– Bueno -se agitó por allí unos instantes-. Lo siento de veras. Te volveré a llamar en un par de minutos.
Le di mi número y colgué. Miré con desagrado mi habitación. Como estoy en ella sólo para dormir, no le suelo prestar mucha atención. La cama de dos cuerpos ocupa buena parte del espacio disponible. Como el armario empotrado es grande, tengo la cómoda dentro para que me quede suficiente espacio para moverme, pero aun así me siento encerrada si paso mucho tiempo allí durante el día. Más que nunca, me molestaba la roncante presencia de Elena al otro lado del vestíbulo, que me relegaba a un solo cuarto en mi propia casa.
Recorrí el corto trecho desde la puerta hasta la cabecera de la cama varias veces, pero no paraba de golpearme la espinilla en el somier. No podía practicar el canto en esa zona, sobre todo con Cerise en la cocina. Terminé por tenderme en el suelo entre la ventana y la cama e hice tijeras con las piernas. Tras unas cuarenta con cada pierna, Robin volvió a llamar. Parecía deprimido.
– ¿V. I. Warshawski? -tropezó un poco en mi apellido-. Esto…, he estado hablando con la policía. Dicen que los bomberos no sacaron a ningún niño de ese lugar la semana pasada. ¿Estás segura de que el bebé estaba allí dentro?
Vacilé.
– Bastante segura. Pero no puedo jurarlo, porque no conozco a ninguna de las personas implicadas.
– Van a mandar a un equipo para peinar los escombros, para ver si encuentran, bueno, algún resto. Pero quisieran que estuvieses dispuesta a venir al centro a entrevistarte con ellos.
Prometí estar al tanto cada hora con mi servicio de mensajes telefónicos si salía del apartamento. Mientras colgaba lentamente, me pregunté qué podría decirle a Cerise. Cuando iba hacia la puerta, Elena la aporreó del otro lado.
– ¡Oye! ¡Vicki! Digo, Victoria. La pobrecita Cerise no se siente muy bien. ¿Puedes salir y ayudarme a ver si le asentamos el estómago?
La pobre Cerise había vomitado sobre toda la mesa de la cocina. Elena, más animada que nunca, como buena amante de los dramas, le lavó la cara con un paño húmedo mientras yo limpiaba el desastre.
– Es la conmoción, sabes -gorjeó mi tía-. Está loca de ansiedad por su hijita.
Miré atentamente a la más joven de las dos mujeres. Estaba enferma, de acuerdo, pero estaba empezando a pensar que había algo más que conmoción bajo su modo de comportarse.
– La haremos examinar por un médico – dije-. Ayúdame a vestirla y a bajarla al coche.
– No, el médico no -dijo Cerise con voz apagada-, no quiero ver a ningún médico.
– Claro que sí -espeté-. Esto no es una agencia de asistencia social. Acabas de vomitar por toda mi cocina y no pienso pasarme el día haciéndote de enfermera.
– ¡Al médico no! ¡Al médico no! -gritó Cerise.
– De verdad no quiere ir, Vicki -me dijo Elena con un susurro de teatro.
– Ya veo que no quiere ir -dije, cortante-. Tú ponle la ropa mientras yo le sujeto los brazos. Y por favor, no me llames Vicki. No me hace mucha gracia ese nombre.
– Ya sé, ya sé, cielo -se apresuró a prometer Elena-. Se me escapa.
Ya que durante toda mi infancia Gabriella no había dejado de insistir sobre el tema con Elena ("No le he puesto su nombre en memoria de Víctor Emmanuel para que la gente la llame como a una niñita cursi"), no se me ocurría cómo a Elena se le podía olvidar, pero no era el momento de discutirlo.
Vistiendo a Cerise me sentí contenta de no haber elegido como carrera enfermera de hospital psiquiátrico. Forcejeaba conmigo, gritando y dando golpes a diestro y siniestro sobre la silla de la cocina. Estoy en buena forma, pero exigió el máximo esfuerzo de mis músculos. En cierto momento me arañó el brazo izquierdo con su larga uña. No sé cómo, pero conseguí que no se me soltara.
Elena se ajetreaba con una ineficacia que me llevó a mí también al borde del aullido. Le puso a Cerise las bragas del revés y sólo pudo ponerle la falda tras unos buenos quince minutos de esfuerzo.
