– Lydia Marsh me dejó el patrón, y compré la tela y los zapatos por catálogo.
Estaba tan impresionado que no sabía qué comentar primero, que hubiera entablado amistad con alguien o que hubiera mejorado su aspecto. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, apartado de la cara como solían llevarlo las mujeres de las fábricas de municiones bajo el pañuelo de seguridad. Una onda le cubría un lado de la frente; se había depilado un poco las cejas y llevaba los labios pintados de color rosa pálido.
– Y llevas maquillaje -dijo, con una mirada de aprobación.
– Lydia opinaba que debía probarlo. Me enseñó a ponérmelo.
– Estás tan guapa que me dejas sin aliento, cariño.
– Tú también estás muy guapo -aseguró mientras le echaba un vistazo con su uniforme: la guerrera de lana y los pantalones con la raya bien planchada, unos zapatos relucientes, camisa y corbata caqui y el cinturón con bandolera; el reluciente emblema del Cuerpo de Marines (águila, globo terráqueo y ancla), centrado sobre la visera de su gorra, que le daba el aspecto de ser un desconocido importante. Había engordado, tenía el tórax y los hombros más llenos, pero eso le favorecía. Ver a su marido con esa ropa tan entallada hacía que Elly se sintiera henchida de orgullo.
– ¿Dónde está mi vaquero? -preguntó con una voz suave, socarrona.
– Ya no está, señora -contestó Will con orgullo-. Ahora es soldado.
– Tienes el aspecto de uno de esos hombres que vigilan la puerta de la Casa Blanca.
Will se rio entre dientes, satisfecho.
– Déjame ver ese corte de pelo -pidió entonces Elly.
– Ay, no. Mejor que no lo veas.
– Quiero verlo, soldado de primera Parker -insistió, tocándole alegremente el galón dorado de la manga.
– Muy bien. Tú lo has querido.
Se quitó la gorra y Elly no pudo evitar tragar saliva de pesar cuando le vio el cuero cabelludo bajo el pelo cortado al uno. La mata gruesa de pelo que a menudo le había lavado, cortado y peinado había desaparecido.
«Los Marines tendrían que cambiar de barbero», pensó. Ella lo hacía mejor con sus tijeras de cocina. Pero buscó algo alentador que decir.
– Creo que no te había visto nunca las orejas, Will. Las tienes muy bonitas, y me sigues gustando, incluso sin pelo.
– Qué mal mientes, señora Parker -soltó Will entre carcajadas. Volvió a ponerse la gorra, le robó otro beso y levantó la maleta de Elly y su petate con una sola mano antes de ordenar-: Sujétate bien a mí. No quiero perderte entre esta multitud. Tener aquí a Lizzy P. es una sorpresa. ¿Cómo estás, Lizzy? ¿Estás cansada, cielo?
Le besó la frente mientras la pequeña gemía y se frotaba los ojos.
– ¿Cómo se ha portado en el tren? -preguntó a su madre.
– Muy mal.
– Siento haberte avisado con tan poco tiempo. Pero con cuarenta y ocho horas de permiso, no tuve tiempo de hacer planes para los niños. Para serte sincero, no me hubiese importado que los trajeras a todos siempre y cuando pudiera verte. ¿Dónde están los otros dos?
– En casa de Lydia Marsh. Armaron un buen alboroto cuando se enteraron de que iba a verte, pero ya era bastante malo tener que traer a ésta. Y he tenido que hacerlo porque todavía le doy de mamar.
– Lo pensé después de colgar. Te lo he puesto muy difícil, ¿verdad? ¿Cuánto hace que ha comido?
– Lo ha hecho alrededor de las tres.
– ¿Y tú? ¿Tienes hambre?
– No. Sí. -Alzó la vista hacia la luz de neón que había sobre la puerta de la cafetería cuando pasaron junto a ella-. Bueno, más o menos -rectificó mientras le estrujaba el brazo-. Lo que pasa es que no quiero perder tiempo en ningún restaurante y no sé cuánto rato más podrá aguantar Lizzy.
– He reservado una habitación en el Oglethorpe -le explicó cuando la hubo sacado de la estación-. ¿Qué te parece si compramos unas hamburguesas y las llevamos allí?
