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La noche pasó volando y se sentaron en el alféizar de la ventana para observar la lejana oscuridad, donde sabían que los barcos estaban anclados. Pero no se veía nada porque habían apagado todas las luces, no fuera a ser que algún submarino alemán pudiera cruzar las defensas de la Costa Este.

La guerra estaba ahí…, existía…, por mucho que quisieran borrarla de su mente. Estaba ahí, tiñendo cada pensamiento, cada caricia, cada instante fugaz que compartían.

Hacia el alba se quedaron dormidos, en contra de su voluntad, tocándose incluso en sueños, y se despertaban de nuevo para atesorar cada momento como avaros que cuentan sus centavos.

Lizzy se despertó poco antes de las siete y la llevaron a la cama con ellos. Will se tumbó de costado con la cabeza sobre una mano para contemplar una vez más lo que nunca se cansaría de ver. Cuando Lizzy hubo comido, dijo que quería bañarla él. Elly lo observó, melancólica y anhelante, mientras se arrodillaba junto a la bañera y disfrutaba encargándose de la pequeña. Lo hizo todo, la secó, le puso el pañal y un pelele limpio y, después, la puso en la cama donde jugó con ella y rio con sus gorjeos infantiles y sus posturas de osito de peluche. Pero, a menudo, miraba a Elly, que estaba al otro lado de la niña, y el dolor se extendía entre ambos sin necesidad de palabras.

Comieron en la habitación y estuvieron en ella hasta que otra botones fue a preguntarles si iban a quedarse un segundo día. Prepararon su escaso equipaje y se detuvieron ante la puerta para echar un vistazo a la habitación que les había proporcionado refugio las últimas dieciocho horas. Se miraron y trataron de mostrarse valientes, pero su último beso en privado estuvo acompañado de labios temblorosos y pensamientos desesperados.

Salieron a la calle y deambularon por Augusta hasta que encontraron un parque con un quiosco de música desierto rodeado de bancos de hierro. Se sentaron en uno y extendieron una manta en la hierba, donde dejaron a Lizzy para que jugara con las placas de identificación de Will. Miraron los árboles, el cielo despejado de Georgia, la niña que jugaba a sus pies, pero sobre todo se miraron. De vez en cuando, se besaban, pero con suavidad, con los ojos abiertos, como si fuera insoportable dejar de ver al otro aunque sólo fuera un instante. Más a menudo se tocaron. Will le acariciaba el omoplato o Elly le ponía una mano en el muslo mientras él jugueteaba con el anillo de la amistad que le había dejado, efectivamente, el dedo verde.

– Cuando vuelva, te compraré una alianza de oro de verdad.

– No quiero una alianza de oro de verdad. Quiero la que me puse el día que me casé contigo.

Sus ojos se encontraron: unos ojos tristes que ya no negaban lo que les aguardaba.

– Te amo, Ojos Verdes. No lo olvides.

– Yo también te amo, soldado mío.

– Intentaré escribirte a menudo, pero… Bueno, ya sabes.

– Te escribiré todos los días, te lo prometo.

– Lo van a censurar todo, así que puede que no sepas dónde estoy, incluso aunque te lo diga.

– Me dará igual mientras sepa que estás bien.

Otra larga mirada terminó cuando Will apoyó la frente en la suya. Permanecieron así, con los dedos entrelazados, varios minutos. En algún lugar del parque, un par de gaviotas gritaron. En el agua sonó la sirena de un barco. De más cerca les llegaba el tintineo de la cadena y las placas de identificación que Lizzy agitaba. Y sobre todo eso estaba el olor de las petunias purpúreas que florecían al pie de una pequeña fuente.

Will notó que se le hacía un nudo en la garganta y tragó saliva con fuerza.

– Tengo que irme -dijo.

– Oh… Por supuesto -soltó Elly con una falsa animación en la voz-. Madre mía, será mejor que acompañemos a papá a la estación, ¿verdad, Lizzy?

Will llevó a la niña en brazos y Elly cargó con el equipaje hasta que volvieron a estar en la ruidosa y concurrida estación, donde se miraron y, de golpe, se les trabó la lengua. Lizzy se quedó fascinada con un botón de la guerrera de Will y trataba de arrancárselo con una manita rolliza.

– ¡Pasajeros del tren de las dos horas treinta minutos con destino a Columbia, Raleigh, Washington y Filadelfia, diríjanse al andén número tres!

– Es el mío.

