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– Eres una mujer increíble, ¿lo sabías?

Elly sonrió y le tocó el pelo, que volvía a llevar largo, con mechones rubios, y le caía sobre la cara como a ella le gustaba. Apoyó los codos en los hombros de Will para rodearle la cabeza con los brazos y sujetarlo, de modo que él volvió a sentir la fragancia de rosa de su piel. Hundió la nariz en el cuello de Elly.

– ¡Dios mío, qué bien hueles! Como si te hubieras restregado el cuerpo con flores.

– Lo he hecho -rio Elly-. No me gustó la menta y, después de leer tus folletos, pensé que podía probar con rosas y me fue bien, así que me las paso por el cuerpo. ¿Sabes qué, Will? -preguntó, entusiasmada. Echó el cuerpo hacia atrás para verle la cara pero sin dejar de rodearle el cuello con los brazos.

– ¿Qué?

– Tenemos miel.

Will cerró los ojos, hizo un gesto sugestivo con los labios y le rodeó los pechos, ocultos entre ambos, con las manos.

– Ya lo sé, cariño. He comido un poco en casa. ¿Quieres probarla?

Elly notó que el corazón se le aceleraba y sintió algo maravilloso en lo más profundo de su ser.

– Más que nada en el mundo -susurró, y le rozó los labios con los suyos.

Como los niños estaban cerca, Will se echó hacia atrás con las manos apoyadas en la hierba cálida mientras ella inclinaba la cabeza para saborearlo a fondo. Cuando Will abrió la boca, inmóvil, la lengua de Elly jugueteó con la suya en una serie de movimientos provocativos. El le devolvió el favor cubriéndole la boca con besos apasionados en los que le chupaba el labio inferior.

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Donald Wade, que había llegado a su lado con Lizzy P. apoyada en la cadera mientras Thomas se acercaba con la gorra de Will puesta.

– Nos estamos besando -respondió Elly, que había vuelto la cabeza hacia su hijo sin apartar los brazos de Will-. Será mejor que os acostumbréis porque vamos a hacerlo mucho.

Imperturbable, se sentó en la hierba junto a su marido y alargó las manos hacia la pequeña para sujetarla.

– Ven aquí, cielo. Ven a ver a papá. Pero bueno, qué forma de llorar. ¿Acaso creías que íbamos a dejarte sola?

Soltó una risita y apoyó la mejilla de la niña contra la suya antes de sentársela en el regazo para empezar a secarle las lágrimas de la cara. La pequeña miraba atentamente a Will.

Los niños se dejaron caer en la hierba e hicieron lo que hacen los hermanos mayores. Thomas tomó la palma de la mano de Lizzy y la volvió a soltar.

– Lizzy -dijo a la vez, para llamar su atención.

– Este es Will, Lizzy -le explicó alegre Donald Wade, que se había agachado hasta poner sus ojos a la altura de los de la niña-. ¿Puedes decir «papá»? Di «papá», Lizzy -pidió antes de volverse a Will y explicar-: Sólo habla cuando quiere.

Lizzy no dijo «papá» ni «Will», sino que, cuando éste la tomó en brazos, le empujó el tórax esforzándose y retorciéndose para volver con su madre. También volvió a llorar, de modo que, al final, Will se vio obligado a soltarla hasta que se familiarizara de nuevo con él.

– El huerto frutal tiene buen aspecto -dijo-. ¿Hiciste fumigar los árboles?

– No los hice fumigar, los fumigué yo.

– Y el jardín, es lo más bonito que he visto en años. ¿También lo has hecho tú?

– Sí. Con los niños.

– ¡Mamá me dejó poner semillas en los agujeros! -intervino, feliz, Thomas.

– Pues lo hiciste muy bien. ¿Y quién construyó la pérgola para las maravillas?

– Mamá.

– Lo hicimos Donald Wade y yo -añadió Elly-. ¿Verdad, cielo?

– ¡Sí! ¡Y yo puse los clavos y todo!

– ¿En serio? -dijo Will con el debido entusiasmo-. Muy bien hecho.

– Mamá dijo que te gustaría.

– Y tenía razón. Cuando he visto el jardín, creía que me había equivocado de casa.

– ¿De verdad?

Will soltó una carcajada y apretó la nariz chata de Donald Wade con la punta de un dedo.

