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Lotty Herschel me dice que es por ser hija única de unos padres que tuve que cuidar en sus dolorosas enfermedades. Piensa que unos cuantos años con un buen analista me permitirían saber decir "no" cuando alguien grita: "te necesito, Vic".

Tal vez tenía razón; la amarga evocación de mis padres al recordar sus palabras se conjugó con el olor de la res asada, provocándome náuseas. Durante un instante me identifiqué con el animal muerto, atrapado entre gente que lo alimentaba sólo para destrozarle la cabeza con una maza. Pensé que no podría probarlo. Cuando el encargado de la barbacoa gritó que estaba listo para trinchar, yo encorvé los hombros y me alejé.

Di la vuelta a la casa buscando el columpio del porche que Rosalyn había mencionado. Lo que Boots consideraba parte trasera en realidad había sido concebido como entrada principal cuando se construyó el edificio, cien años atrás. Unos escalones bajos conducían a un pórtico con columnas y a un par de puertas con cristales traslúcidos de vidrio tallado.

Frente al porche había un macizo de flores y un pequeño estanque ornamental. Era un lugar apacible; el rumor de la banda y de la gente aún me llegaba, pero nadie más se había aventurado tan lejos de la acción. Me acerqué hasta el estanque y lo contemplé. Las nubes pintadas de rosa por el sol poniente le daban a la superficie del agua un brillo plateado. Un banco de peces de colores se acercó, pidiendo pan.

Los miré ferozmente. Todo el mundo en este país nada en agua turbia, ¿por qué ibais a ser vosotros distintos, tíos? Sólo que hoy ya he agotado mi sentimentalismo.

Oí que alguien se acercaba a mi espalda y me volví cuando Michael me rodeaba los hombros con el brazo. Me lo quité de encima y retrocedí varios pasos.

– Michael, ¿qué te pasa hoy? ¿Estás mosqueado porque he querido traer mi coche? ¿Por eso has hecho el numerito ése en la entrada, y luego otro aquí con tus colegas? No puedes hacerme a un lado y luego venirme con carantoñas para que se me pase el mal humor.

– Lo siento -dijo simplemente-. No era ésa mi intención. Ron y Ernie me han presentado a esos dos tipos, Schmidt y Martínez. Están introduciéndose en la construcción, consiguiendo algunos buenos trabajos, y algunas de sus obras han sufrido destrozos. Los chicos pensaron que podían conseguir algún consejo policial gratuito. Cuando llegaste estábamos con ese tema. Temía que siguieras enfadada conmigo y no sabía cómo resolverlo sin que pensaran que no les estaba escuchando. De modo que lo fastidié todo. ¿Puedes aún hablar conmigo?

Encogí impacientemente un hombro.

– El problema, Michael, es que perteneces a un grupo en el que las chicas están sentadas sobre una manta esperando a que los chicos terminen de hablar de negocios para que les lleven una bebida. Aprecio a LeAnn y a Clara, pero nunca seremos buenas amigas, no es mi modo de pensar, ni de actuar, ni de vivir, ni de nada. Creo que el estilo ese -la forma de segregación con la que funcionáis tú, Ernie y Ron- forma demasiado parte de vosotros. No sé cómo tú y yo podemos a veces hacer algo juntos.

Se quedó callado durante unos minutos, reflexionando.

– Tal vez tengas razón -dijo escépticamente-. Quiero decir que mi madre se ocupaba de la casa y salía con sus amigas, y mi padre tenía su club de bolos. Nunca les vi hacer nada juntos, ni siquiera ir a la iglesia, siempre era ella la que llevaba a los chicos a misa mientras él se quedaba en la cama los domingos por la mañana. Supongo que era un error querer verte en ese papel -el sol se había puesto, pero pude ver en un destello su sonrisa contrita, sin engreimiento.

La superficie del estanque se tornó negra; a nuestras espaldas la casa se erguía como un buque fantasma. Era la capacidad de Michael para reflexionar sobre sí mismo lo que le distinguía de sus amiguetes. Hubo un tiempo en que tal vez valía la pena, resolver las cosas con alguien dispuesto a detenerse a pensar. Pero tengo treinta y siete años y ya no creo ser capaz de gastar energía en dudosas promesas.