– Ponle sólo los zapatos -jadeé-. Arriba le podemos dejar la camiseta. Mis llaves están en el cuarto de estar. Las he dejado en la mesita baja. Abre los cerrojos de seguridad.
Traté de explicarle qué llave iba con cada cerrojo, pero renuncié al ver que Elena se confundía aún más. Por alguna especie de milagro, consiguió abrirlos en menos de una hora. Para entonces Cerise había dejado de debatirse. Estaba doblada fláccidamente sobre la mesa de la cocina, sollozando bajito, y no ofreció resistencia cuando la escolté hasta la puerta. Le cogí las llaves a Elena.
– Es mejor que cojas tu bolso. Te dejaré en tu nueva casa tan pronto como a Cerise la vea el médico.
Elena intentó discutir por su parte, pero yo había superado cualquier sentimiento de culpa. Mantuve a Cerise apoyada en la pared y repetí mi requerimiento. Mi tía terminó por volver a entrar en el apartamento. Tras una ausencia tan larga que me pregunté si había vuelto a tentar el Johnnie Walker, volvió a salir. Se había dado una ducha; el pelo canoso le caía alrededor de la cabeza en rizos mojados, pero su maquillaje era completo y, por una vez, acertado. El camisón violeta seguía colgando a un lado de la bolsa de mano. Me siguió escaleras abajo dejándolo arrastrar por el suelo.
Capítulo 10
La clínica de Lotty Herschel está a unos cuatro kilómetros de mi apartamento, junto a la esquina de Damen y de Irving Park. Durante el corto trayecto Cerise volvió a vomitar en el asiento de atrás, y luego empezó a tiritar incontrolablemente. Me sentí capaz de matar a Elena, que estaba arrodillada en el asiento delantero observando a Cerise y dándome el parte minuto a minuto de lo que estaba haciendo.
Paré el coche en seco junto a una boca de incendios frente a la clínica y entré corriendo. La pequeña sala de espera, pintada a imitación de la sabana africana, estaba atestada con la habitual variedad de bebés lloriqueando y niños riñendo. La señora Coltrain mantenía el orden, contestando al teléfono y dactilografiando informes con su calma habitual. A veces le insinuaba a Lotty que a la señora Coltrain la había encontrado en un catálogo que ofrecía anticuadas abuelitas como empleadas de oficina: no sólo tiene nueve nietos, sino que lleva el pelo plateado recogido en un moño.
– Señorita Warshawski -me dedicó una sonrisa luminosa-. ¡Me alegro de verla! ¿Necesita hablar con la doctora Herschel?
– Sí, urgentemente. Tengo en el coche a una joven que ha estado vomitando y parece que fuera a entrar en estado de shock. ¿Quiere preguntarle a Lotty si la puede examinar ahora si la traigo, o si debo llevarla al hospital?
La señora Coltrain se niega a tutearnos tanto a Lotty como a mí; y hace tiempo que hemos renunciado a insistirle para que lo haga. Le dio mi mensaje a Carol Alvarado, la enfermera de la clínica, y tras un par de minutos Carol salió para ayudarme a bajar a Cerise. Su piel estaba fría. Tenía un tacto viscoso, como plástico mojado, no parecía tejido vivo. Estaba lo bastante consciente como para caminar apoyándose en nosotras, pero su respiración era corta y tenía los ojos en blanco.
Un murmullo de resentimiento se elevó a nuestro alrededor cuando entramos con Cerise y atravesamos la sala de espera hasta el consultorio -después de esperar al médico durante una hora o más, uno no aprecia mucho que se le cuelen-. Carol puso a Cerise sobre una mesa y la envolvió en una manta. Lotty apareció a los pocos minutos.
– ¿Qué me traes ahora, VI? -no esperó mi respuesta y fue derecha hacia Cerise.
Le conté lo poco que sabía de la chica.
– De repente esta mañana empezó a quejarse del frío, y luego se puso a devolver. No sabía si podía ser embarazo o drogas o alguna extraña combinación, pero no me apeteció vérmelas yo sola con lo que fuera.
Lotty gruñó y levantó los párpados de Cerise.
– Se va a quedar aquí un tiempo. ¿Por qué no vuelves dentro de unas horas? -se volvió hacia Carol pidiéndole algún medicamento.