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– ¿Dónde? -preguntó con los ojos cerrados mientras le acariciaba el pelo como a él le gustaba.

– En la cocina -bromeó tras morderle la clavícula-. Preparándome un bocadillo. Me muero de hambre.

– Tú siempre te mueres de hambre. -Se rio, y lo apartó de un empujón fingiendo rechazarlo-. ¿Por qué crees que he venido?

– A avisarme para que vaya a comer -dijo con una sonrisa.

– ¿Y qué más?

– Y, en lugar de eso, me has pillado en el suelo y he perdido todo este tiempo aquí en lugar de estar comiendo.

– ¿Quién quiere comer cuando puede besuquear?

Will fingió disgusto y se puso el sombrero.

– Aquí estaba yo, dedicándome a mis cosas, instalando un cuarto de baño cuando, de repente, se me abalanza una mujer. Sí, sí, estaba conectando cañerías sin pensar en nada cuando…

– Oye, Will -lo interrumpió con alegría-. Adivina qué.

– ¿Qué?

– La comida está lista.

– Bueno, ya era hora. -Intentó levantarse, pero ella siguió sentada en su regazo.

– Adivina qué más.

– No sé.

– Ya voy de parto.

Will torció el gesto como si le hubieran golpeado la nuez con la llave inglesa.

– Elly. ¡Oh, Dios mío! No tendrías que estar sentada aquí. ¿Te he hecho daño al tirar de ti? ¿Puedes levantarte?

– Tranquilo. -Soltó una carcajada al ver lo exagerada que era su reacción-. Estoy esperando una nueva contracción. Y sentarme aquí me ha hecho pensar en otra cosa.

– ¿Estás segura, Elly? ¿Ha llegado realmente la hora?

– Estoy segura.

– Pero ¿cómo puede ser? Sólo estamos a cuatro de diciembre.

– Dije diciembre, ¿no?

– Sí, pero… ¡diciembre es un mes muy largo! -exclamó con el ceño fruncido, levantándola con cuidado y poniéndose él también de pie-. Quiero decir que creía que sería más adelante. Creía que tendría tiempo de terminar el cuarto de baño para que estuviera a punto para cuando llegara el bebé.

– Es lo curioso que tienen los niños -comentó Elly mientras sujetaba las manos sucias de Will y le dirigía una sonrisa tranquilizadora-. No esperan a que las cosas estén hechas. Vienen cuando les parece. Pero escucha, tengo que preparar algunas cosas, así que me iría muy bien que sirvieras la comida para ti y los niños.

Will estaba hecho un manojo de nervios. Aunque a Elly no tendría que haberle hecho gracia, no pudo evitar sonreír con disimulo. Se resistió a perderla de vista, incluso el breve rato que tardó en dejar a los niños instalados en la mesa con el plato delante. En lugar de servirse la comida la siguió a su dormitorio, donde se la encontró deshaciendo la cama.

– ¿Qué estás haciendo?

– Preparando la cama.

– ¡Eso puedo hacerlo yo! -la reprendió severamente, y entró a toda prisa en la habitación.

– Yo también. Por favor, Will…, escucha. -Dejó caer la esquina de la colcha y le sujetó con fuerza la muñeca-. Es mejor que me mueva, ¿sabes? Puede que aún falten horas.

La apartó de la cama por el codo y empezó a tirar de las sáb sucias.

– No entiendo cómo has podido sentarte ahí, en el suelo cuarto de baño, y dejar que bromeara cuando ya ibas de parto.

– ¿Y qué más podía hacer?

– Bueno, no lo sé, pero por el amor de Dios, Elly, te he tirado de los tobillos para que te sentaras en mi regazo. -Cuando vio que hacía ademán de reanudar lo que estaba haciendo, exclamó-: ¡Te he dicho que yo me encargo de la cama! Dime qué quieres que ponga.

Se lo dijo: periódicos viejos sobre el colchón, cubiertos de capas de franela de algodón absorbente dobladas para formar empapadores gruesos y, encima de eso, la sábana de muselina. Ninguna manta. La cama tenía un aspecto tan austero y daba tanta angustia que, al mirarla, Will se asustó más que nunca. Pero Elly le deparaba una nueva sorpresa.

– Quiero que vayas al establo y traigas un par de tirantes.

– ¿Tirantes?

– Tirantes, sí. De los arreos de Madam.

– ¿Para qué?

– Y también podrías empezar a traer agua. Llena el caldero, el depósito de la cocina y la tetera. Tenemos que tener agua caliente y fría a mano. Ve.

– ¿Para qué? ¿Para qué necesitas los tirantes?