Se quedaron callados mientras oían el zumbido de las abejas y el viento en las ramas de los árboles que los rodeaban.

– Puedes quedarte en casa, ¿verdad? -quiso saber Elly en voz baja.

– Sí. Me han concedido la licencia absoluta por razones médicas.

Sin dejar de rodear las caderas de Lizzy con un brazo, encontró los dedos de Will en la hierba, detrás de ambos, y los entrelazó con los de ella.

– Eso está bien -se limitó a comentar mientras pasaba una mano por el pelo de Lizzy sin apartar los ojos del rostro de su mando, que estaba moreno e irresistiblemente atractivo con la corbata y la camisa de su uniforme bien abrochada-. Eres un héroe, Will. Estoy muy orgullosa de ti.

– Bueno -dijo Will, que había torcido la boca y reía avergonzado-, yo no lo tengo tan claro.

– ¿Dónde está tu Corazón Púrpura?

– En casa, en mi petate.

– Deberías llevarlo puesto aquí -aseguró Elly apoyándole una mano en la solapa. Luego la deslizó debajo porque no podía dejar de tocarlo.

Notó los latidos fuertes y saludables del corazón de Will bajo los dedos, y recordó todas las imágenes terribles que la habían acosado sobre cómo lo acribillaban a balazos y caía al suelo de la selva, sangrando. Su querido y valioso Will.

– La señorita Beasley se lo contó a los periódicos y publicaron un artículo -explicó entonces a su marido-. Ahora todo el mundo sabe que Will Parker es un héroe.

Will adoptó una expresión pensativa con la mirada puesta en una de las colmenas.

– En esta guerra, todos son héroes. Tendrían que conceder un Corazón Púrpura a todos los soldados que combaten en ella.

– ¿Disparaste a alguien, Will? -preguntó Donald Wade.

– Por favor, Donald Wade, no tendrías que…

– Sí, hijo, y es algo terrible.

– Pero eran malos, ¿no?

La mirada de angustia de Will se fijó en Elly, pero en lugar de verla a ella vio una trinchera inundada por quince centímetros de agua, a su amigo Red, y una bomba que caía silbando del cielo y lo volvía todo colorado ante sus ojos.

– Por favor, Donald Wade, Will acaba de llegar y ya lo estás acribillando a preguntas.

– No pasa nada, Elly -aseguró Will antes de dirigirse al niño-: Eran personas, como tú y como yo.

– Oh.

Donald Wade se puso serio para reflexionar sobre aquello. Su madre se levantó.

– Tengo que acabar de llenar las bandejas de agua. No tardaré nada.

Besó la ceja izquierda de Will, se puso los guantes de agricultor y lo dejó con los niños para volver al trabajo. Mientras se alejaba, se volvió una vez para volver a ver a su marido e intentar asimilar que estaba allí para quedarse.

– ¡Te amo! -le gritó delante de un peral nudoso.

– ¡Yo también te amo!

Elly sonrió y siguió adelante.

Los niños observaron el uniforme de Wilclass="underline" los galones, las insignias. Lizzy ya no recelaba tanto de él y empezó a dar pasos vacilantes por la hierba. El sol caía a plomo, y Will se quitó la guerrera, la dejó a un lado y, tras tumbarse de espaldas, cerró los ojos a la luz brillante que los rodeaba. Pero tras sus párpados cerrados, esa luz se volvió roja. Como la sangre. Y lo vio pasar todo otra vez. Vio a Red gateando como podía por una extensión de carrizo, junto al río Matanikau, y quedarse de repente inmóvil, a descubierto, mientras desde la otra orilla, en manos enemigas, las armas del calibre veinticinco restallaban como látigos, las metralletas retumbaban y un lanzagranadas enviaba sus mortíferos proyectiles cada vez más cerca. Y ahí estaba el pobre Red, en el suelo, sin cobertura, boca abajo, temblando, mordiendo la hierba, paralizado por un pánico terrible que un soldado afortunado no llega a conocer. Se vio a sí mismo saliendo a gatas bajo el fuego enemigo, oyó el suspiro engañosamente suave de las balas que pasaban volando por encima de su cabeza, el ruido sordo de algo que golpeaba detrás de él, a la izquierda, a la derecha. Cuando una granada cayó a cuatro metros y medio, llovió tierra hacia arriba.