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Sara Paretsky

Marcas de Fuego

6º Warshawski

Para Patti Shepherd, Jayanne Angelí

y Bill Mullins, que creyeron en mi

escritura antes que yo misma.

Agradecimientos

Angelo Polvere, de la Compañía Cons tructora Mayfair de Chicago, me proporcionó una visión general sobre cómo construye un contratista un proyecto importante y cómo funciona la oficina de un constructor. Jay Meyer me acompañó a lo alto de un edificio de sesenta pisos que se estaba construyendo en Chicago y bajó conmigo a pie, explicándome las distintas etapas de la construcción. Experimenté en carne propia el pavor de estar en una plataforma abierta de cemento. Ed Keane me facilitó esos contactos. Mi ignorancia de los grandes proyectos excede con mucho mis conocimientos: cualquier error de hecho debe atribuirse a mi pobre comprensión y no a esos excelentes maestros.

Ray Gibson compartió conmigo distintos instrumentos de investigación relativos al tipo de cosas que V. I. investiga en este libro. El doctor Robert Kirschner, Comisario Jefe de Medicina Legal del Condado de Cook, me acompañó en una extensa visita al depósito de cadáveres del condado. No fue agradable, pero sí muy esclarecedor.

Como es habitual en las aventuras de V. I., no hay referencia alguna a ninguna figura pública real actual, en activo o no. Boots Meagher, Ralph MacDonald, Roz Fuentes, Alma Mexicana y Wunsch y Grasso son productos de mi ferviente imaginación. La construcción de las Torres Rape-lee tampoco está basada en ningún edificio existente o actualmente en construcción en Chicago.

Courtenay, Cardhu y otros amigos me ofrecieron su apoyo frente a las distintas adversidades que se me presentaron mientras escribía este libro.

Capítulo 1

Brusco despertar

Mi madre y yo estábamos atrapadas en su dormitorio, en la minúscula habitación del piso superior de nuestra vieja casa de Houston. Abajo ladraban amenazantes unos perros que nos perseguían. Gabriella había huido de los fascistas de su Italia natal, pero le habían seguido la pista hasta el sur de Chicago. El ladrido de los perros fue creciendo hasta convertirse en un rugido ensordecedor que ahogaba los aullidos de mi madre.

Me incorporé en la cama. Eran las tres de la mañana y alguien estaba tocando el timbre. El insistente realismo del sueño me había dejado sudorosa y temblando.

La persistente llamada me recordó todas las noches de mi infancia en que el teléfono o el timbre habían sacado a mi padre de la cama por alguna urgencia policial. Mi madre y yo solíamos esperar su regreso. Ella se negaba a reconocer su miedo, aunque éste asomaba a sus indómitos ojos oscuros mirándome fijamente, mientras preparaba en la cocina aquel delicioso café para niños -una cucharada de café mezclada con leche y chocolate- y relataba aquellos maravillosos cuentos populares italianos que me hacían palpitar.

Me puse una sudadera y unos pantalones cortos y descorrí a tientas los cerrojos de mi puerta. El timbre resonaba a mis espaldas por el hueco de la escalera mientras bajaba a trompicones los tres pisos hasta la calle.

Detrás de la puerta acristalada se hallaba mi tía Elena, con el dedo pegado con determinación al timbre. Un descolorido chal escocés le cubría desgarbadamente los hombros. Había apoyado en la pared una bolsa de plástico de la que colgaba un camisón violeta. No creo en los presentimientos ni en las percepciones extrasen-soriales, pero no pude evitar la sensación de que mi sueño -una pesadilla familiar desde mi infancia- había sido provocado por alguna tenebrosa vibración que emanaba desde Elena hasta mi habitación.

Elena era la hermana menor de mi padre y siempre había sido el problema de la familia. "Bebe un poco, ¿sabe?", solía decir mi abuela Warshawski en un susurro impregnado de preocupación después que Elena perdiera el conocimiento durante la cena del día de Acción de Gracias. Más de una vez un policía apurado había despertado a mi padre a las dos de la madrugada para decirle que Elena había sido amonestada por ir de buscona por la calle Clark. Esas noches no había cuentos de hadas en la cocina. Mi madre me mandaba a la cama sacudiendo levemente la cabeza y diciendo: "Es su naturaleza, cara, no debemos juzgarla".