– Will…, por favor -le insistió, procurando ser paciente.

Corrió al establo, maldiciéndose por no haber instalado aún el agua corriente, por no haber conectado la caldera con el generador eólico, por no haber caído en la cuenta de que, a veces, los niños llegan antes de tiempo. Tomó los arreos de la pared y toqueteó el cuero para quitarles los tirantes. En menos de tres minutos estuvo jadeando en la puerta del cuarto de baño, donde se la encontró sentada en el borde de una silla de madera con la espalda arqueada, los ojos cerrados y las manos aferradas al asiento.

– ¡Elly! -gritó, y soltó los tirantes para hincar una rodilla en el suelo delante de ella.

– Tranquilo -logró decir Elly, sin aliento, con los ojos todavía cerrados-. Ya se me pasa.

– Siento haberte gritado antes, Elly -se disculpó mientras le tocaba las rodillas, asustado-. No quería hacerlo. Es que estaba asustado.

– No pasa nada, Will. -Abrió los ojos cuando remitió el dolor y se arrellanó despacio en la silla-. Escúchame. Quiero que extiendas esos tirantes en el suelo del porche y los friegues bien con un cepillo y jabón duro. Por ambos lados. Frota bien alrededor de las hebillas y los agujeros. Y lávate también las manos y las uñas. Luego, hierve los tirantes en un cacharro. Mientras, hierve las tijeras y dos trozos de cordel en otro. Encontrarás las dos cosas en la cocina, en una taza que hay cerca del azucarero. Luego, en cuanto esté caliente el agua, trae un poco aquí, con el jabón duro, para que pueda bañarme.

– De acuerdo, Elly -respondió sumiso. Se levantó y retrocedió vacilante.

– Y acuesta a los niños para que hagan la siesta en cuanto acaben de comer.

Siguió sus instrucciones hasta el último detalle, corriendo porque temía que pasara algo mientras no estaba con ella. Cuando le llevó el barreño grande a la habitación para que se bañara, se la encontró sacando ropa blanca para el bebé de un cajón del tocador: un pelele, una mantita, una camiseta, un pañal. Se quedó mirando cómo catalogaba cada prenda y la ponía cariñosamente en su correspondiente montón. A continuación, sacó la mantilla rosa que había hecho ella misma a ganchillo, y un par de patucos increíblemente pequeños a juego. Se volvió y vio que la observaba.

Su sonrisa era tan apacible, tan exenta de miedo, que lo tranquilizó un poco.

– Sé que será una niña -aseguró.

– A mí también me gustaría.

Vio cómo Elly recogía el cesto de la ropa sucia, que estaba detrás de la puerta del dormitorio, lo vaciaba y lo preparaba con una guata blanca, recubierta de hule y una sábana de algodón. Luego le puso la mantilla rosa y, por último, una mantita de franela blanca para el bebé.

– Listos -anunció sonriente mientras miraba el cesto con el mismo orgullo que una reina hubiese mostrado al ver una cuna de oro con un colchón de plumas de ganso.

Will dejó el barreño en el suelo sin apartar los ojos de Elly, se le acercó y la acarició con ternura bajo la mandíbula.

– Descansa mientras te traigo el agua.

– Estoy muy contenta de que estés aquí, Will -le dijo mirándolo, a los ojos.

– Y vo también.

No era del todo cierto. Hubiese preferido estar en el coche rumbo al pueblo para ir a buscar al médico, pero ya era demasiado tarde para discutir ese punto. Le llenó el barreño y se fue a la cocina a lavar los platos. Cuando volvió al dormitorio unos minutos después, se encontró a Elly, de pie en el barreño, enjabonada. Estaba medio de perfil, de modo que le pudo ver la espalda y el costado de un pecho. No la había visto nunca desnuda. No fuera de la cama. Su imagen lo conmovió profundamente. Estaba desproporcionada, voluminosa, pero el motivo por el que lo estaba le confería una belleza distinta a todas las que había visto. Se pasó un paño por el bajo vientre y entre los muslos, para limpiar la ruta del bebé esperado, y él se la quedó mirando, sin el menor reparo, sin que se le pasara por la cabeza darse la vuelta. De repente, Elly tuvo otra contracción y se agachó. Aferró el paño con fuerza, de modo que iba cayendo espuma al agua. Will avanzó hacia ella como si lo hubiera impulsado un resorte para rodearle el cuerpo resbaladizo con un brazo y servirle de apoyo mientras le durara el dolor. Cuando éste empezó a remitir, la sujetó para que pudiera sentarse en el borde del barreño, donde se quedó jadeando.