Antes de poder decidir lo que quería decir, apareció Roz. No había esperado verla, en una sesión como ésa su tiempo estaría tan solicitado que el deseo de encontrarse conmigo muy bien podía habérsele ido de la cabeza. Schmidt y Martínez estaban con ella.

– ¡Vic! -su voz se había apagado hasta convertirse en un ronco murmullo, después de pasarse todo el santo día hablando, pero vibraba con su energía habitual-. Gracias a Dios que me has esperado. ¿Podemos charlar un momento en el porche?

Carraspeé sin entusiasmo.

Schmidt y Martínez estaban saludando a Michael a media voz, muy serios. Se lo presenté a Rosalyn. Le estrechó distraídamente la mano y me condujo a través del jardín.

El césped estaba perfectamente cortado; incluso al paso que iba podíamos caminar en la oscuridad. El porche se perfilaba bajo la luz procedente de las puertas esmeriladas. Pude ver el columpio, y la silueta de Rosalyn al sentarse en él, pero su cara estaba demasiado a oscuras como para poder distinguir su expresión.

Me senté en el último escalón de arriba, apoyando la espalda en el pilar, y esperé a que ella hablara. En el parterre, detrás de nosotras, podía distinguir las siluetas de Michael y de los dos contratistas como manchas oscuras. Desde el otro extremo de la casa la banda estaba cogiendo un ritmo más marchoso; el volumen más fuerte y el ruido de las risas llegaron hasta nosotros.

– Si gano las elecciones estaré por fin en posición de ayudar realmente a mi gente -dijo finalmente Rosalyn.

– Ya has hecho mucho.

– No me des coba ahora, Vic. No tengo tiempo ni energía para zalamerías. He puesto las miras muy altas. Conseguir que Boots me respalde ha sido difícil pero necesario. ¿Lo comprendes?

Asentí con la cabeza, pero no podía verme, así que solté un gruñido afirmativo. Comoquiera que fuese, lo comprendía.

– Estas elecciones son sólo el primer paso. Aspiro al Congreso y quiero estar en posición de ganarme un puesto en el gabinete si los demócratas ganan en ocho o doce años.

Volví a gruñir. La forma específica de su ambición era interesante, pero yo siempre había sabido que tenía la capacidad y el empuje necesarios para aspirar a la cima. Tal vez en ocho o doce años el país estuviese incluso preparado para tener a una mujer hispana como vicepresidente. Pero debía ser nacida en México, por eso pensaba sólo en el gabinete.

– Tu asesoramiento siempre me será de gran valor.

Tenía que esforzarme para oírla, tan ronca se había vuelto su voz.

– Gracias por la confianza, Roz.

– Alguna gente…, mi primo… te cree capaz de hacer algo para perjudicarme, pero le he dicho que tú nunca harías una cosa así.

No podía figurarme ni por asomo de qué podía estar hablando, y eso fue lo que le dije. No me contestó enseguida, y cuando finalmente lo hizo tuve la impresión de que había elegido cuidadosamente cada palabra.

– Porque trabajo con Boots. Cualquiera que te conozca sabe que siempre te has opuesto a todo lo que él defiende.

– No a todo -dije-. Sólo a las cosas que conozco. Además, tu primo no me conoce. Nos hemos conocido esta tarde.

– Sabe de ti -insistió con su voz ronca-. Has hecho mucho trabajo significativo de una forma u otra. La gente que tiene contactos en la ciudad ha oído tu nombre.

– Yo tampoco necesito coba, Roz. No he dicho ni hecho nada que pueda hacer pensar que me voy a interponer en tu camino. ¡Joder, si hasta he cascado doscientos cincuenta pavos para apoyar tu campaña! ¿Qué se imagina tu primo que estoy haciendo? Puede ser moco de pavo para un contratista, pero para mí es un gasto gordo, no lo haría por frivolidad.

Posó su mano sobre la mía.

– Aprecio el que hayas venido por mí, sé que te ha costado mucho, no sólo el dinero, sino toda la función -emitió una risita gutural-. Yo también he tenido que tragar con algunas cosas para estar aquí, las miradas de soslayo de la vieja guardia del partido. Sé lo que piensan, que Boots ha conseguido un culo hispano y que en pago le ha hecho un hueco en la lista.