me toca?
– Will -lo reprendió con timidez.
– ¿Te da vergüenza? No te dé vergüenza. A mí también me la daba pero, de golpe, siento que tenemos que recuperar mucho tiempo perdido. Tócame. No, espera. Levántate. Antes tengo que verte. -Se puso de rodillas y tiró de ella para que se pusiera igual delante de él. Entonces, la observó mientras le apartaba las manos de los costados-. Dios mío, eres preciosa. Deja que te mire.
Eleanor bajó el mentón tímidamente y él se lo levantó, le apartó el pelo despeinado de las sienes, se lo ahuecó con los dedos y se lo dispuso por las clavículas.
– ¿Así que ya no tendré que mirarte a escondidas cuando quiera verte? Tienes los ojos más verdes que he visto. El verde es mi color favorito, pero eso ya lo sabías.
Abrumada por este Will tan exuberante y expresivo, juntó las manos entre las piernas.
– Siempre pensé que cuando tuviese una mujer, tendría que tener los ojos verdes. Y ahora estás aquí. Tú y tus ojos verdes… y tus mejillas sonrosadas… y tu preciosa boquita… -Se la tocó con los pulgares y, luego, bajó las manos hacia sus hombros y sus brazos, donde se detuvo-. No te muevas, Elly -susurró.
Deslizó las palmas hacia los costados de sus pechos y Eleanor, ruborizada, buscó un lugar seguro donde fijar la vista. La tenue luz se fue reflejando en los pliegues de su camisón cuando Will le tomó los pechos con las manos, demasiado pequeñas para contenerlos dada su plenitud prenatal. Los movió y los levantó con cuidado y luego los soltó para deslizarle una mano hacia la parte más voluminosa de la barriga, donde la dejó con los dedos extendidos. Se miró la mano, a la que pronto unió la otra para alisar la tela hacia las caderas de Eleanor y mantenerla tirante de modo que se le marcara el ombligo hinchado. Se agachó para besarla. Ahí. En la tripa que ella creía lo bastante fea como para ahuyentarlo.
– Will -dijo a la vez que le sujetaba el mentón e intentaba levantárselo-. Estoy gorda como una foca. ¿Cómo puedes besarme ahí?
– No estás gorda -replicó Will tras enderezarse-, sólo embarazada. Y si voy a traer a este bebé al mundo, más vale que empiece a conocerlo.
– Creía que me había casado con un hombre tímido y tranquilo.
– Yo también lo creía.
Sonrió durante tres latidos alegres de corazón y, entonces, soltó una carcajada. Y se preguntó si la vida volvería a ser así de buena. Y decidió que el día siguiente, y el otro y el otro serían mejores aún.
Tenía razón. Jamás había imaginado una felicidad como la que conoció los días y las noches posteriores. Dar vueltas medio dormido y atraerla hacia sí para volver a dormirse extasiado. O, mejor aún, girarse hacia el otro lado y notar que ella lo seguía y se acurrucaba contra él. Notar su mano en la cintura, sus pies bajo los de él, su respiración en la espalda. Despertarse y encontrársela con un codo bajo la mejilla, observándolo. Besarla entonces a la luz vaga de primera hora de la mañana y saber que podía hacerlo en cualquier momento. Despedirse de ella con un beso y regresar ansioso. Entrar en la cocina y encontrarla haciendo algo en el fregadero con la cabeza vuelta tímidamente antes de bajar la vista hacia sus manos hasta que él cruzaba la habitación, le metía las manos en los bolsillos del delantal y le apoyaba el mentón en el hombro. Besarla, por encima del hombro, a la espera de ese momento exquisito en que ella se volvía y lo rodeaba con los brazos para darle la bienvenida. Comer pastel de su tenedor, hacerle una trenza, llenarle la taza de café, verla bordar. Inclinarse sobre el fregadero y estremecerse mientras ella le lavaba el pelo, relajarse después en una silla de la cocina mientras ella se lo secaba, se lo peinaba y se lo cortaba. A veces le besaba la oreja y otras se burlaba de él, porque se quedaba dormido y tenía que despertarlo con un beso en los labios. Bajar el camino tomados de la mano, tirando del carro de juguete con los niños encima.
Durante esos días serenos, sólo había algo que lo inquietaba: Lula Peak. No había tardado mucho en saber que Will era el encargado de la biblioteca. Una tarde, al cabo de una semana de empezar a trabajar en ella, se acercó a la puerta trasera y encontró a Will en el almacén encolando el travesaño suelto de una silla.
– Hola, encanto, ¿dónde te habías metido?
Will dio un brinco y se dio la vuelta, sobresaltado al oír su voz.
– Perdone, pero la biblioteca está cerrada.
– Ya lo sé, hombre. Y también el café, porque acabo de apagar la luz. Me pareció que tenía que acercarme para felicitarte por tu nuevo empleo -comentó, apoyada en el marco de la puerta con una mano en la cintura y la otra holgazaneando cerca del escote blanco de su uniforme-. Eso es lo que hacen los buenos vecinos, ¿no?
– Se lo agradezco mucho. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo que hacer.