– O podría pedirle a Mae que lo criara ella y así se acabarían mis preocupaciones. -Se volvió hacia Harley y levantó las manos-. ¡Qué caray, nunca me han gustado demasiado los mocosos con cara de mono!
No fue un buen otoño para Harley Overmire. Lula no lo dejaba en paz. El aserradero le daba mucho dinero, desde luego, pero las ranas criarían pelo antes que él diera diez mil dólares a semejante fulana. Lula casi le había arrancado los ojos cuando le había sugerido buscar un médico para deshacerse del niño, pero lo peor de todo era que empezaba a molestarlo en casa: lo llamaba en plena noche o a la hora del desayuno y preguntaba por algún nombre inventado si la que contestaba era Mae.
Una noche se presentó en el aserradero a las nueve, cuando se iba, para recordarle que sólo le quedaban cuatro semanas para ofrecerle el dinero o el matrimonio. Cuando pasó otra semana sin visos de solución, llamó a Mae, le dijo su nombre y se lo contó a él después.
– Hoy he hablado con Mae.
– ¿Cómo dices?
– Hoy he hablado con Mae. La he llamado y le he dicho que estaba colaborando con la Cruz Roja y quería saber si podía hacer alguna donación para los paquetes de ayuda. Ha dicho que tenía botones, jabón, blocs y lápices, y que podía ir a su casa a recogerlos cuando quisiera, y eso he hecho.
– ¡No!
– ¡Claro que sí! He ido a tu casa, me he plantado en la puerta y he llamado. Mae me ha abierto y hemos tenido una charla muy agradable.
– Maldita sea, Lula…
– ¿Ves lo fácil que es, Harley? -dijo Lula con una expresión viperina.
A Harley le salió una úlcera. Los dolores estomacales se le intensificaron una noche, cuando repasó el correo al llegar a casa y vio que Lula había tenido la desfachatez de indicar al médico de Calhoun que enviara la factura directamente a casa de Harley. Cuando Mae le preguntó a qué correspondía el gasto, le explicó que alguien se había lastimado en el aserradero y que la factura había llegado a la casa por error.
Pero Lula lo seguía acosando a diario. Empezó a detestarla, y se preguntaba qué habría visto en ella al principio. Era dura, superficial y, por si fuera poco, tonta con ganas. Y pensar que su matrimonio corría peligro por culpa de una mujerzuela como ésa.
En el trabajo, Harley estaba distraído. En casa, nervioso. En todas partes, receloso. Esa condenada mujer se le aparecía en cualquier parte, decía cualquier cosa, hacía la primera imprudencia que le venía a la cabeza.
Lo peor fue el día que paró a su hijo mayor, Ned, cuando volvía a casa del colegio, y lo hizo entrar en el Café de Vickery para darle un helado de cucurucho gratis. Después, tuvo el descaro de contar a Harley lo que había hecho y de añadir con una voz seductora, mientras se toqueteaba ese feo pelo amarillo que tenía: «No has pasado demasiado tiempo en casa, Harley. Y ese hijo tuyo cada día está más guapo. Ya no tiene tanta cara de mono y es cada vez más alto. ¿Cuántos años tiene, Harley? ¿Catorce? ¿Quince, quizá?»
La amenaza era tan clara como la laca que se ponía en los rizos, y fue la gota que colmó el vaso. Cuando Lula Parker empezó a meterse con los niños, vio llegado el momento de pararle los pies.
Harley lo planeó cuidadosamente. El regalo que había dejado bajo el árbol de Navidad de Lula la tendría callada un tiempo, y lo haría justo después de las vacaciones.
Saldría bien. Conocía a Lula y sabía lo que Lula deseaba más que nada en el mundo, así que saldría bien. El último par de años no había sido sordo, tonto y ciego. En el aserradero, los hombres hacían comentarios procaces acerca de cómo Lula acechaba a Parker, cómo se lo comía con los ojos a través del escaparate del restaurante e incluso lo perseguía hasta la biblioteca. Pero se decía que Parker nunca le había dado lo que quería, de modo que Lula seguía muriéndose de ganas de estar con él.
