– El suero de leche y los vaqueros me fueron muy bien en su momento.
Se observaron mutuamente, dos desconocidos atrapados en las circunstancias que rodeaban una guerra y que los llevaban a plantearse la posibilidad de la muerte, asombrados de que esa posibilidad pudiera establecer rápidamente un vínculo entre ambos. La señora Marsh le tendió de nuevo la mano y Will le dio un largo apretón.
– Espero volver a verlo pasar por la carretera… pronto.
– Gracias, señora Marsh. Si lo hago, le gritaré para saludarla.
– Hágalo.
– Bueno…, adiós -dijo tras soltarle la mano.
– Que Dios lo bendiga.
Se tocó el ala del sombrero y empezó a andar por la carretera. Tras dar unos pasos, se giró. La señora Marsh estaba metiendo el dedo en la miel. Cuando se lo llevó a la boca, alzó los ojos y vio que él la estaba mirando con una sonrisa en los labios.
– Está deliciosa. -Sonrió contenta.
– Estaba pensando… Me ha preguntado si podía hacer algo por mí, y puede que lo haya.
– Cualquier cosa por un soldado.
– Mi mujer, Elly, acaba de tener un bebé, hace dos meses, el tercero, y no sale mucho. Si usted quisiera… Bueno, quiero decir que si necesitara una amiga, o algún sitio donde ir a pasar un rato, sé que tiene hijos y a lo mejor les gustaría llegarse a nuestra casa alguna que otra vez a saludar. Los niños podrían jugar juntos y ustedes dos podrían tomar el té. Como su marido también estará fuera…
– Eleanor… -dijo la señora Marsh con el ceño fruncido mientras hacía memoria-. Elly. ¿Su mujer es Elly See?
– Sí. Pero lo que dicen de ella no es cierto. Es una buena persona, y mucho más inteligente que algunos de los que propagaron rumores sobre ella.
La señora Marsh volvió a tapar el tarro de la miel y lo sujetó como una novia hace con el ramo.
– En ese caso, tendré que darle las gracias por una miel tan excelente, ¿no? -respondió.
Sonrió, encantado, y pensó que la belleza de la señora Marsh abarcaba mucho más que su piel, su pelo y su colorete en las mejillas.
– Disfrute de esa miel -soltó a modo de despedida.
– Regrese a casa -dijo la señora Marsh a la vez que le decía adiós con la mano.
Cuando se volvió, ambos esperaron fervientemente volver a verse y sintieron una vaga sensación de privación, como si hubieran podido ser amigos de haberse conocido cuando había más tiempo para explorar la posibilidad.
En esos días, la estación de tren era el edificio más concurrido del pueblo. Dos jóvenes reclutas (uno blanco y otro negro) ya estaban aguardando con el billete en la mano, rodeados de sus familias, en distintos lados de la estación. Un grupo de chicas escolta, vestidas de uniforme, se dividió en dos: las chicas negras para regalar una cajita al recluta negro y las blancas para hacer lo mismo con el otro. Un contingente local de las Hijas de la Revolución Americana esperaba la llegada del tren con zumo y galletas para cualquier hombre que partiera para la guerra y que pudiera necesitar un refrigerio. Un joven delgado con un traje holgado y un sombrero de fieltro había interrumpido la despedida del recluta blanco para conseguir una entrevista de última hora para el periódico local. Un pastor negro con rizos blancos llegó a toda velocidad para sumarse a la despedida de la familia negra.
Y también estaba ahí la señorita Beasley, con su habitual abrigo morado, unos zapatos de cordones y un espantoso sombrero de paja negro en forma de olla con un velito. En la mano izquierda tenía un bolso negro y, en la derecha, un libro.
– De modo que Eleanor no ha venido -empezó a decir antes de que Will la hubiera alcanzado siquiera.
– No. Me he despedido de ella y de los niños en el camino que conduce hasta nuestra casa, donde quiero recordarlos.
– Deje de hablar de una forma tan fatalista, ¿me oye? -lo reprendió, señalándolo con el dedo índice-. ¡No voy a tolerarlo, señor Parker!
