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En otras palabras, me había tocado resolver lo que haría con ella cuando Lotty terminara de tratarla. No es que esperara que Lotty lo hiciera, pero, por algún motivo, había procurado evitar pensar en el futuro de Cerise.

Con los hombros encorvados, volví al coche arrastrando los pasos. Había olvidado el vómito de Cerise, pero el olor me lo recordó mordazmente. Volví a la clínica y le pedí a la señora Coltrain unos trapos mojados y una botella de desinfectante. Durante todo el tiempo que me pasé limpiando el asiento de atrás, Elena no paró de hacerme preguntas sobre Cerise.

– No sé -dije, abatida, cuando por fin puse el motor en marcha-. No sé lo que le pasa ni lo que le va a hacer la doctora ni si tendrá que ir al hospital. Me enteraré de todo esto cuando vuelva al mediodía y te lo haré saber.

Elena posó una trémula mano sobre mi brazo.

– Es sólo porque su madre y yo somos amigas, Vicki; Victoria. Es lo mismo que si tú tuvieses problemas y yo te llevara a ver a Zerlina. Se sentiría responsable de ti ante mí, entiendes.

Levanté la mano derecha del volante y le di unas palmaditas en sus delgados y venosos dedos.

– Claro, Elena. Lo entiendo. Tu buen corazón te honra.

Rodamos un rato en silencio, y luego se me ocurrió algo.

– ¿Cuál es el apellido de Zerlina?

– ¿Su apellido, querida? ¿Por qué te preocupa?

– Quiero encontrarla. Si está en el hospital, no puedo ir a la recepción del Michael Reese y preguntar por su nombre de pila. No es así como registran a los pacientes.

– Si resultó herida en el incendio, cariño, no sé si estará en condiciones de verte.

– ¿En condiciones de verme? -procuré mantener un tono casual, pero se transparentó mi irritación-. Si tú y Cerise queréis que haga algo más respecto al bebé, ya lo creo que va a estar en condiciones de verme, ¡no te jode! Y más vale que hagas todo lo que puedas por ayudarme a encontrarla.

– Esa lengua, Victoria -me reprochó Elena-. Diciendo palabrotas no vas a resolver tus problemas.

– Y andarte con tanto tapujo no va a resolver los tuyos -espeté-. Dime su apellido o despídete de cualquier ayuda por mi parte.

– Cuando arrugas así la cara, eres igualita que tu abuela en los últimos meses que viví con ella.

Giré hacia el norte por Kenmore y me detuve frente al Windsor Arms. Mi pobre abuela. Si hubiese tenido más carácter, le hubiera dado la patada a Elena mucho antes de que cumpliera los treinta. En cambio, y a excepción de breves correrías, mi tía vivió con ella hasta su muerte.

– Tu propia familia es siempre la última en apreciarte -sentencié, parando el motor-. Y ahora, ¿por qué no te dejas ya de rodeos y me dices el apellido de Zerlina?

Elena me miró astutamente.

– ¿Este es el nuevo hotel, querida? Eres un ángel por preocuparte tanto por mí. No, no, no lleves tú esa bolsa tan pesada, eres joven y tienes que cuidar tu espalda.

Le cogí el bolso de mano y la escolté hasta el vestíbulo. Se fue revoloteando hasta el salón para hablar con algunos de los residentes mientras yo rebuscaba en mi bolso el recibo del pago de la habitación. La portera, que surgió de algún hueco o sótano cuando hice sonar la campanilla del mostrador, me recordaba perfectamente, pero insistió en que le diera el recibo antes de darle a Elena la habitación. Durante un exasperante momento, temí habérmelo guardado el viernes en el bolsillo de la falda, pero finalmente lo encontré metido entre las hojas de mi agenda de bolsillo.

Había pensado acompañar a Elena a su habitación y sonsacarle el apellido de Zerlina, pero fui repelida por la portera: éste era un hotel de viviendas individuales y no se permitían visitantes en las habitaciones. Elena me mandó un beso con la promesa de volver a comunicarse conmigo.

– Y me darás noticias de la pobre Cerise, ¿verdad, querida?

Me forcé a exhibir una sonrisa luminosa.

– ¿Y cómo se supone que voy a hacerlo, Elena, con señales de humo?

– Puedes dejarme un mensaje en la recepción, ¿verdad que sí, cielo?-añadió a la atención de la portera.