Cuando murió mi abuela, siete años atrás, el hermano de mi padre que quedó, Peter, le dio su parte de la casita de Norwood Park a Elena con la condición de que nunca más le pidiese nada. Ella firmó alegremente los papeles, pero perdió la casa cuatro años más tarde, sin decirme a mí ni a Peter que la había puesto como garantía en una disparatada empresa de desarrollo. Cuando la veleidosa compañía se evaporó, ella fue la única socia que pudieron encontrar los tribunales; le confiscaron la casa y la vendieron para pagar las facturas de la sociedad limitada.

Quedaron tres mil dólares después de pagar las deudas. Con eso y su seguridad social, Elena se alojaba en una Vivienda de Ocupación Individual en la esquina de Cermak e Indiana, jugaba al blackjack y aún daba el pego ocasionalmente el día que llegaban los cheques de la pensión. Pese a los años de alcoholismo que habían surcado de finas arrugas su barbilla y su frente, tenía unas piernas asombrosamente bonitas.

Me vio a través del cristal y quitó el dedo del timbre. Cuando abrí la puerta, me echó los brazos alrededor del cuello y me estampó un beso entusiasta.

– ¡Victoria, querida, estás estupenda!

El aliento ácido y fermentado a cerveza rancia me llegó a raudales.

– Elena, ¿qué demonios haces aquí?

La boca generosa hizo un puchero.

– Cariño, necesito un lugar donde quedarme. Estoy desesperada. Los polis me iban a llevar a un refugio, pero me acordé de ti y entonces me trajeron aquí. Un joven encantador, con una sonrisa absolutamente espléndida. Le he hablado de tu padre, pero era sólo un crío, por supuesto no llegó a conocerle.

Me rechinaron los dientes.

– ¿Qué ha pasado con tu hotel? ¿Te han echado por follarte a los viejos pensionistas?

– Vicki, cielo… Victoria -corrigió apresuradamente-, no digas palabrotas, no le quedan bien a una chica guapa como tú.

– Elena, corta el rollo -como empezaba a soltar un segundo reproche, me corregí inmediatamente-. Bueno, que dejes de decir tonterías y me digas por qué andas por las calles a las tres de la madrugada.

Volvió a hacer pucheros.

– Estoy intentando decírtelo, cariño, pero no dejas de interrumpirme. Ha habido un incendio. Nuestro querido hogar ha quedado hecho cenizas. Completamente carbonizado.

Las lágrimas asomaron a sus descoloridos ojos azules y corrieron por sus profundas arrugas hasta el cuello.

– Aún no me había ido a dormir y sólo tuve tiempo de llenar una maleta con mis cosas y bajar por la escalera de incendios. Algunos ni siquiera pudieron hacerlo. El pobre Marty Holman tuvo que dejarse su dentadura postiza -las lágrimas se agotaron tan bruscamente como habían brotado, para ser reemplazadas por una aguda risita-. Tenías que haberlo visto, Vicki; Dios mío, tenías que haber visto la pinta que tenía el vejestorio ese, con las mejillas sumidas y los ojos saltones, gritando con ese farfulleo: "Mis dientes, he perdido mis dientes".

– Ha debido de ser hilarante -dije secamente-. No puedes vivir conmigo, Elena. Eso me empujaría al crimen en cuarenta y ocho horas. O tal vez menos.

Su labio inferior empezó otra vez a temblar y dijo en una espantosa parodia de balbuceo infanticlass="underline"

– No seas mala conmigo, Vicki, no seas mala con la pobre vieja Elena, que ha tenido que huir de un incendio en mitad de la noche. Llevas la misma jodida sangre que yo, la niña de mi hermano favorito. No puedes echar a la calle a la pobre vieja Elena como si fuese un colchón usado.