– Como usted diga -contestó Will dócilmente, enternecido al instante por su actitud severa.
– He decidido darle su empleo a un estudiante de secundaria, Franklin Gilmore, con la condición explícita de que es un acuerdo temporal hasta que usted vuelva. ¿Entendido? -Dio la impresión de que iba a acabar con cualquier soldado japonés que osara disparar una bala a Will Parker.
– Sí.
– Muy bien. Tenga esto y póngalo entre sus cosas. Es un libro de poesía de grandes autores y quiero que me asegure que se lo leerá una y otra vez.
– Poesía… Bueno…
– Según se dice, un hombre puede vivir tres días sin agua, pero ninguno sin poesía.
Will miró emocionado el libro que le ofrecía.
– Gracias.
– No tiene que darme las gracias. Sólo prométame que se lo leerá.
– Se lo prometo.
– Ya veo que tiene reservas. No hay duda de que no se ha considerado nunca un hombre poético, pero le he oído hablar sobre las abejas, sobre los niños y sobre las plantas; ellos han sido su poesía. Este libro los sustituirá… hasta que regrese.
Will sujetó el libro con ambas manos como si jurara sobre él.
– Hasta que regrese.
– Eso es. Muy bien -dijo entonces, e hizo una pausa como si terminara un tema antes de abordar otro-. ¿Tiene dinero para el billete?
Era la clase de pregunta que hubiese podido hacerle una madre, y a Will le llegó directamente al alma.
– La junta de reclutamiento me envió uno.
– Ah, claro. ¿Y para comer bien durante el viaje?
– Sí, gracias. Además, Elly me ha puesto unos cuantos bocadillos y un trozo de pastel de membrillo -contestó, levantando la bolsa de papel.
– Pues claro. Qué pregunta más tonta.
Los dos se callaron un momento, intentando pensar algo con lo que llenar el terrible vacío que parecía cargado de emociones ocultas.
– Le he dicho que vaya a verla a usted si necesita ayuda para algo. No tiene a nadie más, así que espero que no le importe.
– No hace falta que se ponga sensiblero, señor Parker. Me ofendería que no lo hiciera. Le escribiré y lo mantendré informado de todo lo que ocurra en la biblioteca y en el pueblo.
– Se lo agradezco. Y yo le contestaré y se lo explicaré todo sobre los japoneses y los alemanes con los que acabe.
El tren llegó en medio de una nube de humo y de un ruido tremendo. Se sintieron aliviados y entristecidos a la vez de que finalmente estuviera allí. Will le tocó un brazo y se dirigió hacia el vagón plateado junto con las familias del recluta blanco y del recluta negro, las chicas escoltas, las señoras de las Hijas de la Revolución Americana y el periodista local, que asintieron educadamente a la señorita Beasley, a la que saludaron por su nombre.
El sol seguía brillando en un cielo azul salpicado de nubes de un tono más oscuro que el humo que expulsaba la locomotora. Una bandada de palomas bajó para posarse, aleteando frenéticamente, en el furgón. La familia del recluta negro lo besó para despedirse de él. La familia blanca hizo lo mismo con el suyo. El jefe de estación gritó «¡Al tren!», pero Will Parker y Gladys Beasley permanecieron vacilantes uno delante del otro: una corpulenta mujer mayor con un feo sombrero negro y un hombre joven, alto y delgado, con uno raído de fieltro. Se miraron los pies, las manos, el bolso de ella, la bolsa de papel marrón de él. Y, finalmente, el uno a la otra.
– Lo echaré de menos -dijo la señorita Beasley, y por una vez había abandonado la severidad y hablaba sin tener la boca fruncida.
– No había tenido nunca nadie a quien echar de menos, y ahora tengo a muchas personas. Elly, los tres niños y usted. Soy un hombre afortunado.
– Si fuera una mujer sentimental, diría aquello de si tuviera un hijo y todo lo demás.
– ¡Al tren!
– Imagino que estos días los jefes de estación se quedan roncos gritando esas palabras -comentó la señorita Beasley y, de repente, se abrazaron de modo que Will le presionaba la espalda con el libro mientras el bolso de la señorita Beasley le golpeaba la cadera.