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– ¿Te lo estás pasando bien? -preguntó Clara.

– En grande. ¿Para cuándo el bebé?

– No antes de finales de marzo. Apenas estamos empezando a decírselo a los amigos.

Sonreí. Eso incluía a la mitad de los presentes: a cualquiera que conociera por su nombre.

Las había conocido a través de Michael Furey. LeAnn estaba casada con Ernie Wunsch y Clara con Ron Grasso. La estrecha y continuada relación de Michael con sus compañeros de juventud nunca dejó de asombrarme. Desde que dejé Chicago Sur para ir al instituto, apenas he vuelto a ver a algunas de las personas con las que crecí. Pero además de Ernie y de Ron, Michael tenía siete u ocho amigos de infancia que se reunían una vez al mes para jugar al póker, iban al río Eagle cada mes de octubre a cazar ciervos, y pasaban todas las Nocheviejas juntos con sus mujeres. Sus amigotes fueron una de las principales razones por las que nunca conecté con Michael. Pero desde que salí con él, LeAnn y Clara me trataban como si fuese una de las chicas.

Pregunté educadamente por los niños, dos de cada una, y me alegré de saber lo mucho que les gustaba el colegio, lo contenta que estaba LeAnn de estar en Oak Brook y de no tener ya que preocuparse por los colegios públicos, aunque Clara dijo algo sobre lo bien que se lo habían pasado de pequeñas en Norwood Park, pero todo era tan distinto ahora.

– ¿Están Ron y Ernie? -pregunté distraídamente.

– Sí, claro. Hace horas que han ido a buscarnos algo de beber. Pero conocen a tanta gente aquí que estoy segura de que los han interceptado, o desviado, o algo así.

Me ofrecí para llevarles algo, pero dijeron riendo que no les importaba esperar. LeAnn puso su mano perfectamente manicurada sobre mi rodilla.

– Tienes tan buen corazón, Vic. No queremos entrometernos, pero sabemos que serías tan estupenda para Michael. Precisamente estábamos hablando de vosotros dos cuando apareciste.

Hice una mueca.

– Gracias, aprecio la recomendación -me puse en pie, derramándome la bebida en la pierna del pantalón.

LeAnn me miró con ansiedad.

– No te habré ofendido, ¿verdad? Ernie siempre me echa la bronca por decir todo lo que me pasa por la cabeza sin pensármelo primero -hundió la mano en un gran bolso de playa y sacó un puñado de kleenex para mí. Enjugué ligeramente la tela caqui.

– ¡No! El problema es que Michael es hincha de los Sox, y no creo que podamos llegar a algún acuerdo.

Lanzaron chillidos de protesta entre risas. Las dejé coreando:

– Eres incapaz de estar seria, Vic.

Volví a la multitud para reponer mi bebida. Junto a la entrada de la carpa divisé a Ron y Ernie. Estaban enfrascados en una conversación con Michael y otro par de hombres. Habían acercado las cabezas para poder hablar por encima del ruido. Estaban tan absortos que no se dieron cuenta cuando me acerqué. Toqué el brazo de Michael.

Se sobresaltó y soltó un taco. Guando vio que era yo, me rodeó con el brazo, pero miró precavidamente a los demás hombres, como para ver cómo se tomaban mi inclusión.

– ¿Qué hay, Vic? ¿Te diviertes?

– Me lo estoy pasando en grande. Tú también, por lo que se ve.

Volvió a mirar dubitativo a sus compañeros, y luego a mí.

– Estamos en algo ahora. ¿Cómo lo ves si te busco dentro de unos diez minutos?

Todo fuese en aras de la reconciliación. Hice una mueca salvaje pero procuré mantener un tono ligero.

– Inténtalo.

Giré sobre mis talones, pero Ron Grasso extendió un brazo.

– Vic, querida. Me alegro de verte. No le hagas caso a este Furey, hoy se ha levantado con el pie izquierdo. Ningún asunto es más importante que una hermosa mujer, Mickey. Y nada es más peligroso que hacer esperar a una de ellas.

