– Y yo no me cansaría nunca de que nos miraras, Will -le dijo en voz baja.
«Elly, Elly, no quiero, pero tengo que irme.»
Pensar en la muerte hace que un hombre diga cosas que, de otro modo, se guardaría para sí.
– Me he preguntado tantas veces si mi madre me abrazó alguna vez, si me amamantó, si le supo mal tener que renunciar a mí. Me lo pregunto cada vez que te veo con Lizzy.
– Oh, Will… -Le acarició la mejilla con ternura.
En ese momento, lo que sentía por ella era complejo, y se esforzó por entenderlo. Era su mujer, no su madre, pero la amaba como si fuera ambas cosas. Por alguna razón incomprensible, le pareció que tenía derecho a saberlo antes de que se marchara.
– A veces, creo que, en parte, quería casarme contigo porque eres muy buena madre y yo jamás tuve una. Sé que parece extraño, pero… Bueno, quería decírtelo.
– Ya lo sé, Will.
Will levantó la cabeza y sus miradas, por fin, se encontraron.
– ¿Ya lo sabes?
– Supongo que siempre lo he sabido -dijo, acariciándole el labio inferior con el pulgar-. Me lo figuré la primera vez que te lavé el pelo. Pero sabía que no era la única razón. También me figuré eso.
Se estiró para besarla, de modo que el hombro le quedó por encima de la cabeza de Lizzy, que seguía succionando y tragando sonoramente la leche de su madre. Will no olvidaría nunca ese instante: el olor del bebé y de la mujer, la calidez de la una contra su hombro y de la otra bajo su mano, apoyada en su pelo. Cuando el beso terminó, contempló los ojos verdes de Elly mientras jugueteaba con su pelo con el dedo pulgar. Y, entonces, se dejó caer despacio boca abajo en el colchón, sin dejar de abrazarlas a las dos.
– ¿Qué te pasa, Will?
Tragó saliva con fuerza, con la cara hundida en la colcha, que olía a ellas y a polvos de talco.
– Has recogido el correo, ¿verdad? -insistió Elly.
Will paseaba el pulgar entre el pelo de Elly, conteniendo las lágrimas que amenazaban con inundarle los ojos. Ningún hombre lloraba por aquel entonces. Se iban triunfantes a la guerra.
– Estaba pensando que podría preparar pastel de membrillo para la cena -prosiguió Elly con la voz entrecortada-. Sé lo mucho que te gusta el pastel de membrillo.
Al oírla, Will pensó en el comedor de la cárcel y en las raciones de los soldados, y en el pastel de membrillo con el enrejado por encima de Elly, y tuvo que esforzarse mucho en seguir respirando con normalidad. Pensó cuánto tiempo estaría fuera. Cuánto. El bebé dejó de succionar y soltó un suspiro delicado, quebrado. Will se imaginó la boquita de la niña separándose lentamente de la piel de Elly y volvió la cabeza hacia ese lado. Cuando abrió los ojos, vio el pezón de Elly cerca de él, de una tonalidad casi violeta, del que los labios húmedos de Lizzy todavía tiraban de vez en cuando a poquísima distancia.
– Prometí a los niños que un día los llevaría al cine. Tengo que cumplirlo.
– Les encantará.
Se hizo un silencio, cada vez más agobiante.
– ¿Podré acompañaros? -preguntó Elly.
– Sin ti, la película no sería divertida.
Los dos sonrieron con tristeza. Cuando sus sonrisas se desvanecieron, se escucharon respirar mutuamente mientras absorbían la proximidad y el cariño del otro, y se guardaban ese recuerdo para los días tristes.
– Tengo que enseñarte a conducir el coche -dijo Will por fin.
– Y yo tengo que hacerte la fiesta de cumpleaños que te prometí.
Se quedaron callados un buen rato antes de que Elly soltara un desolado sonido gutural y sujetara con la mano la parte posterior de la chaqueta de Will. Y, tras hundir la cara en la colcha, lloró sin soltarlo.
Más tarde, Will le enseñó la carta.
– Voy a alistarme voluntario en los Marines, Elly -anunció mientras la leía.
– ¡Los Marines! Pero ¿por qué?