– Supongo que sí -contestó la mujer de mala gana-, con tal de que no lo tomen por costumbre.

Mientras desaparecían por la escalera, en la que repercutían sus pasos, pude oír a Elena explicando que yo era la sobrina más lista y más maja que se puede desear. Apreté los dientes y reconocí mi derrota.

El teléfono público para los residentes estaba en el salón de la televisión. No quise competir con El Precio Justo; remonté la avenida Kenmore en busca de otro teléfono. Después de recorrer dos manzanas, decidí que lo mejor que podía hacer era volver a mi apartamento.

El portero había pasado por fin a ponerle al banquero su placa. Me paré a mirarla: Vincent Bottone. Me sentí vagamente ofendida de que un italiano me tratase tan groseramente -¿acaso no sabía que éramos compatriotas?-. Miré mi propia placa: como mi apellido era Warshawski, no podía adivinarlo. Tendría que intentar hablar en italiano con él y ver si eso lo ablandaba. O me daba la oportunidad de desenmascararlo, pensé mientras abría la puerta de mi apartamento.

Robin Bessinger estaba en una reunión, pero había dejado dicho a la recepcionista que lo avisara si yo llamaba. Me encajé el teléfono bajo la oreja mientras esperaba, y quité las sábanas del sofá cama. Justo cuando estaba embutiendo el colchón dentro del sofá, Robin se puso al habla.

– ¿Señorita Warshawski? Robin Bessinger.

– Soy Vic -le interrumpí.

– Oh, Vic. No sabía a qué correspondían esas iniciales. Escucha, el laboratorio dice que no hay ningún rastro de un cuerpo de bebé entre los escombros. Por otra parte, si quedó atrapado en lo más fuerte de las llamas, podría haber quedado carbonizado. Así que han cogido muestras de las cenizas y las van a hacer analizar, lo que llevará unos días. Pero a Roland Montgomery, de la brigada antibombas y atentados, le gustaría hablar contigo y enterarse de primera mano por qué crees que la niña estaba allí.

No sabía si creer realmente que Katterina estaba en el Indiana Arms. A esas alturas no sabía siquiera si creer que Cerise tuviese una hija, o incluso una madre. Pero no podía decirle nada de todo eso a Robin.

– Me lo dijo la madre del bebé -afirmé-. ¿Dónde quiere verme Montgomery?

– ¿Puedes estar a las tres en su oficina? Distrito Central, en la calle Once -vaciló un ins tante-. Me gustaría estar allí si no te importa. Una muerte podría afectar a nuestro asegurado. Dominic Assuevo, de la Oficina de Investigación de Incendios, estará allí.

– En absoluto -dije con educación. No conocía a Montgomery, pero había conocido a Assuevo unos dos años antes, cuando mi antiguo apartamento había sido incendiado. Era colega de Bobby Mallory y por extensión era propenso a mirarme con cierto recelo.

Antes de colgar le pregunté a Robin si conocía el apellido de Zerlina. No le habían dado la lista de las víctimas por inhalación de humo, pero prometió pedírsela a Dominic esa tarde durante nuestra reunión.

Terminé de ordenar el sofá, y luego bajé las sábanas al sótano para meterlas en la lavadora. Normalmente no soy obsesiva con la limpieza, pero quería borrar de mi casa toda traza de Cerise -y de Elena-. Si lavaba las sábanas, era un claro compromiso conmigo misma de no volver a traer a la chica a casa cuando fuese a buscarla a la clínica de Lotty. Aunque tampoco sabía qué cono iba a hacer con ella.

Podía ser que Cerise le hubiera dicho su nombre a Lotty. Si no, pensé que Carol podría llamar por mí al Michael Reese y conseguir que le dieran el apellido de Zerlina. No quería hablar con la policía hasta que no hubiese hablado con Zerlina, suponiendo que pudiera encontrarla en el Reese.

Al llegar a la clínica, me encontré con que parte de mi programa se había cancelado: Cerise había desaparecido. Carol estaba preocupada, Lotty furiosa. Lotty le había dado un ligero tranquilizante y algo para controlar las náuseas. Cerise había dormido durante cosa de una hora en la sala de reconocimientos. La tercera vez que Carol fue a ver cómo seguía, ya no estaba. La señora Coltrain la había visto salir de la clínica, pero no tenía ningún motivo para detenerla: supuso que, como Cerise había llegado conmigo, yo había quedado con Lotty en pagarle más tarde.