Los otros hombres se rieron por educación, pero Michael me miró muy serio. Tal vez seguía mosqueado. Por otro lado, sabe que esa clase de bromas me eriza, así que tal vez intentaba a su vez una reconciliación. Casi tenía ganas de concederle el beneficio de la duda.

Ron me presentó a los dos extraños: Luis Schmidt y Cari Martínez, también de la construcción. Y colaboradores de la campaña de Rosalyn.

– Vic es una vieja amiga de Rosalyn, ¿no es así? -intervino Ron.

Asentí con la cabeza.

– Trabajábamos juntas en Logan Square.

– ¿Era usted organizadora? -preguntó Schmidt.

– Yo era abogada. Me dedicaba a ayudar en cuestiones legales: inmigración, vivienda, ese tipo de cosas. Ahora soy detective.

– Detective, ¿eh? ¿Como aquí, el sargento Furey? -ése era Schmidt, un hombre bajito y macizo con unos brazos del tamaño de los tubos del alcantarillado que le tensaban las mangas de la chaqueta.

Les interesaba justo lo suficiente como para requerir una respuesta.

– Trabajo por mi cuenta. Algo así como el detective Magnum de Chicago.

– Vic se ocupa de casos de fraude -intervino Ron-. Tiene unos archivos muy completos. Nos tiene a raya a Ernie y a mí, déjame decirte.

Todo el mundo rió por educación. Su comentario parecía tan imposible de contestar que no lo intenté.

– Me he encontrado con LeAnn y Clara detrás de la carpa dije en cambio. Creían que vosotros ibais a llevarles algo de beber.

Ernie se palmeó la frente.

– Mi cabeza está como el cemento, después de tantos años de estar vertiéndolo. Yo me ocuparé de las chicas, Ron; chicos, vosotros esperadme aquí.

Me tomó del brazo y me empujó hacia la carpa de las bebidas. ¿Te invito a algo, Vic?

– No, gracias. Me voy enseguida para la ciudad.

Me miró, adusto, sus ojos oscuros en una tira estrecha y curtida.

– No te tomes a Mickey demasiado en serio. Tiene muchas cosas en la cabeza.

Asentí gravemente.

– Ya lo sé, Ernie. Y creo que es el momento de dejarlo solo, dejarle que resuelva las cosas.

– ¿No podrías esperar por lo menos hasta después de la cena? ¿Y mientras charlar un rato con las chicas?

Esperaba que les llevara a ellas sus bebidas. Sonreí amablemente.

– Lo siento, Ernie. Sé que a LeAnn le encantaría verte unos minutos antes de que vuelvas a enfrascarte otra vez con los chicos. Está sentada aquí atrás con Clara.

– Vale, Vic, vale.

Se abrió camino hasta el principio de la cola. Algo en su juego de hombros me dijo que se preguntaba qué demonios veía Mickey en mí.

Capítulo 7

Lección de idiomas

Mientras me dirigía al prado del aparcamiento, vi a Marissa de pie junto a la entrada trasera de la casa de Boots. Se estaba riendo con ganas por algún comentario del hombre de mediana edad que hablaba con ella. Me pareció vagamente conocido, pero no conseguía situarlo. Tal vez lo que reconocía era la mirada ávida que le dirigía a Marissa: con la cabeza echada hacia atrás, el escote de su vestido color melocotón cobraba un relieve espectacular.

Antes de volver a la ciudad le haría saber que había cumplido con mi deber dejándome ver allí y que no había afligido a ningún oído sensible con historias sobre problemas de vivienda. Subí a pasitos rápidos el camino hacia la casa.

Visto de cerca, su acompañante era más viejo de lo que pensaba, tal vez más que sesentón, con numerosas y distinguidas hebras grises entre su pelo oscuro. Bronceado, aún musculoso, llevaba los años con elegancia. Probablemente también era rico, a juzgar por su chaqueta de pelo de camello y sus botas tejanas. Una buena pieza para Marissa.

– Estupenda fiesta, Marissa. Gracias por invitarme.