– Porque puedo ser un buen marine. Porque toda mi vida he recibido el entrenamiento adecuado para serlo. Porque los cabrones como Overmire se están cortando el dedo con el que deberían apretar el gatillo y quiero asegurarme de que los de su clase no puedan, volver a hacer nunca comentarios degradantes sobre mí o sobre ti.
– Pero a mí no me importa lo que Harley Overmire diga de nosotros.
– A mí sí.
Se le avinagró el semblante, lastimada: sin consultárselo, Will había tomado una decisión que implicaba arriesgar una vida que ella valoraba más que la suya propia.
– ¿Y no tengo nada que decir yo sobre si vas al Ejército de Tierra o a los Marines?
– No, señora -respondió Will con una cara de póquer que recordó a Elly la expresión que adoptaba bajo su sombrero de vaquero los primeros días de estancia en la casa.
Les quedaban nueve días, nueve agridulces días en los que no pronunciaron una sola vez la palabra «guerra». Nueve días en los que Elly se mostró distante, dolida. Llevó a la familia al cine, como había prometido: Bud Abbott y Lou Costello. Los niños rieron y Will sujetó la mano indiferente de Eleanor mientras ambos intentaban olvidar el noticiario que mostraba escenas del ataque a Pearl Harbor y otras acciones que habían tenido lugar en el Pacífico desde que Estados Unidos se había incorporado a la guerra.
Enseñó a Elly a conducir el coche, pero no consiguió que le prometiera que lo usaría para ir al pueblo en caso de emergencia. Incluso se negó a salir de sus propias tierras mientras practicaba. En otro momento, en otras circunstancias, las lecciones hubieran sido un motivo de diversión, pero como los dos contaban las horas, las carcajadas escaseaban.
Preparó más leña, sin saber cuántos meses estaría sola, cuánto tiempo duraría la que había almacenado ni qué haría Elly cuando se le hubiera terminado.
Elly le organizó una fiesta de cumpleaños el 29 de enero, tres días antes de que tuviera que irse. La señorita Beasley fue, y tomaron té en las tacitas nuevas de porcelana, pero la ocasión tenía un trasfondo melancólico: un día elegido arbitrariamente para que un hombre que no había celebrado nunca su cumpleaños lo celebrara entonces porque podía ser su última oportunidad de hacerlo.
Luego, llegó su última tarde en la biblioteca. Cuando llegó para trabajar, la señorita Beasley lo estaba aguardando y le dio su última paga con tanto cariño como el general MacArthur una orden.
– Su empleo le estará esperando cuando vuelva, señor Parker -dijo. Daba igual lo que sintiera por Will, jamás dejaría de hablarle de usted ni usaría su nombre de pila. A ninguno de los dos le hubiese parecido correcto.
Will se quedó mirando el cheque con un nudo en la garganta.
– Gracias, señorita Beasley.
– Había pensado, si no le parece mal, que mañana podría ir a la estación de tren a despedirle.
– Se lo agradecería mucho -respondió Will mirándola a los ojos con una sonrisa forzada-. No estoy seguro de que Elly vaya.
– ¿Sigue negándose a venir al pueblo?
– Sí -afirmó en voz baja.
– ¡Oh, esa muchacha! -La señorita Beasley juntó las manos y empezó a andar arriba y abajo, agitada-. A veces me gustaría cantarle las cuarenta.
– No serviría de nada.
– ¿Cree que puede esconderse para siempre en ese bosque?
– Eso parece -contestó Will con los ojos puestos en el suelo-. Mire, hay algo que tengo que preguntarle. Algo que me gustaría saber desde hace mucho tiempo-. Se rascó la punta de la nariz y evitó mirar a la señorita Beasley. -Sé que esa vez que esa tal Lula estuvo aquí oyó lo que me contó sobre Elly, sobre cómo su familia la tenía encerrada en esa casa al final del pueblo y sobre cómo, por esa razón, todo el mundo dice que está chiflada. ¿Es verdad?
– ¿Quiere decir que nunca se lo ha explicado?
Will alzó la vista y negó despacio con la cabeza.
– Siéntese, señor Parker -ordenó la señorita Beasley después de reflexionar un momento.