Parker. Hasta el nombre le daba rabia. Parker y su condenado Corazón Púrpura. Parker, el héroe del pueblo, mientras que la gente se mofaba de Harley Overmire a sus espaldas y lo acusaba de haberse cortado el dedo para evitar que lo reclutaran. ¡Ninguno de ellos podía imaginar el valor que se necesitaba para pasar el dedo bajo una sierra! Y, además, alguien tenía que quedarse en casa y fabricar las cajas de madera para transportar todos esos fusiles y esas municiones.
«De modo que eres un héroe, ¿eh, Parker? Vas al pueblo con esas muletas y desfilas por la plaza con ese elegante uniforme para que todo el mundo se postre de rodillas y agite banderitas a tu paso. Bueno, no me gustaste la primera vez que te vi, asesino de putas, y ahora todavía me gustas menos. Puede que la primera vez que intenté echarte del pueblo no lo lograra, pero ésta lo conseguiré. Y las autoridades lo harán por mí.»
Tuvo que pasarse tres noches repasando los cubos de basura de la biblioteca en el callejón para encontrar el arma perfecta para estrangular a Lula: un trapo manchado de un polvo fácilmente identificable e impregnado de aceite de limón.
En cuanto obró en su poder, preparó con cuidado la nota con palabras y letras sueltas, recortadas de periódicos, que pegó en perpendicular a la composición tipográfica de una página de la sección de clasificados del Atlanta Constitution. Sin papel de carta que pudiera ser identificado, sin dejar huellas dactilares en el papel de diario.
VEN A LA PUERTA TRASERA DE LA BIBLIOTECA EL MARTES A LAS 11 DE LA NOCHE, W. P.
Lo envió en un sobre usado de la compañía eléctrica; recortó su dirección con una cuchilla y la sustituyó por otra hecha con letras de periódico.
Cuando Lula recibió la nota por correo la rompió en cuatro pedazos y soltó más tacos que un estibador.
«Ni lo pienses, Parker, después de que me maltrataras de esa forma y me llamaras puta. ¡Vete a la mierda!»
Pero Lula era Lula. Innegablemente apasionada. Cuanto más pensaba en Will Parker, más caliente se ponía. Ese hombretón. Ese pedazo de marine. Con esos hombros, esas piernas y ese enfurruñamiento. Le encantaba el enfurruñamiento, y también le encantaban los silencios inquietantes. Pero había visto una muestra de su genio y, si explotaba de ese modo en medio de un buen polvo… ¡bueeeeno! ¡Sería memorable! Y otra cosa que había descubierto: los hombres que tienen los lóbulos de las orejas largos suelen tener la polla a juego, y los lóbulos de las orejas de Parker no eran lo que se dice pequeños.
A las nueve del martes por la noche Lula estaba pegando con cinta adhesiva la nota rota. A las nueve y media sentía un ardor terrible en sus partes. A las diez estaba metida en una bañera llena de burbujas, preparándose.
Harley Overmire estaba agazapado bajo una llovizna fría de diciembre, maldiciéndola. Pero tenía suerte en una cosa: en los estados de la costa seguía vigente la obligación de mantener las luces apagadas por la noche. No había farolas. No había ventanas iluminadas. Nadie estaba en la calle a partir de las diez a no ser que dispusiera de autorización.
«Venga, Lula, venga. Tengo frío y estoy empapado, y quiero ir pronto a casa a acostarme.»
Tenía la puerta trasera de la biblioteca dos metros y medio por encima de la cabeza, al final de un tramo de peldaños altos de hormigón con una barandilla de hierro. Había oído a Parker cerrarla con llave e irse hacía más de media hora, y se había quedado escondido sin moverse, como un francotirador en un árbol, oyéndole bajar las escaleras, poner en marcha el coche e irse sin encender los faros.
Ahora estaba allí agazapado con su chaqueta negra de caucho y su viejo sombrero de fieltro, notando que la lluvia se le colaba por un roto del hombro. Se abrazó, con la espalda apoyada en el frío hormigón de la pared, y siguió escuchando cómo el agua de lluvia goteaba de los aleros de la biblioteca al callejón. El trapo untado de aceite le rodeaba la mano. Era algo sólido a lo que aferrarse.