Estaban en la acera, a última hora de una tarde húmeda de verano, y sus ojos intercambiaron mensajes de hambre y de impaciencia.
– Muy bien -se obligó a contestar.
– Está a unas ocho manzanas. ¿Crees que podrás llegar con esos zapatos?
– ¿Es un hotel de verdad?
– Sí, Ojos Verdes. Un hotel de verdad para pasar la noche. Intimidad.
Se quedaron mirando mientras un taxi tocaba el claxon y se cerraban de golpe algunas puertas de automóvil. El corazón de Will saltó de alegría. El de Elly le respondió. Querían besarse pero se contuvieron y pospusieron cualquier intimidad hasta que el momento y el lugar les permitieran saborearla por completo.
– Bien mirado -murmuró Elly-, no me importaría olvidarme de las hamburguesas.
– Tendrías que comer algo y beber leche también, por Lizzy.
– ¿Tengo que hacerlo?
– No llevará mucho rato -sonrió Will, y la guio por la acera.
Veinticinco minutos después entraban en su habitación, detrás de «una» botones en lugar de «un» botones. La joven era simpática, hospitalaria y llevaba un casquete rojo. Mientras Will dejaba la bolsa de papel con las hamburguesas sobre el tocador, Elly se quedaba en la puerta para echar un vistazo a su alrededor. La botones dejó las maletas en la cama, abrió una ventana y señaló el cuarto de baño contiguo con sus baldosas hexagonales de mármol blancas y negras, una bañera y un inodoro. El cuarto en sí era pequeño, decorado en tonos verdes fuertes con pinceladas de granate y melocotón. El suelo estaba alfombrado, las ventanas adornadas con unas cortinas con estampado de hojas, y había dos butacas y una mesa. El centro de atención de la habitación era la cama de madera, cubierta con un edredón de felpilla color melocotón. En la mesilla de noche, había una lámpara en forma de ola granate.
Will reprimió el impulso de echar a la botones de la habitación y cerrar la puerta, y dejó educadamente que hiciera su trabajo y se lo mostrara todo.
Le dio propina y, en cuanto hubo cerrado la puerta, se volvió hacia Elly para darle un beso. Cuando apenas habían unido sus labios, Lizzy se quejó, lo que los obligó a pensar antes en ella.
– ¿Se dormirá?
– Eso espero. Está agotada.
Sus miradas se encontraron. «¿Cuánto tardará? ¿Media hora? ¿Una hora? Te necesito ahora.»
– ¿Qué vamos a hacer con ella, Will? Porque, ¿dónde dormirá?
– ¿Qué me dices de las butacas? -sugirió Will tras examinar la habitación. Dio cuatro zancadas y las puso de modo que quedaban unidas por el asiento. Formaban una cuna perfecta, blanda y segura gracias al relleno y a los brazos-. Tendría que servir, ¿no?
– Irá perfectamente -sonrió Elly, aliviada.
Will le devolvió la sonrisa y recogió la maleta.
– Tú dale de comer y yo le buscaré la ropa limpia.
Mientras Will hurgaba en la maleta, Elly tendió al bebé en la cama y empezó a cambiarle la ropa para acostarla. Lizzy se frotó los ojos y gimió.
– Está rendida, la pobre -comentó Will, que se sentó junto a Lizzy y apoyó un codo en la cama para mirar y disfrutar con lo que veía. A los pocos minutos, la pequeña llevaba un pañal limpio y un pelele ligero.
– Vigílala un minuto, por favor -le pidió Elly.
Sin dejar de decir cositas a Lizzy, a la que tenía en brazos, Will miró cómo Elly se quitaba el vestido amarillo, lo colgaba en el armario y se volvía, descalza y con la enagua y el sujetador.
Se quedaron mirándose un instante, y no se oía otra cosa que los gemidos suaves de Lizzy y el martilleo estrepitoso de sus corazones. Will bajó los ojos, que se posaron en la franja de piel desnuda entre las dos prendas blancas mientras Elly le recorría con los suyos el uniforme oscuro que tanto lo favorecía. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, la respiración de Will se había acelerado y las mejillas de Elly habían adquirido un nuevo brillo.
– ¡Dios mío, qué buen aspecto tienes! -suspiró Will con una voz tensa, aflautada.
– ¡Tú también! -susurró Elly.