– ¿Tienes el billete? -preguntó Elly.

– Sí.

Se miraron a los ojos y Will le sujetó el mentón con la mano libre.

– Da un beso a los niños de mi parte y dales las chocolatinas.

– Sí. Envíame tu dirección en cuanto te… -No pudo seguir, por miedo a que le salieran los sollozos que estaba conteniendo en el pecho.

Will asintió con el semblante compungido.

– Ultima llamada para los pasajeros del tren con destino a Columbia, Raleigh…

Los ojos de Elly eran un surtidor de lágrimas, los de Will estaban relucientes.

– Oh, Will…

– Elly…

Se abrazaron torpemente, con el bebé entre ambos.

– Vuelve.

– Ya lo creo que lo haré.

Su beso fue algo terrible, una mezcla de «ten cuidado» y de «adiós» con las lenguas espesas debido a la necesidad de llorar. Sonó un silbato. «¡Al treeeeen!» Y el tren cobró vida.

Will terminó el beso, le dejó a la niña en los brazos y corrió, saltó, se subió al vagón y se volvió en el último momento para captar una imagen borrosa de Elly y de Lizzy saludándolo con la mano en medio de una multitud de desconocidos en una estación sucia de una ciudad calurosa de Georgia.

Hacía mucho que Eleanor Parker había dejado de rezar, así que tal vez fuera una impetración más que una oración lo que soltó con la voz entrecortada y un puño en la boca.

– Maldita sea, haz que no le pase nada, ¿me oyes?

Capítulo 18

18 de junio de 1942

Querida Elly:

Qué locura. Ayer estaba contigo y hoy estoy en un tren de camino a San Francisco. Red está conmigo, pero no es una compañía tan buena como tú ni por asomo. No dejo de pensar una y otra vez en lo maravilloso que fue estar contigo y en lo mucho que te amo y en lo contento que estoy de que pasáramos juntos ese día. Fue como estar en el cielo, Ojos Verdes…

18 de junio de 1942

Querido Wilclass="underline"

Te escribo porque tengo que hacerlo. Tengo la impresión de que el corazón me va a explotar si no te digo lo que siento sobre nuestra noche en Augusta. No sé cuándo te llegará esta carta porque no sé dónde enviarla, pero mis sentimientos serán los mismos aunque la leas dentro de un mes. (La guardaré y te la enviaré cuando reciba tu dirección.) ¿Sabes qué, Will? Cuando te conocí, te dije que todavía amaba a Glendon, y creía que así era. Glendon fue la primera persona amable que llegó a mi vida. Me trataba como si yo hubiera venido a este mundo para algo más que para arrepentirme y ser el hazmerreír de todo el mundo. Glendon era un buen hombre y el tiempo que estuve casada con él fui feliz por primera vez en mi vida, así que pensaba que eso significaba que lo amaba mucho. Y lo amaba, no me malinterpretes, pero cuando Glendon y yo hacíamos cosas íntimas no fue jamás como cuando estoy contigo. Nunca te lo he dicho, pero la primera vez que Glendon y yo lo hicimos fue en el bosque, y lo hicimos porque su padre había muerto y él estaba muy triste. Recuerdo que estaba allí, boca arriba, mirando las ramas verdes y pensando en el sonido de un pájaro que no dejaba de cantar una y otra vez a lo lejos, y me preguntaba cuál sería, y que mucho después me enteré de que era el canto en vuelo de una agachadiza, que es un silbido melancólico que va subiendo cada vez más y más y más. Ahora que lo recuerdo, es curioso: siempre estaba pensando en otras cosas cada vez que Glendon y yo teníamos intimidad. Engendré tres hijos suyos, y eso tendría que implicar que estábamos lo más unidos en cuerpo y alma que pueden estar un hombre y una mujer, pero tú y yo hemos pasado dos noches de intimidad y han sido esas dos noches las que me han enseñado lo que es realmente el amor. El canto en vuelo de la agachadiza es lo último en lo que estaba pensando cuando tú y yo hacíamos el amor, Will. No puedo dejar de pensar en ello y en cómo me sentí al mirarte, antes incluso de que te desnudaras. Miro cómo te mueves al quitarte la corbata y la guerrera y noto un fuego en mi interior que me enciende las entrañas. Me digo: nadie se mueve como él. Nadie se desabrocha los puños como él. Nadie tiene los ojos tan bonitos como él. Nadie tiene tanta suerte como yo.